El joven miraba aquellas
tierras soñando con qué futuro les daría cuando un lacayo le interrumpió:
—Señor, ya hemos
llegado. La ciudad está sitiada.
El joven sonrió a modo
de respuesta y mientras salía de su palanquín pensó que había que cambiar eso
de señor, tenía que pensar qué iba a ser a partir de ahora, si rey, emperador,
caudillo, lo que fuera.
Ante él estaba la
ciudad. La primera de muchas, la llave a aquellas tierras. Sin embargo una duda
había pesado sobre él todo el camino, ¿qué hacer con la ciudad? Debía
asediarla, eso seguro, pero, ¿qué hacer después? No sabía si tratar con el
respeto de un nuevo súbdito a aquella gente después de vencerla o si bien
arrasar la ciudad por haberse resistido. Lo primero podría hacer que otras
ciudades se rindieran sin presentar batalla sabiendo de su benevolencia; lo
segundo podría provocar la rendición de aquellos que se resistiesen sabiendo el
destino que les esperaba si continuaban. Ambas opciones funcionaban en su
mente, pero no conocía a quienes había sobre aquellos muros y detrás de ellos,
y bien pensado tampoco conocía a los hombres que le rodeaban, aquellos que
portaban sus armas. Estaba solo rodeado de sus hombres, enfrentado a una ciudad
llena de hombres solos rodeada también por sus hombres.
Esa idea le hizo tomar
una decisión. Se montó en un corcel blanco de gran tamaño y se puso su armadura
dorada. Desfiló ante las murallas seguido por sus estandartes, sus animales,
sus colores. En su mente pensó que el enemigo no se rendiría, sino que se
convencería. Después del miedo del asedio verían aquel esplendor y abrirían sus
puertas, convencidos de que era el mañana quien entraba por ellas.
Sin embargo una flecha
cruzó el aire y se clavó entre el dorado del yelmo y la coraza, haciendo que el
joven bajase la cabeza mientras el rojo de la sangre se calentaba sobre la
armadura y teñía al caballo.
Después de eso la
batalla duró cien años.
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