Cuando volvía al poblado le
gustaba entrar serio, con la presa colgando al hombro, haciendo ver que para él
aquello no suponía esfuerzo o buscando esconder las emociones, mostrarse
neutro, quería impresionar. La suya era una profesión en vías de desaparición,
y lo era ya cuando buscó quien le enseñase, pero creía que era la profesión más admirada, al fin y al
cabo era él quien traía la carne al poblado. Pero aquello había empezado a
cambiar hacía tiempo, si bien los niños seguían corriendo a su alrededor para
ver el ciervo o el jabalí muertos, para ver las flechas o la lanza y comprobar
si seguían manchadas de sangre, ahora la agricultura y la ganadería se habían
asentado y crecido tanto que él no era más que una anécdota. Dedicar un día o
dos para cazar una buena presa ya no era rentable cuando las vacas y los cerdos
se criaban de a cientos. En ocasiones tenía que vivir de la misma carne que
traía, vendiendo como mucho las pieles, los colmillos y los cuernos.
La aldea, que ahora ya podía
llamarse pueblo, se encontraba en un valle. Rodeada de montañas solo tenía un
acceso al mundo, el resto eran profundos bosques y varios ríos. El joven acostumbraba
a salir casi todos los días, durmiendo a veces fuera, en cuevas que conocía o
en los claros del bosque cuando hacía calor. Se perdía para cazar, pero se perdía
también para estar solo. Sin embargo, en una ocasión, pasado ya el medio día,
llevando atadas al cinturón varias liebres, escuchó risas provenientes de una
poza cercana. Cuando se acercó, antes de poder ver nada, le salió al paso una
criada que, al ver sus pintas, empezó a reprocharle a gusto lo repugnante de su
conducta, sus ropas gastadas, la suciedad en su pelo y el tono de su piel. Pero
él supo, gracias a los insultos de la mujer, que detrás de apenas dos hileras
de árboles las voces que le llegaban eran las de mujeres bañándose. Corrió al
pueblo, guardó las liebres (no le recibieron niños, estos solo se contentaban
con presas grandes de las que pudieran preguntar si fue peligroso cazarlas) y
se sentó a la entrada del pueblo a esperar. Cuando vio llegar a las muchachas,
todavía riendo, con la criada por delante, se regocijó imaginándoselas
desnudas, pero en esto vio a la última del grupo y ni imaginársela pudo, se
quedó en blanco, nervioso, alterado y aturdido.
No le costó mucho averiguar quién
era la chica de la poza y entender cómo podía no haberla visto antes. Había
llegado hacía poco, con un padre que pretendía hacer fortuna y con quien vivía
en la parte nueva, donde las casas eran más grandes, había más vallas y
empezaban a surgir figuras como la de los criados. Su padre era, además,
ganadero.
La semana siguiente la pasó casi
entera en el bosque. Al volver se había lavado, llevaba talladas varias figuras
de madera y traía a sus espaldas un lobo blanco. Los lobos no tenían gran
utilidad en la cocina, podían servir si acaso de decoración, pero eran idóneos
como muestra de respeto, que para eso mismo era. El muchacho se presentó en la
casa nueva y, no pudiendo ver al padre, tuvo que dejar todos los regalos en
manos de la criada.
Al cabo de unos días sin recibir
noticias de la familia (que, al contrario que la semana anterior, los pasó casi
en su totalidad sin salir de la choza), al fin recibió una invitación de mano
de la criada. Se le citaba a medio día para reunirse con el padre y la hija, y
él sabía que si todo iba bien la invitación incluiría la comida. Intentó
asearse y vestirse bien, pero alguien como él nunca puede llegar a ciertas metas.
Cambió incluso un collar de dientes por poder echarse un poco de perfume. En la
casa, la criada le llevó a una estancia donde se encontraban sentados el padre
y a un lado la hija. Él se sentó enfrente del padre, esquivó su mirada hostil y
consiguió llevar la conversación por el camino de los elogios, alabando la
economía y los negocios del padre y sus propios méritos, resaltando lo buen
cazador que era y lo apreciado que era por todos en el pueblo (cuidó de no
llamarlo poblado). Durante gran parte de la conversación la joven intentó
hablar y contar anécdotas, pero el padre le interrumpía constantemente. En la
voz alegre y el intento de hablar de ella, él adivinó una simpatía por su
persona, una esperanza, y durante todo el tiempo que permanecieron hablando no
dejó de mirarla, creyendo que el padre vería el amor en sus ojos y que aquello
le convenciese para aceptar la unión. Sin embargo el padre llegado el momento
se levantó y le pidió disculpas al invitado pues se había hecho tarde y él y su
hija tenían que comer. Comida a la que el cazador no estaba invitado. Ella se
levantó y siguió al padre, cualquier esperanza, cualquier deseo de ella hacia
él, se marchó con ellos dos y quedó al otro lado de la puerta.
El joven no sabía bien qué pensar
ni cómo comportarse. A la gente a quien preguntaba negaba con la cabeza, pero
él empezó a pensar que aquella joven era extranjera, venía de fuera del valle,
así que sus conductas bien podían ser distintas, como se podía ver en su modo
de vida distinto y apartado. Así pues empezó a seguirla, como cuando rastreaba
una presa. La estuvo vigilando una semana y después pasó a forzar los
encuentros, pero ella parecía querer esquivarle. Pensando que ella podía estar
actuando así debido a la atenta mirada de la criada, decidió buscarla allí
donde estuviera sola. La siguió hasta la charca, la miró mientras se desnudaba,
se desnudó él también sin que ella le viese, entró en el agua en silencio y
buceó hasta aparecer justo en frente de ella. Llegados hasta aquí, él esperaba
que el encontrarse los dos separados y desnudos podría acelerar las cosas,
iniciar un amor secreto y consumado desde el principio, pero ella salió de la
charca gritando. Aquella noche él regresó a su choza aún con la imagen de ella
desnuda y corriendo cuando vio, tarde, que allí le esperaban unos hombres. No
trató de defenderse porque pensó que igual eso les daría lástima y le dejarían
pronto, pero ellos le dejaron tal y como se les había estimulado, es decir,
sobre un charco de sangre.
Quienes antes le hubieran ayudado
a recuperarse ahora trabajaban para los venidos de fuera, así que para no
enemistarse con el padre le dejaron a su suerte. Él se meció en la rabia y en
el hambre lo que duró la convalecencia y en cuanto pudo volvió al bosque. Esto
alivió a muchos que esperaban que quisiese venganza o que volviese a espiar a
la chica y esta vez le matasen. Él se fue llevando sus cosas al bosque, se
alimentaba de frutos y de caza y odiaba cada vez más a sus antiguos vecinos.
Muchas noches venía la fiebre, bien por no estar recuperado aún de la paliza,
bien por la mala alimentación y el frío, y en sus delirios siempre acababa
viendo fuego y a ella en medio, la solía ver desnuda, o la desnudaba, o la
desnudaban, y él la tocaba mientras ella gritaba y el fuego continuaba y lo
devoraba todo antes de que él pudiese terminar sus oscuras fantasías.
Resultó ser una mañana clara, de
cielo sin nubes y un sol agradable. Él andaba escalando una pared rocosa
creyendo que podría cortarle el paso a un hermoso ciervo al que había herido de
una flecha hacía unas horas. Cuando terminó de escalar esperó hasta recobrar el
aliento y entonces sacó un cuchillo largo. No quería usar más flechas o una
lanza, quería lanzarse sobre el cuello del animal con tanta fuerza que este
cayese y entonces hundirle el cuchillo en el corazón. Este tipo de cosas había
empezado a hacerlas hacía poco, no se las había enseñado nadie, si pudiese
tomar distancia y mirarse no se reconocería. Pero el ciervo no llegó a la
cumbre como había esperado y para cuando se sentó en el desfiladero con las
piernas colgando y miró hacia el poblado, vio que éste ardía.
Bajó lo más rápido que pudo, pero
hasta casi llegada la noche no llegó. Algunos fuegos persistían y las calles
estaban llenas de cuerpos. No quedaba nada, solo el mapa de lo que aquello
había sido a través de las marcas negras de las cosas quemadas. Cogió lo que
pudo y se aventuró a la salida del valle, un camino que en realidad nunca había
tomado.
Después de varios días siguiendo
las huellas, unas huellas monstruosas de carros, personas, bestias y animales, dio
con un hombre que calentaba sus manos en la hoguera y se apoyaba en un
carromato. Era un viajero solitario que le aceptó y contestó a sus preguntas.
Al poblado habían llegado unos traficantes de esclavos, habían matado a quien
había opuesto resistencia y se habían llevado al resto. Le dijo a qué ciudad se
dirigían, cómo funcionaban las subastas de esclavos y cuánto tiempo podían
tardar en llegar, después se echó a dormir. El joven cazador pasó toda la noche
despierto, mirando lo que quedaba del fuego y al despertar el viajero amaneció
con la garganta cortada.
La procesión de los traficantes
avanzaba muy despacio y aún pararon a saquear dos pueblos más, por lo que el
joven no tuvo problema en adelantarlos y llegar a la ciudad con días de ventaja.
Allí vendió todo lo que le había robado al viajero y su propio cuchillo, que,
común en el poblado, en la ciudad resultó ser algo exótico. Cuando llegó la caravana,
él ya estaba en la plaza con el dinero listo.
Tardaron aún un día en asentarse
y otro medio hasta que él la pudo ver entre los esclavos. Junto a ella,
delgado, con ojeras, con los grilletes clavados en las muñecas y los tobillos,
vio a su padre y durante un momento se imaginó rescatándolos a los dos y
liberándolos sin pedir nada a cambio, para que se sintiesen, pero sobre todo el
padre, arrepentidos de no haberle querido, de casi haberlo matado. Pero después
de saborear esa venganza de la modestia dejó pasar la idea porque en realidad
el padre no era más que un remanente de problemas, que por no ser no era ya ni
rico. Dejó que al padre lo comprasen por nada, para ser sirviente o para
trabajar en cualquier comercio haciendo cosas que ni sabría que se hacían, y
esperó el turno de la hija. Ella era bonita, aunque se encontraba bastante
desmejorada por el viaje y el trato, y fueron varias las pujas, sin embargo al
cazador no le costó hacerse con la más alta, nadie iba a gastar de más porque a
otro comprador se le hubiese metido una esclava por los ojos. Cuando fue a
pagar al funcionario, un hombre obeso que parecía que hiciera años que no se
había levantado de aquel banco, éste le recordó, con una amplia sonrisa, que
ella no era una persona, era una mercancía, de forma que podía hacer con ella lo
que quisiera (recalcó esta palabra) menos matarla (también recalcó esta otra).
El joven escuchó sin dejar de pensar en su plan, que mantendría el cuento hasta
que volviese al poblado, que allí la liberaría y que ella tendría que quererle
después de lo que había hecho por ella. Sin embargo este cuento no podía evitar
que a ella la marcasen antes de entregarla, al fin y al cabo era una esclava y
de eso debe quedar constancia en la piel, junto con las iniciales del
comprador. Mientras lo hacían él no quiso mirar, pero sí le pareció justo, como
una idea oscura y lejana, que ella sufriese ahora unos minutos después de todo
lo que él había tenido que sufrir.
No hablaron mientras se alejaban
de la plaza. Ella no parecía especialmente alegre de verle, no levantaba la
vista del suelo y su expresión era de completa ausencia. Al final él terminó
por incomodarse, ¿y si nunca cambiaba? ¿Y si nunca le iba a corresponder? Ella
le pertenecía, pero solo en aquella ciudad, cuando llegasen al valle ella sería
una persona libre con el hombro quemado. Y de pronto lo entendió, en el valle
no quedaba nada, pero en aquella ciudad no solo podría hacer una nueva vida,
sino que allí ella le pertenecía y hasta el día de su muerte no podría irse de
su lado, nunca.