Helena contempló el cielo estrellado desde el
balcón, después entró en su habitación, cerró las ventanas y con increíble belleza
se tomó la pastilla que la mató. Su no-amado acababa de salir del baño de una
gasolinera donde había parado a repostar cuando se encontró al padre de Helena
y saludó a su escopeta. El padre de Helena tuvo un juicio y tres meses después
el verdugo accionó la palanca y su cuello se rompió. El verdugo llegó a casa
abatido, discutió con su mujer y acabó por derribarla de una bofetada, ella se
lanzó hacia él con un cuchillo y él le derramó en la cara el aceite que se
calentaba en la sartén. Ella se arrastró fuera de la cocina y desde allí lanzó
una cerilla dentro, provocando que el gas que llevaba horas deliberadamente abierto
explotase. En el hospital la mujer del verdugo murió a causa de las quemaduras
del aceite y la explosión. El médico que la había atendido, al llegar a casa,
cansado de la vida y triste por la historia del suicidio de Helena que había
leído en el periódico, se abrió las venas con bisturí y precisión médica. La
señora Matilde, o la loca Matilde, no pudo acudir a la revisión de su embarazo
porque su doctor se había matado, así que se autodiagnosticó que su hijo de
cinco meses de gestación estaba listo para nacer, se abrió las tripas y
contempló con horror sangre y vísceras pero no niño. “Como la gallina de los
huevos de oro” murmuró el hombre de barba blanca cuando se enteró. Era un
hombre tranquilo que llevaba sombrero y que siempre se quitaba para saludar a
la gente, siempre quitándose y poniéndose el sombrero, hasta que un día lo
apoyó en una mesa, se le metió un alacrán y al volver a ponérselo éste le picó
diecisiete veces, generando un muerto que echaba espuma por la boca. El alacrán
no era natural de allí, sino que se le había escapado a un tal Mario, que
cuando le contó en la carretera a su madre que habían encontrado al escorpión
pero que lo habían matado a puntapiés, ella pegó un volantazo, se salieron de
la carretera y se mataron los dos. Pero resulta que la madre de Mario no había
pegado el volantazo por la historia de la criatura de su hijo, sino que le
había asaltado a la cabeza, como un recuerdo violento, el abandono de Miguel,
el escritor, que la había dejado por su amor no correspondido con Helena. Y
resulta que Miguel escribió todos estos hechos antes de darse cuenta que la
vida era demasiado compleja para él, para después abrir la ventana que cerrase
en su momento Helena, saltar y volar.
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