“¿Quién eres tú?” le preguntaron, y no era extraño,
él era un forastero en un pueblo de gente estancada que nunca cambiaba de
lugar. Pero él tenía un cometido, una misión, una apetencia, un objetivo, un
sueño.
A los niños se los ganó fácilmente, unos
caramelos, unos cromos y un par de libros sin texto hicieron que la multitud de
criaturitas corriese a casa a contarles a sus madres lo magnífico del nuevo,
pese a que ellas, las madres, les contestasen con el ceño fruncido. Pero las
madres sucumbieron tras un asedio de regalos útiles o bonitos y
representaciones y conciertos de un solo hombre en la plaza del pueblo. A
medida que entraba dinero en los bolsillos de los hombres su sonrisa se iba
ensanchando, por lo que los enriqueció a todos de formas indirectas, sin
levantar sospechas.
Pero aún quedaban cuatro personas a las que no se
había ganado y que eran fundamentales. Aquel pueblo no tenía ancianos, solo
cuatro viejas que, sentadas en una mesa del único bar, gobernaban el pueblo
bajo golpe seco de bastón de un matriarcado implacable. El hombre probó con
flores para ellas y flores para sus muertos, probó con colonias y platos típicos,
con anillos de oro y un televisor, pero nada alivió las muecas de desagrado de
aquellos rostros tan arrugados. Al final la respuesta resultó estar frente a
sus ojos, las viejas pasaban todo el tiempo jugando a las cartas, y lo hacían
desde hacía muchos años, por lo que su baraja estaba incompleta y deshecha, así
que él solo tuvo que regalarles una para que a los tres días le sonriesen por
primera vez.
Una vez aceptado quiso ser querido, por lo que
invirtió en infraestructuras y mantuvo la política de regalos, y después nada,
se relajó, dejó ser objeto de comentarios y acabó por pasar desapercibido. Y
eso era justo lo que él quería.
Daba largos paseos y era saludado por todo aquel
con quien se cruzaba. Sus paseos acabaron por llevarle hasta la casa más alejada
del pueblo, donde vivían un padre muy serio y su hija muy guapa. A él le
esquivó y a ella la cortejó hasta que se enamoró de él y se fugaron juntos. Y
así huyeron, con la furia del pueblo tras de sí, en un amor salvaje de duración
incierta.
Y eso justo era lo que él quería, pues resulta
que fugarse de una ciudad es menos emocionante.
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