La princesa debía ser protegida, pues su padre era
el más grande de los reyes. La princesa tenía muchos guardias, pero había uno,
un viejo caballero de barba entrecana, que destacaba entre los demás por el
cariño que le profesaba y por sus muchos años de impecable servicio. Sin
embargo el viejo caballero erró en una misión menor a causa de su edad y el rey
decidió jubilarle. Se le concedieron lujosas estancias en una de las torres del
castillo, pero a la mañana siguiente el viejo caballero estaba pasando revisión
a los soldados apostados en la puerta de la princesa. Se le dijo que esa ya no
era su labor, que él era libre, y él asentía, confuso. Pero cuando la caravana
real fue asaltada por bandidos, de la nada apareció el caballero lanzando
estocadas contra los enemigos. Se le agradeció la labor pero se le pidió, esta
vez de forma más brusca, que dejase de comportarse como el que había sido, y
como irremediablemente volvió en numerosas ocasiones, se acabó por echarle de
la fortaleza. Pero un día que la princesa estaba leyendo en el jardín, casi
sufrió un ataque cuando vio junto a la fuente, como una estatua, al viejo
caballero. El rey, tomándole por loco y temeroso de los problemas que pudiese ocasionar,
le mandó matar. Y cuando el viejo caballero estaba de rodillas en el patio, a
punto de perder la cabeza, la princesa, desde el balcón, se preguntó por qué
estaban matando a su mejor defensor.
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