viernes, 7 de agosto de 2020

El mañana


El joven miraba aquellas tierras soñando con qué futuro les daría cuando un lacayo le interrumpió:
—Señor, ya hemos llegado. La ciudad está sitiada.
El joven sonrió a modo de respuesta y mientras salía de su palanquín pensó que había que cambiar eso de señor, tenía que pensar qué iba a ser a partir de ahora, si rey, emperador, caudillo, lo que fuera.
Ante él estaba la ciudad. La primera de muchas, la llave a aquellas tierras. Sin embargo una duda había pesado sobre él todo el camino, ¿qué hacer con la ciudad? Debía asediarla, eso seguro, pero, ¿qué hacer después? No sabía si tratar con el respeto de un nuevo súbdito a aquella gente después de vencerla o si bien arrasar la ciudad por haberse resistido. Lo primero podría hacer que otras ciudades se rindieran sin presentar batalla sabiendo de su benevolencia; lo segundo podría provocar la rendición de aquellos que se resistiesen sabiendo el destino que les esperaba si continuaban. Ambas opciones funcionaban en su mente, pero no conocía a quienes había sobre aquellos muros y detrás de ellos, y bien pensado tampoco conocía a los hombres que le rodeaban, aquellos que portaban sus armas. Estaba solo rodeado de sus hombres, enfrentado a una ciudad llena de hombres solos rodeada también por sus hombres.
Esa idea le hizo tomar una decisión. Se montó en un corcel blanco de gran tamaño y se puso su armadura dorada. Desfiló ante las murallas seguido por sus estandartes, sus animales, sus colores. En su mente pensó que el enemigo no se rendiría, sino que se convencería. Después del miedo del asedio verían aquel esplendor y abrirían sus puertas, convencidos de que era el mañana quien entraba por ellas.
Sin embargo una flecha cruzó el aire y se clavó entre el dorado del yelmo y la coraza, haciendo que el joven bajase la cabeza mientras el rojo de la sangre se calentaba sobre la armadura y teñía al caballo.
Después de eso la batalla duró cien años.

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