domingo, 25 de octubre de 2015

El cartero

Yo recordaba una clase de lengua, en el colegio. Allí el profesor nos pidió que hablásemos de los medios de comunicación, preguntándonos por el original o algo parecido. Entonces se alzaron manos, supongo que un quinto de la clase lo haría, antes niñas que niños, y se empezó a hablar de teléfonos y de ordenadores si es que ya estaban presentes en las casas, que lo ignoro. Tras cada respuesta el profesor negaba, se bajaban las manos que habían pensado decir lo mismo y se subían unas nuevas con ideas frescas. Al final una niña de voz aguda y apagada dijo algo que al profesor le gustó, porque era lo que estaba esperando, no era el telégrafo, era la carta. Nos contó a cerca de la carta y luego empezamos a ver las funciones del lenguaje, pero eso a mí me da igual.
Lo importante es la carta. Yo no he recibido muchas cartas en mi vida y aún así tengo más, probablemente, que mis contemporáneos. Tendré menos de veinticinco. Y no me refiero a otras cartas que no sean las escritas por una persona física que estuviese pensando en mí. Por supuesto mis padres habrán recibido más cartas que yo, tienen más años y estos fueron vividos en otra época. Estoy pensando que quizá, contando postales, el número llegue más de cincuenta, pero las postales me valen menos en este punto.
El asunto es que ahora cuando abro el buzón porque mi madre me lo ha pedido encuentro dos tipos de cosas: publicidad traída por personas cuyo oficio es meter publicidad en todos los buzones cuanto más arrugada mejor y cartas para mi madre provenientes de bancos, facturas y una felicitación navideña por parte del dentista. Ahora, en estos tiempos, pedirle la dirección a alguien pensando en escribirle una carta se ve como un atentado a la intimidad, como mucho se recibe un paquete que previamente se ha encargado, pero ya no se envían cartas escritas a mano con sus postdatas y sus inicios tipo “Querido Miguel:”.
Y cualquier persona sensata se podría preguntar a qué viene todo esto, a si es una especie de crítica social o algo parecido, pero nada más lejos de la verdad, lo que vengo a decir es que el cartero está triste. Y cómo no va a estar triste si cuando sube su motocicleta amarilla a la acera y va parando de buzón en buzón solo mete facturas y cartas que como poco dejarán indiferentes a quienes las abran.
Y es por eso que he tomado una decisión y he actuado en consecuencia, o mejor dicho, tomé una decisión y actué en consecuencia. Busqué en el armario en el que han acabado libros extraños, discos de vinilo, carpetas, folios descoloridos y todo aquello que en algún momento pudo ser material de oficina, hasta dar con lo que buscaba, es decir, sobres grandes, pequeños, blancos, amarillos y hasta con cosas ya escritas por fuera. Entonces tuve que romper mi agradable obrar de estar por casa y coger el autobús hasta la única oficina de correos que conocía, y allí pedir diez sellos para la Comunidad de Madrid y otros diez para el resto de España. También, ya que estaba, compré sobres nuevos y convertí en inútil el trabajo de búsqueda en el armario de mi casa.
Una vez de vuelta al hogar me puse a escribir, y esta nimia tarea, que en mi imaginación pasaba con la dificultad con la que el viento arrastra una pluma, resultó bastante tediosa, porque a mí me gusta escribir, y me lo puedo pasar bien escribiendo una carta, pero no tantas. Una vez terminadas, a eso de las tres de la madrugada, escribí el remite y el destinatario con cuidado de no confundirlos, después solo tuve que buscar tropecientos códigos postales en internet y pude disfrutar de un merecido descanso. Al día siguiente salí antes de casa aplazando dolorosamente la hora de comer y realicé la peregrinación de los buzones amarillos, pues no podía meter todos los sobres en el mismo buzón o el cartero podría mosquearse. Envié a una carta a mi mejor amigo, con el que hacía un mes que no hablaba, a ver si con la tontería hacíamos las paces; envié, por fin, después de varias cartas por su parte, una a mi amiga perdida entre los montes vascos; mandé una a una vecina cuyo buzón estaba a dos minutos de mi casa y por delante del cual pasaba todos los días; mandé una a sietesiete, a la que le había tenido que preguntar su nueva dirección matando toda sorpresa; mandé a mis padres, tíos, tías y apunto estuve de escribir a los cementerios por mis abuelos, pero no me pareció correcto, así que sus cartas me las guardé yo; escribí a Paula una carta terriblemente mala para lo que podía haberle escrito con tiempo y siendo la suya la única que tuviese que escribir; escribí a una exnovia aprovechándome de que no me dejaba hablarla en el día a día pero estando seguro de que esta carta sí se la leería de cabo a rabo, dos veces incluso; y bueno, escribí algunas cartas más a amistades y a la familia que me acogió un mes en Irlanda. Después, habiendo creído concluida mi labor, llegó la siguiente sorpresa, y es que me encontré al cartero metiendo varias cartas en mi buzón, leyendo mi dirección según varias caligrafías, leyéndolas sonriente. Y claro, yo me vi con aquella sorpresa tan absolutamente lógica y que a mí se me había pasado por alto: todas las personas a las que había escrito me habían respondido. ¿Qué pasó? Fácil, me escribieron cartas alucinantes en su mayor parte, fruto de la sorpresa de haber recibido mi carta previa, y tanto me gustaron sus palabras curvadas que a muchas de aquellas personas las volví a escribir, y con esto el cartero estaba encantado, porque algunas personas a las que había escrito enviaron cartas a otros allegados suyos, con la consecuente envidia para el autor de este escrito, y así se propagó una epidemia de sellos, saliva en los bordes y abresobres.
Y ya, como paso final, escribí a desconocidos. Les escribí a algunos sin remite, a otros con él y a unos terceros con remite falso para que le respondiesen a su vez a otro desconocido. Y también pude cumplir una extraña fantasía, escribirle a un carcelario al que no conociese, con cierta periodicidad, contándole mi vida e historias varias, haciéndole desear mis cartas y siendo la envidia de sus compañeros de prisión.

Y bueno, así el cartero ya no está triste, un poco sí porque la moda de las cartas se pasó y la gente volvió a medios más eficaces de comunicación, pero siempre le sale una sonrisa cuando le da por recordar aquellas horas de más que trabajaba sin queja cuando tenía que repartir cartas a todos los buzones de la ciudad.

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