viernes, 7 de agosto de 2020

Los donnadies


Cuando empezó la Guerra se le encargó defender una posición en mitad de la nada a un oficial joven y ambicioso. Éste no tenía muchas fuerzas y la posición era extensa, así que fue hasta un pueblo cercano, en la nada misma, y reclutó a tantos hombres como pudo. Mientras iban a las trincheras, mientras se armaban y recibían vagas instrucciones, el oficial miró a aquellos hombres que aún llevaban sus propias ropas. La mayor parte no tenían familia, habían llegado a aquel pueblo huyendo o buscando algo. Les miró a los ojos, que miraban hacia la trinchera y no decían nada, y pensó que aquellos eran los soldados perfectos. No poseían nada, ni pertenecían a ningún lugar. Si muriesen todos en la ofensiva de mañana no importaría, nadie reclamaría sus vidas, nada quedaría por hacer, la muerte de cientos de hombres no afectaría para nada a la Historia.

El joven oficial tuvo éxito y se le encargó otra misión, pero de la que se marchaba le pidió a aquellos hombres que le acompañaran. Convenció a la mayoría y desde entonces se volcó en su adiestramiento. Les dio uniformes, les enseñó a disparar, a acatar las órdenes, a vivir en la guerra y a hacer la guerra. Pero también se dedicó a vaciarles de lo poco que les pudiese quedar dentro.

Así se le encargó al oficial tomar una ciudad, sus hombres estaban listos y encabezaron el ataque. Cuando una bala silbaba y atravesaba un cuerpo, éste caía pesado al suelo, sin que ningún alma saliese por los nuevos orificios. Aquellos soldados eran donnadies, sin embargo en aquella ciudad lucharon contra hombres que no eran tanto nadies y otros que no lo eran en absoluto, puros donnes con los que se acabó en la batalla o al finalizar ésta.

El oficial, ya no tan joven, fue condecorado por quien había sido su superior y ahora regentaba el país. Su unidad se consideraba de élite, lo que en realidad quería decir que se podía sacrificar con la única pérdida de perder una valiosa arma. Prestó a sus hombres para sofocar cualquier levantamiento, cualquier resistencia, y cuando todo se acabó y llegó la paz, su unidad se convirtió en algo que prestaba la nación a aquellas otras que estaban en guerra. Los donnadies debían estar siempre en combate, si no, pensaba el oficial, podrían darse cuenta del desagüe que tenían dentro.
Cuando hubo una nueva guerra se mandó a las tropas de un lugar a otro, pero cuando el oficial que las comandaba empezó a frecuentar al dictador, la unidad quedó relegada a la vigilancia de un cuartel que quedaba, de nuevo, en mitad de la nada.

Se apresó al dictador, al oficial y a otros tantos, y se les fusiló entre vítores. Llegaba un nuevo sistema de gobierno con elecciones y se empezaron a hacer cambios. Se disolvió la unidad, se les quitaron las armas y se les mandó a casa. Casa era un concepto extraño, una carretera que recorrías por el arcén portando una maleta y que te llevaría a un lugar, el que fuera, al que apodarías casa. Por inercia o intención, todos acabaron en la nada de la que salieron y allí se asentaron. Alguno intentó plantar, otros, si tenían un arma a mano, probaron con la caza, pero si no la tenían y pedían el permiso para tenerla, siempre se les denegaba, había orden de no dar armas a aquellos antiguos soldados. Al final todos acabaron sentados en el quicio de la puerta, fumando. Si plantaban se moría, si se casaban les abandonaban. Mientras tanto el humo de los cigarrillos parecía no contentarse con los pulmones y se extendía dentro del cuerpo, llenando los brazos, las piernas, el tronco, rascando la piel por dentro y saliendo al fin por la boca o por los agujeros de las balas.

Allí siguieron, aun cuando volvió la guerra y no se les llamó a filas por considerárseles viejos. Aun cuando pasaron camiones recogiendo a los jóvenes para ir a luchar y cuando esos jóvenes volvieron en manos de otros hombres que los fusilaron en la plaza. Para los donnadies solo quedó el humo que aspiraban, hasta que la Tierra, vista de lejos, no fue más que el extremo de un cigarrillo que encendieron, aspiraron y siguieron fumando siempre.

El mañana


El joven miraba aquellas tierras soñando con qué futuro les daría cuando un lacayo le interrumpió:
—Señor, ya hemos llegado. La ciudad está sitiada.
El joven sonrió a modo de respuesta y mientras salía de su palanquín pensó que había que cambiar eso de señor, tenía que pensar qué iba a ser a partir de ahora, si rey, emperador, caudillo, lo que fuera.
Ante él estaba la ciudad. La primera de muchas, la llave a aquellas tierras. Sin embargo una duda había pesado sobre él todo el camino, ¿qué hacer con la ciudad? Debía asediarla, eso seguro, pero, ¿qué hacer después? No sabía si tratar con el respeto de un nuevo súbdito a aquella gente después de vencerla o si bien arrasar la ciudad por haberse resistido. Lo primero podría hacer que otras ciudades se rindieran sin presentar batalla sabiendo de su benevolencia; lo segundo podría provocar la rendición de aquellos que se resistiesen sabiendo el destino que les esperaba si continuaban. Ambas opciones funcionaban en su mente, pero no conocía a quienes había sobre aquellos muros y detrás de ellos, y bien pensado tampoco conocía a los hombres que le rodeaban, aquellos que portaban sus armas. Estaba solo rodeado de sus hombres, enfrentado a una ciudad llena de hombres solos rodeada también por sus hombres.
Esa idea le hizo tomar una decisión. Se montó en un corcel blanco de gran tamaño y se puso su armadura dorada. Desfiló ante las murallas seguido por sus estandartes, sus animales, sus colores. En su mente pensó que el enemigo no se rendiría, sino que se convencería. Después del miedo del asedio verían aquel esplendor y abrirían sus puertas, convencidos de que era el mañana quien entraba por ellas.
Sin embargo una flecha cruzó el aire y se clavó entre el dorado del yelmo y la coraza, haciendo que el joven bajase la cabeza mientras el rojo de la sangre se calentaba sobre la armadura y teñía al caballo.
Después de eso la batalla duró cien años.

Lo que te sigue


Le perseguía un demonio. Él no sabía lo que el demonio quería, pero sí sabía que era malo. A sus espaldas, mientras corría, oía al demonio acercarse. Me pidió ayuda en la distancia y yo le dije que se acercase a mi hoguera. Una vez allí le dije que continuase, pero que ya no hacía falta que corriese, que yo hablaría con el demonio. Cuando el demonio llegó le invité a sentarse frente a mí, junto al fuego, y él obedeció sonriendo, previendo algún tipo de truco. Le invité a comer y hablamos largo rato, pero llegado el momento me interrumpió para decirme que todo aquello era en balde, que por mucho que le retuviese lograría alcanzar a mi amigo y se introduciría dentro de él. Yo le contesté que estaba equivocado, que no quería distraerle, sino ofrecerle que se introdujera dentro de mí dejando en paz a mi amigo. El demonio dudó y después se introdujo en mí, yo lo asimilé como un órgano más y mi amigo, desde lejos, debió pensar que yo era un héroe, un sacrificado, que daba mi vida por salvar la suya sin pedir nada a cambio. Lo que mi amigo no sabe es que algunas noches me levanto, apago el fuego que arde delante de mí, reflejándose en mis ojos, y salgo a correr por las laderas, susurrándole a la gente, haciéndoles correr, prometiéndoles, sin decirles nada, que si se detienen están perdidos.

De la caída


No caigas en la metaescritura, no les gusta ni a ellos ni a nosotros, cae en un pozo mejor. Un pozo profundo, uno en el que se te olvida que caes, te olvidas de la luz del Sol y descubres que hay otra estrella bajo la tierra que lo ilumina todo allá abajo. No has muerto en la caída, pero no recuerdas haber aterrizado. Pasan cosas fantásticas a tu alrededor, pero tú solo puedes mirar ese solecillo que ilumina este mundo y en el techo que tiene encima, que era suelo en el mundo del que procedes. No puedes centrarte en lo que te pasa porque sigues siendo de fuera y piensas en todos los pies que pisan el suelo y que ni sueñan con tener una estrella debajo. Piensas en cavar en la tierra y encontrar un tesoro dorado de fuego sobre el cual caer, pero no piensas en caer en la metaescritura, aunque tanto ella como el fuego te devoran y te dejan sin ganas de seguir cayendo.

domingo, 14 de junio de 2020

Junto a la corriente espera


La madre le entrega una bolsa de cartón a cada uno. Le gustaría también pasarles la mano por el pelo, pero se detiene por los ojos. Sus ojos, muy oscuros, que no ves cuándo parpadean, le hacen estremecerse, le hacen sentir pena y soledad, pensar que hizo algo mal en algún momento, y solo son sus ojos. En cambio logra decir:
—Portaos bien.
 Los dos hermanos bajan la cuesta y atraviesan el camino de tierra del pueblo. Visten de forma similar, llevan ropa azul o negra o gris o marrón que nunca destaca y que puede que se intercambien. Vistos desde detrás no sabrías diferenciarlos.
No toman el desvío que sube la colina hasta donde está la escuela. Tampoco van a la plaza donde está la iglesia. Se dedican a andar hasta que el camino termina o cambia y ya no están en el pueblo sino que hay árboles y se escucha el río. El suelo pasa de amarillo crujiente a verde resbaladizo. Paran cerca del agua, justo antes de ver el río. Dejan las bolsas juntas, a un lado, luego se miran y sin que uno provoque o el otro se sienta provocado se empiezan a pegar. Se golpean duramente, se hacen daño con el puño cerrado, se golpean en la cara. Su pelea tiene cierto ritmo, pero al final uno se inclina hacia adelante y vomita amarillo y rojo sobre el verde. El otro coge las dos bolsas de cartón y va a sentarse junto al río. Desde allí no ve a su hermano y con el ruido de la corriente tampoco le oiría si dijera algo. Abre una de las bolsas y saca un emparedado. Lo come despacio, masticando mucho, después saca de la misma bolsa una botella de vidrio llena de leche y se la bebe en tragos forzados hasta que se acaba. Entonces abre la otra bolsa y saca otro emparedado. Empieza a morderlo, en mordiscos más cortos que tarda más en masticar, pero no tiene hambre y lo tira lejos. Al final se levanta, abre la segunda botella de leche y la vacía sobre el río, haciendo su corriente medio litro más caudalosa.

jueves, 20 de febrero de 2020

A la blanca luz del día


Por el otro lado de la calle, en la acera donde da el sol, pasea una pareja de ancianos. Él lleva las manos a la espalda y ella las tiene ocultas en los bolsillos. Hace frío y pasean despacio buscando el sol. A aquella hora de la mañana no hay nadie en las calles, la calle es ancha y la acera estrecha, tampoco hay coches. Al pasar junto a una valla, el perro del jardín les empieza a ladrar. Desde detrás de ellos, casi de entre medias, suena otro ladrido, uno muy agudo, y el perro del jardín calla inmediatamente. Los ancianos no se alteran ni por el primer perro ni por el segundo ladrido sin dueño. Ellos caminarán hasta la arboleda y después darán la vuelta, como todos los días.

Al llegar a casa, él abre la puerta y ambos se echan a un lado durante un momento, después entran precedidos por un sonido de pasos que corren por toda la planta baja, de la cocina al salón, y que después suben las escaleras, hasta el cuarto de ellos y el otro cuarto, el que es hermoso a aquella hora de la mañana, que tiene las paredes pintadas de colores claros y una cuna vacía en el centro, una cuna que rodea el sonido de las patas corriendo y del que empieza a brotar un sonido como de llanto de recién despertado.

lunes, 20 de enero de 2020

Ideas para relatos


Por ejemplo, una mujer sale de casa para hacer la compra, lleva hasta su propia bolsa para no tener que comprar una en el supermercado. Al empezar a bajar las escaleras (vive en un tercero) se da cuenta de que se ha olvidado algo, así que vuelve a subir. Una vez arriba descubre que se ha dejado las llaves dentro y no solo eso, sino que también ha olvidado por qué había vuelto a subir.
Esta es una idea para relato que da mucho juego, el cómo va a hacer la mujer para volver a entrar en casa, o si va a ir a la compra esperando que el relato termine antes de que tenga la necesidad de volver.

La mujer, por ejemplo, se llama M., nombre castizo. Su abuela fue la mujer más paciente que ha conocido, tenía un pelo blanco muy fuerte, tanto que se decía que en una ocasión usó uno de sus pelos en lugar de una aguja. Su abuela y su abuelo no se llevaban muy bien, sin embargo, y el abuelo acabó desapareciendo. M. no sabe si el abuelo desapareció literal o metafóricamente, pero lo cierto es que no le recuerda, y si algo recuerda ya anda por ahí el recuerdo de la abuela barriendo el recuerdo del abuelo. Pero, un momento, dice M., ¿y esto en qué me ayuda a mí a entrar en casa? M. no es demasiado mayor y come bien, pero no hace ejercicio y se acaba cansando si permanece largo tiempo de pie sin moverse, como es el caso.

Se puede estudiar la posibilidad de que un familiar tenga llaves de la casa de M., en cuyo caso habría que quitarle el móvil, para que no le pueda llamar o el relato perdería su nudo. Igual lo que no recuerda M. que se dejó dentro de casa y por lo cual volvió a subir dándose cuenta de que no tenía las llaves era el bolso, y así no tiene ni teléfono para llamar a los familiares ni dinero ni nada para el transporte, de forma que tendrá que ir a verlos a pie, una emocionante aventura por la ciudad. Pero claro, en el bolso llevaría las llaves, y eso haría que solo hubiese olvidado una cosa dentro de casa, cuando es más interesante que sean dos y que una de ellas no sepamos cuál es.

Pero yo me inclino por pensar que M. no tiene familiares o no se lleva bien con ellos. Igual una vecina tiene llaves, pero claro, piensa M., hace mucho que se las dio, ahora ya no se hablan, ahora de hecho se llevan mal.

M. se resiste ahora a abandonar ese hueco donde está de pie enfrente de su puerta e ir al supermercado o a la calle, porque quien lo ha descrito lo ha descrito muy bien y M. puede ver a la perfección cada escalón, de los que suben y de los que bajan, y la puerta de los vecinos de enfrente. No se mueve ni aunque le tires de la bolsa que sí sacó del apartamento. Pero eso te da una idea, dentro de la bolsa podría descubrir ella algo, las llaves, quizá, haciéndolo todo extraño, o una pequeña rana verde que da saltos de un lado a otro sobre la superficie reforzada del fondo de la bolsa diseñada para que si compras botellas de vino y apoyas la bolsa en el suelo estas no se vean perjudicadas.

Lo cierto es que la idea para relato se ha tornado en algo parecido a un relato o a un tumor maligno que no quieres tener cerca, así que quieres acabarlo ya, pero no sabes cómo, no se te ocurre una idea hasta que das con algo que te parece brillante. Dedicas un párrafo a hablar de la abuela de M. y acabas diciendo que, bien pensado, se parecen. Entonces M. se pone muy seria, levanta el brazo, se arranca un pelo y usa éste para forzar la cerradura. Es un buen final, te sientes orgulloso, el telón se cierra y tú piensas que, por qué no, igual un día podrías dedicarte a escribir.

Pero, al otro lado de la cortina ya cerrada, M. mira ésta con una cara inexpresiva, porque da igual lo que hayas dicho, lo del pelo es una estupidez, no puedes utilizar un detalle bonito para resolver un relato, así que M., en tu ausencia, sola en el mundo que has construido en tu ignorancia y el cual has abandonado, acabará por bajar las escaleras y terminará por vivir en la calle, pidiendo en la puerta del supermercado, perdiendo la bolsa en manos de un niño que responderá a los gritos de ella con un calla-puta y que más tarde abandonará la bolsa en un parque, desde donde el viento la arrastrará, en un proceso lento, hasta el Mediterráneo. M., cada vez que pueda, cogerá un cuenquito de agua, si es agua de lluvia mejor, que es más triste, subirá los escalones hasta el tercer piso y la arrojará contra su puerta, en un intento de pudrir la madera y poder atravesarla de un golpe. Pero el tiempo pasa, y el día que M. por fin logre pudrir la puerta no tendrá fuerzas para golpearla, así que volverá a bajar las escaleras, se sentará en el suelo y cerrará los ojos a la vera del supermercado.

Enhorabuena, has matado a M.

jueves, 9 de enero de 2020

El joven cazador


Cuando volvía al poblado le gustaba entrar serio, con la presa colgando al hombro, haciendo ver que para él aquello no suponía esfuerzo o buscando esconder las emociones, mostrarse neutro, quería impresionar. La suya era una profesión en vías de desaparición, y lo era ya cuando buscó quien le enseñase, pero creía  que era la profesión más admirada, al fin y al cabo era él quien traía la carne al poblado. Pero aquello había empezado a cambiar hacía tiempo, si bien los niños seguían corriendo a su alrededor para ver el ciervo o el jabalí muertos, para ver las flechas o la lanza y comprobar si seguían manchadas de sangre, ahora la agricultura y la ganadería se habían asentado y crecido tanto que él no era más que una anécdota. Dedicar un día o dos para cazar una buena presa ya no era rentable cuando las vacas y los cerdos se criaban de a cientos. En ocasiones tenía que vivir de la misma carne que traía, vendiendo como mucho las pieles, los colmillos y los cuernos.

La aldea, que ahora ya podía llamarse pueblo, se encontraba en un valle. Rodeada de montañas solo tenía un acceso al mundo, el resto eran profundos bosques y varios ríos. El joven acostumbraba a salir casi todos los días, durmiendo a veces fuera, en cuevas que conocía o en los claros del bosque cuando hacía calor. Se perdía para cazar, pero se perdía también para estar solo. Sin embargo, en una ocasión, pasado ya el medio día, llevando atadas al cinturón varias liebres, escuchó risas provenientes de una poza cercana. Cuando se acercó, antes de poder ver nada, le salió al paso una criada que, al ver sus pintas, empezó a reprocharle a gusto lo repugnante de su conducta, sus ropas gastadas, la suciedad en su pelo y el tono de su piel. Pero él supo, gracias a los insultos de la mujer, que detrás de apenas dos hileras de árboles las voces que le llegaban eran las de mujeres bañándose. Corrió al pueblo, guardó las liebres (no le recibieron niños, estos solo se contentaban con presas grandes de las que pudieran preguntar si fue peligroso cazarlas) y se sentó a la entrada del pueblo a esperar. Cuando vio llegar a las muchachas, todavía riendo, con la criada por delante, se regocijó imaginándoselas desnudas, pero en esto vio a la última del grupo y ni imaginársela pudo, se quedó en blanco, nervioso, alterado y aturdido.

No le costó mucho averiguar quién era la chica de la poza y entender cómo podía no haberla visto antes. Había llegado hacía poco, con un padre que pretendía hacer fortuna y con quien vivía en la parte nueva, donde las casas eran más grandes, había más vallas y empezaban a surgir figuras como la de los criados. Su padre era, además, ganadero.

La semana siguiente la pasó casi entera en el bosque. Al volver se había lavado, llevaba talladas varias figuras de madera y traía a sus espaldas un lobo blanco. Los lobos no tenían gran utilidad en la cocina, podían servir si acaso de decoración, pero eran idóneos como muestra de respeto, que para eso mismo era. El muchacho se presentó en la casa nueva y, no pudiendo ver al padre, tuvo que dejar todos los regalos en manos de la criada.

Al cabo de unos días sin recibir noticias de la familia (que, al contrario que la semana anterior, los pasó casi en su totalidad sin salir de la choza), al fin recibió una invitación de mano de la criada. Se le citaba a medio día para reunirse con el padre y la hija, y él sabía que si todo iba bien la invitación incluiría la comida. Intentó asearse y vestirse bien, pero alguien como él nunca puede llegar a ciertas metas. Cambió incluso un collar de dientes por poder echarse un poco de perfume. En la casa, la criada le llevó a una estancia donde se encontraban sentados el padre y a un lado la hija. Él se sentó enfrente del padre, esquivó su mirada hostil y consiguió llevar la conversación por el camino de los elogios, alabando la economía y los negocios del padre y sus propios méritos, resaltando lo buen cazador que era y lo apreciado que era por todos en el pueblo (cuidó de no llamarlo poblado). Durante gran parte de la conversación la joven intentó hablar y contar anécdotas, pero el padre le interrumpía constantemente. En la voz alegre y el intento de hablar de ella, él adivinó una simpatía por su persona, una esperanza, y durante todo el tiempo que permanecieron hablando no dejó de mirarla, creyendo que el padre vería el amor en sus ojos y que aquello le convenciese para aceptar la unión. Sin embargo el padre llegado el momento se levantó y le pidió disculpas al invitado pues se había hecho tarde y él y su hija tenían que comer. Comida a la que el cazador no estaba invitado. Ella se levantó y siguió al padre, cualquier esperanza, cualquier deseo de ella hacia él, se marchó con ellos dos y quedó al otro lado de la puerta.

El joven no sabía bien qué pensar ni cómo comportarse. A la gente a quien preguntaba negaba con la cabeza, pero él empezó a pensar que aquella joven era extranjera, venía de fuera del valle, así que sus conductas bien podían ser distintas, como se podía ver en su modo de vida distinto y apartado. Así pues empezó a seguirla, como cuando rastreaba una presa. La estuvo vigilando una semana y después pasó a forzar los encuentros, pero ella parecía querer esquivarle. Pensando que ella podía estar actuando así debido a la atenta mirada de la criada, decidió buscarla allí donde estuviera sola. La siguió hasta la charca, la miró mientras se desnudaba, se desnudó él también sin que ella le viese, entró en el agua en silencio y buceó hasta aparecer justo en frente de ella. Llegados hasta aquí, él esperaba que el encontrarse los dos separados y desnudos podría acelerar las cosas, iniciar un amor secreto y consumado desde el principio, pero ella salió de la charca gritando. Aquella noche él regresó a su choza aún con la imagen de ella desnuda y corriendo cuando vio, tarde, que allí le esperaban unos hombres. No trató de defenderse porque pensó que igual eso les daría lástima y le dejarían pronto, pero ellos le dejaron tal y como se les había estimulado, es decir, sobre un charco de sangre.

Quienes antes le hubieran ayudado a recuperarse ahora trabajaban para los venidos de fuera, así que para no enemistarse con el padre le dejaron a su suerte. Él se meció en la rabia y en el hambre lo que duró la convalecencia y en cuanto pudo volvió al bosque. Esto alivió a muchos que esperaban que quisiese venganza o que volviese a espiar a la chica y esta vez le matasen. Él se fue llevando sus cosas al bosque, se alimentaba de frutos y de caza y odiaba cada vez más a sus antiguos vecinos. Muchas noches venía la fiebre, bien por no estar recuperado aún de la paliza, bien por la mala alimentación y el frío, y en sus delirios siempre acababa viendo fuego y a ella en medio, la solía ver desnuda, o la desnudaba, o la desnudaban, y él la tocaba mientras ella gritaba y el fuego continuaba y lo devoraba todo antes de que él pudiese terminar sus oscuras fantasías.

Resultó ser una mañana clara, de cielo sin nubes y un sol agradable. Él andaba escalando una pared rocosa creyendo que podría cortarle el paso a un hermoso ciervo al que había herido de una flecha hacía unas horas. Cuando terminó de escalar esperó hasta recobrar el aliento y entonces sacó un cuchillo largo. No quería usar más flechas o una lanza, quería lanzarse sobre el cuello del animal con tanta fuerza que este cayese y entonces hundirle el cuchillo en el corazón. Este tipo de cosas había empezado a hacerlas hacía poco, no se las había enseñado nadie, si pudiese tomar distancia y mirarse no se reconocería. Pero el ciervo no llegó a la cumbre como había esperado y para cuando se sentó en el desfiladero con las piernas colgando y miró hacia el poblado, vio que éste ardía.

Bajó lo más rápido que pudo, pero hasta casi llegada la noche no llegó. Algunos fuegos persistían y las calles estaban llenas de cuerpos. No quedaba nada, solo el mapa de lo que aquello había sido a través de las marcas negras de las cosas quemadas. Cogió lo que pudo y se aventuró a la salida del valle, un camino que en realidad nunca había tomado.

Después de varios días siguiendo las huellas, unas huellas monstruosas de carros, personas, bestias y animales, dio con un hombre que calentaba sus manos en la hoguera y se apoyaba en un carromato. Era un viajero solitario que le aceptó y contestó a sus preguntas. Al poblado habían llegado unos traficantes de esclavos, habían matado a quien había opuesto resistencia y se habían llevado al resto. Le dijo a qué ciudad se dirigían, cómo funcionaban las subastas de esclavos y cuánto tiempo podían tardar en llegar, después se echó a dormir. El joven cazador pasó toda la noche despierto, mirando lo que quedaba del fuego y al despertar el viajero amaneció con la garganta cortada.

La procesión de los traficantes avanzaba muy despacio y aún pararon a saquear dos pueblos más, por lo que el joven no tuvo problema en adelantarlos y llegar a la ciudad con días de ventaja. Allí vendió todo lo que le había robado al viajero y su propio cuchillo, que, común en el poblado, en la ciudad resultó ser algo exótico. Cuando llegó la caravana, él ya estaba en la plaza con el dinero listo.

Tardaron aún un día en asentarse y otro medio hasta que él la pudo ver entre los esclavos. Junto a ella, delgado, con ojeras, con los grilletes clavados en las muñecas y los tobillos, vio a su padre y durante un momento se imaginó rescatándolos a los dos y liberándolos sin pedir nada a cambio, para que se sintiesen, pero sobre todo el padre, arrepentidos de no haberle querido, de casi haberlo matado. Pero después de saborear esa venganza de la modestia dejó pasar la idea porque en realidad el padre no era más que un remanente de problemas, que por no ser no era ya ni rico. Dejó que al padre lo comprasen por nada, para ser sirviente o para trabajar en cualquier comercio haciendo cosas que ni sabría que se hacían, y esperó el turno de la hija. Ella era bonita, aunque se encontraba bastante desmejorada por el viaje y el trato, y fueron varias las pujas, sin embargo al cazador no le costó hacerse con la más alta, nadie iba a gastar de más porque a otro comprador se le hubiese metido una esclava por los ojos. Cuando fue a pagar al funcionario, un hombre obeso que parecía que hiciera años que no se había levantado de aquel banco, éste le recordó, con una amplia sonrisa, que ella no era una persona, era una mercancía, de forma que podía hacer con ella lo que quisiera (recalcó esta palabra) menos matarla (también recalcó esta otra). El joven escuchó sin dejar de pensar en su plan, que mantendría el cuento hasta que volviese al poblado, que allí la liberaría y que ella tendría que quererle después de lo que había hecho por ella. Sin embargo este cuento no podía evitar que a ella la marcasen antes de entregarla, al fin y al cabo era una esclava y de eso debe quedar constancia en la piel, junto con las iniciales del comprador. Mientras lo hacían él no quiso mirar, pero sí le pareció justo, como una idea oscura y lejana, que ella sufriese ahora unos minutos después de todo lo que él había tenido que sufrir.

No hablaron mientras se alejaban de la plaza. Ella no parecía especialmente alegre de verle, no levantaba la vista del suelo y su expresión era de completa ausencia. Al final él terminó por incomodarse, ¿y si nunca cambiaba? ¿Y si nunca le iba a corresponder? Ella le pertenecía, pero solo en aquella ciudad, cuando llegasen al valle ella sería una persona libre con el hombro quemado. Y de pronto lo entendió, en el valle no quedaba nada, pero en aquella ciudad no solo podría hacer una nueva vida, sino que allí ella le pertenecía y hasta el día de su muerte no podría irse de su lado, nunca.