lunes, 19 de diciembre de 2016

Corazón en huelga

Que Sofía
y Carmencita
y yo
y el colectivo de los enamorados
estamos pensando si ponernos en huelga.
Nuestro grito es:
¡No es justo!
¡Y qué hago yo!
¡Ay, corazón!
Según a quién le preguntes.
Y las filas de la policía
que se encara a las masas
tienen el rostro de ex novias
de suegras, de gente mala
y de madrastras.
Y también hay una chica
muy guapa.
Empieza una lucha bestial
de enamorados con sus pancartas
sus pechos cosidos
y sus cabezas erradas.
Los Otros sonriendo
con puñales azules
y monedas lustradas
para corromper el alma.
Los enamorados huyen
en desbandada
heridos de muerte
sangrando el corazón
y sangrando el alma.

Aquí huele a que has pasado

Aquí huele a que has pasado
con un leve ondular
de la situación,
con un breve taconeo
sobre mi tensión.
Huele al perfume
de mis hormonas
(qué palabra más bonita
¿no la habrás dejado caer
de tu cartera?
hormona y
número de teléfono).
Has dejado tus huellas
en el asfalto
huellas sobre cemento seco
huellas que no seguiré
porque si ya haces tanto
no estando
imagínate la magia
del cuerpo presente
de labios de verdad
que se abren
(¡qué miedo!)
y que dicen
¿qué dicen?

Y una conversación

—Adelante, siéntate.
—Bueno, ¿por dónde empiezo?
—Tranquila, no entiendo cómo siempre estás tan nerviosa. ¿Quieres tomar algo?
—No, no, gracias. Estoy a dieta y no como nada más que una infusión de hierbas. Mire, aquí la traigo en el bolso.
—Tiene pinta de venenoso. Bueno, dime, ¿qué tal está?
—Esa respuesta es muy complicada; ya sabe, a veces está feliz, a veces está triste. Es como cualquier persona pero viviendo las emociones mucho más intensamente. Aunque yo la veo bien. Sí, está bien.
—Vaya, me alegro. Me alegro de que esté bien. ¿Dirías que es por algo en concreto?
—No parece alegrarse mucho, señorito. Pues quizá, es que su vida ha cambiado mucho. No sabría decirle.
—¿El diario sigue estando en la mesilla de noche?
—Sí, sí, eso sigue igual.
—¿Y qué se cuenta?
—Nada en especial. Al parecer ahora va al gimnasio…
—¿Ya no sale a correr?
—Creo que no, señorito. Salía a correr a la mañana o a la noche, y ahora se levanta muy temprano y llega a casa agotada. Entonces va al gimnasio por la tarde, y a esa hora no le gusta salir a correr porque las calles están llenas.
—Una pena que perdiese el campo libre al lado de casa.
—No crea, señorito, la casa de ahora es muy grande. Tres plantas tiene.
—¿Y piscina?
—Y piscina.
—¿Y solo nada en verano?
—Solo, pero más que nadar toma el sol.
—¿Y esta casa es la del ex marido, la que le dejó cuando se marchó?
—La misma, pero él no se fue, le sacaron con los pies por delante.
—Eso no me lo habías contado.
—Señorito, que le hablo metafóricamente.
—Menudo regalo se llevó. ¿Y qué más dice el diario?
—Ay, señorito, es que ya le dije, muchas cosas que dice no las entiendo, parece que estuvieran en clave.
—Siempre fue muy particular a la hora de hablar de su intimidad. Para la próxima vez te voy a encargar que fotografíes las hojas. ¿Hay dibujos?
—Hay dibujos. Unos muy bonitos y otros muy extraños, señorito, el otro día se me apareció uno en sueños, hasta sale usted.
—¿Salgo yo? Cuéntame eso.
—Sí, sí, salía varias veces, pero como sacado de una fotografía, se le veía más joven, así con esa barba que se traía antes.
—¡Esto sí que no me lo esperaba! ¿Y qué había escrito al lado?
—Esas frases fueron las que menos entendí.
—Empieza fotografiando esas páginas. ¿Y cómo le va económicamente, tiene trabajo?
—Ay, pues sí, pero ni falta le hace, que no dejan de pasar hombres trayendo regalos como si fuese un altar. Ahora está en una oficina de una empresa de publicidad o marquetín o como se llame.
—Qué bien, qué bien… ¿Y de amores?
—¡Ay, señorito! ¿Pero por qué se hace eso? A usted todavía le gusta esa mujer, igual aún la ama, ¿por qué torturarse así?
—Solo es que quiero saberlo todo.
—¿Pero no le parece enrevesado?
—¿No te parece enrevesado que te pague a ti para que me cuentes sobre ella?
—Ay, no sé, no sé…
—Venga, no te pongas así, no te pierdas. Mírame, ¿me ves decaído? ¿A que no? Pues no lo estés tú, mujer. Venga, dime, ¿hay alguien?
—Sí, señorito; algunas noches y fines de semana viene un hombre.
—¿Hombre o chaval?
—¿A qué se refiere?
—Descríbemelo.
—Es rubio, alto, tendrá unos veinticinco…
—¡Eso es bueno! No va a durar.
—¿Cómo lo sabe?
—Ella debe haber pasado por un mal trago y ahora cree que este pipiolo es la solución, ¡qué ingenua!
—¿Está seguro…?
—Segurísimo. ¿Y hay alguna otra cosa que veas preciso compartir?
—Pues verá, señorito, tengo la impresión… ¡Ay, no sé! Creo que ella sabe que la espío.
—¡Pues claro que lo sabe! Por eso deja el diario a mano y tiene charlas sobrexplicadas cuando andas cerca. Ella quiere que yo sepa de ella sin tener que mezclarme con su vida, es sencillo.
—Pero qué me dice, señorito. Ay, no, no, no. No quiero saber más de este asunto, no me gusta, es muy raro.
—Que sí, mujer, que no eres espía, solo intermediaria. Seguro que ella habla también con alguien cercano a mí.
—Esto es muy raro…
—¡Es divertido!
—¡Están locos!
—¡Unos locos divertidos!

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Efervescencia

No me parece bien que mi abuelo
pueda sacarse la dentadura
y meterla
en un vaso
de agua
efervescente.
Yo también quiero
sacarme los ojos
las orejas, las manos, la boca
y meterlas
en un barreño
de agua
efervescente.

martes, 13 de diciembre de 2016

Donde está la realidad

Yo le estaba contando a Nora que la realidad virtual ya existía, aunque con otro nombre y otras características. Ella desde luego negaba riendo, haciendo eso que hace de negar con los ojos cerrados mientras al final de su brazo extendido agarra fuerte el vaso de cerveza que está sobre la mesa. Dieron igual mis intentos, porque ella acabó por cambiar de tema sin darme la razón. La frase lapidaria de aquel momento la puso ella y es que al parecer el vivir como real algo que no lo era sucedía en la actualidad como algo puramente nuevo de cartel y precio alto y que antes no existía. Además hizo bien el cambio de tema: me preguntó qué opinaba sobre el hombre que en ese momento se acomodaba sobre un taburete en la barra. Yo de primeras le critiqué el abrigo verde porque era lo que más me gustaba. Entonces ella se acercó más a mí, poniendo las dos manos sobre el vaso de cerveza en el que empezaba a mover los dedos como si fuese un instrumento de viento. Sabía qué me iba a preguntar antes de que lo hiciese, lo sabía tan bien que apenas la escuché y me limité a mirarle los ojos y el leve el ondular de su pelo corto mientras hablaba. Terminó con un:
—¿Te importa?
Y yo le contesté con un movimiento exagerado de mi brazo, como el hombre que delante del telón anuncia la función:
—Adelante.
Me llevé el vaso de cerveza a los labios y lo tuve allí largo rato mientras bebía como beben los ratones. Mientras, miraba a Nora acercarse al hombre y gesticular como si hablaran, como si estuviesen hablando en off detrás del protagonista de la obra que yo acababa de presentar. Estuve pensando que el permiso que me había pedido Nora era doble, por un lado eran disculpas por mala compañera, que me dejaba ahora con un vaso de cerveza sin espuma, de un extraño color naranja, y su propia cerveza ahí delante, que ya nadie bebería o que sería bebida de un trago antes de calzarse el abrigo y marcharse. Las otras disculpas acababan por tener relación con las primeras. Si bien ella se planteaba acercarse al hombre y si bien yo me resignaba a aceptarlo sin la más mínima molestia era porque nunca le fue bien en lo sentimental, y si ella pensaba que además de la falta de educación aquello podría molestarme por algo más era porque, bueno, entre Nora y yo en su momento hubo algo.
Presencié cómo ella acababa por sentarse en un taburete contiguo al del señor del abrigo verde y entonces me distraje. Estuve pensando acerca de la conversación anterior y llegué a la conclusión de que no se podía llamar realidad virtual, sin duda aquello llevaría a la gente a pequeños establos de su mente en los que no hay libertad de ideas, además de que sobraba lo de virtual y en definitiva nada estaba centrado. Así que, mientras el señor del abrigo verde y Nora se levantaban y ella se acercaba para despedirse lo más rápido posible, yo llegué a la conclusión de que habría que llamarlo falsa realidad, en vez de realidad virtual. Al final, mientras me ponía el abrigo con la vaguedad del no saber qué hacer después y la mujer de detrás de la barra me miraba con curiosidad, presencié cómo al final el vaso de cerveza de Nora se había quedado sin terminar.
En la calle el viento empezaba a cortar frío, así que me icé el cuello del abrigo, divirtiéndome con mi reflejo en los escaparates de las tiendas ya cerradas, y me puse a pensar en Nora. Pobre Nora, ella siempre se había subido a todos los barcos que la vida le había ofrecido, había luchado por ser feliz y sin embargo una desdicha palpable, como una maldición familiar, le había alcanzado siempre, le había hundido esos barcos, por seguir la metáfora. Ahora se iría con el hombre del abrigo verde, tomarían la última copa, tal vez en su casa, y ella le enseñaría su torso de pechos pequeños. Él disfrutaría, por supuesto, pero aquello en lo que Nora sin querer invertiría esperanzas de futuro acabaría como siempre en una quiebra sentimental. Pobre Nora, pensé, ojalá por una vez le vayan bien las cosas.
Y para sorpresa de muchos así fue. Nora, después de una eternidad, formalizó una relación, habiendo sido la nuestra lo último más parecido. Todo marchaba bien, o igual no, pero las cosas no funcionaban mal. Yo me involucré aún más en mi trabajo y ella fue construyendo una torre de arena y cemento con aquel hombre cuyo nombre siempre conseguí olvidar. Como era previsible Nora y yo fuimos viéndonos menos y siempre conseguí desembarazarme de los planes en los que estaba él, planes que por lo demás eran cada vez más tranquilos, más sosegados, menos Nora, más sobremesa y después siesta de pura modorra. Sin embargo, el día en que por formalidad Nora me hizo saber que se habían comprometido, nada más colgar el teléfono, descubrí una increíble cantidad de rabia en mi interior, una ira de labios apretados, el odio hacia aquel hombre que ya no tenía un abrigo verde en mi imaginación, sino un abrigo cubierto de llamas del que no lograba librarse y con el que corría a cámara lenta en un mundo en tinieblas, abriendo exageradamente la boca en gritos que no se oían. Pero soy un hombre tranquilo y con gran capacidad de sosiego, por lo que me senté en el sillón apretando fuerte los puños y bebiendo mucha agua, y llegué a la conclusión de que lo que pasaba es que tenía envidia. Llegado a ese punto no quise saber si tenía envidia del lugar que ocupaba él o de que la estuviese perdiendo a ella, pero no importó, fui consciente en ese momento, sentado en aquel sillón, de que no importaba.
Dos semanas antes del viaje de novios, de las firmas en los papeles oficiales, del decir un te quiero susurrado en el oído después del beso en el altar, dos semanas antes de todo eso yo no tenía el traje comprado, ni el regalo pensado ni la menor intención de ir. Dos semanas antes del banquete, el alcohol y la música hortera, le abrí la puerta a una Nora destrozada con las mejillas negras del maquillaje corrido. Lloró en mi mismo sillón, sobre mí, lloró durante horas y fui consciente de que estaba vacía de toda voluntad, de que yo podría manejarla como quisiera. Sin embargo no era la primera vez, ni sería la última, que sentía que podía hacer con ella lo que fuera, pero no con su cuerpo, sino con su vida.
Si desafortunado en el juego, afortunado en el amor, cabe esperar que también sea al revés. Igual que yo me había centrado en mi trabajo cuando quería huir de pensar en Nora, ella, perdida en las calles y en los departamentos vacíos, con un ligero impulso mío entró en el mundo de las finanzas. Al principio le costó, pero enseguida fue triunfando y a medida que lo hacía sus ropas se volvieron más grises y sus joyas más delgadas. En una ocasión, en una fiesta que celebraba en su nuevo apartamento y a la que había invitado a toda una fauna de hienas que saben cantar, me sentí completamente perdido, como cuando de niño pierdes a tus padres entre una multitud y no dejas de mirar a cada lado viendo a gente que se mueve a toda velocidad y que no reparan en ti y que parecen constituir un mar en el que te vas ahogando. Me terminé una copa, de champagne, cómo no, y luego otra, pero entonces me sentí mareado en vez de tranquilo. Así fui a buscar a Nora, que se encontraba riéndose de una forma ensayada que de mirarla con detenimiento comprenderías que lleva contados los segundos en el echarse hacia atrás, el llevarse la mano al abdomen, el enseñar los dientes blancos, muy blancos, y el reír casi sin sonido, dejando en ridículo a todos los pasos previos. Logré sacarla de allí, de llevarla a un cuarto y transmitirle sin palabras que no soportaba aquel circo de actos lentos. Ella sonrió y dijo algo. Con su nuevo lenguaje me transmitió una aparente calma constituida de promesas, pero cuando salió ella del cuarto y yo me quedé allí, se deshizo aquella sensación, saboreé una ceniza de la densidad de la arena y volví a ser consciente de que estaba perdiendo a Nora y que se estaba perdiendo ella misma. Entonces volvieron también esos pensamientos que se mueven despacio como los dedos por un rosario y ahí sí me calmé.
Nora perdió el trabajo. Volvió a mí, llorando de nuevo en un sofá y una cama que la conocían. Encontró su jabón en mi baño y yo la mimé con las mismas palabras con las que se calma a un niño que se ha hecho daño. Cuando me cansó su presencia ella ya no estaba, tuvo entonces una vida agitada en la que recorrió distintas profesiones, formas de vida e incluso en la que empezó una relación con una mujer de pelo rojo que duró hasta el momento mismo en que formalizaron aquello y Nora, como el picor de una alergia, empezó a aborrecer el color rojo.
Y una vez más se abrió la puerta y la luz del descansillo me mostró una Nora con los brazos caídos y la sensación de vacío y desamparo que muestran los ositos de peluche. Parecía loca, me hablaba de disparates como si fuesen sueños de siempre, decía de irse a paisajes desérticos a ayudar a tribus que realmente desconocía si existían. Terminé por pararla intentando salir de casa, lloraba y me golpeaba el pecho, decía que quería hacerse miliciana.
Sus golpes fueron menguando y acabó agarrada de mi jersey, llorando y moqueando con la cara directamente sobre mí, llorando, si es que es posible, en un susurro violento.
—¿Por qué?
—Pobre Nora, ¿no te lo había dicho ya? La realidad virtual, la falsa realidad…
Ella levantó la vista y al mirar sobre mi hombro vio a la camarera mirándonos desde más allá de la barra. Entonces me miró a mí con los ojos muy abiertos, con esa mirada que se guarda para cuando te encuentras con el diablo.
—¿Qué es esto? ¿Qué has hecho?
—Uno puede moldear la realidad según quiera, según cómo la imagine y la escriba. Puede manejar su vida o puede manejar otras vidas.
Nora no sabía qué hacer, qué pensar, parecía encontrarse al borde del colapso.
Mientras tanto un hombre con un abrigo verde salía del local.

domingo, 11 de diciembre de 2016

Catálogo

Le pedí el otro día que me dijese algo bonito y me mostró su catálogo de palabras. Pero yo no quería elegir qué me dijese, quería que fuese sorpresa y sin embargo ignoró mis súplicas con las palabras perfectas para ignorar mis súplicas. Entonces intenté decirle yo algo hermoso para provocarle a contestarme con algo igualmente bello, y nada más terminé estalló en una carcajada mientras me volvía a ofrecer el catálogo. Llorando de rabia se lo leí todo, pensando que no había en el mundo nada más bello que lo que salía de mis labios, que lo que había en aquel catálogo. Y aun así, cuando hube terminado, me miró sonriendo aún y me preguntó cómo esperaba que le sorprendiesen las palabras que de tanto usarse se habían vaciado, se habían secado. Me dijo que las verdaderas palabras aún se están por crear y que no se puede impresionar a alguien repitiéndole lo que esa persona ya dijo.

sábado, 10 de diciembre de 2016

No le importe a nadie

Desde luego esto es el inicio de una historia pero no lo parece. Aquí no hay nada, ni decorado ni personajes. Y eso no es lo peor, porque podría encargarme yo en solitario y sin un escenario definido de recrear una historia, lo peor es que aquí tampoco hay guión ni idea si quiera, aquí solo hay unas ganas de escribir que tampoco son desaforadas pero que gimen por salir adelante.

No me gusta escribir situándome en el presente, puede que lo sepa quien me haya leído y quien no lo sepa o no me haya leído ahora lo sabe. Sin embargo tampoco me muevo demasiado hacia atrás, abandono ordenadores y teléfonos móviles, pero sigue habiendo aviones y coches, aunque a mis personajes no les suele importar meter las manos en los bolsillos del abrigo y echar a andar por la ciudad. Me gusta escribir en un tiempo sin tiempo, en un tiempo en el que nada se echa en falta y donde todo lo que entra es bien recibido sin que a quien lo lee le importe realmente si el hombre de traje y la mujer de labios rojos están bebiendo y qué están bebiendo. Sin que importe que lo que sea que estén bebiendo se lo ha servido un camarero de frac blanco que hoy no se ha puesto los guantes porque hacen que le suden las manos. Sin que de cualquier forma le pueda importar a quien lea esto que el camarero, que mira nervioso a la mujer de los labios rojos y tiene el pelo demasiado corto, lleva días, igual ya semanas, obsesionado con una idea que le apareció de pronto pero de seguro no es suya y es rodar una película pornográfica (porno, de aquí en adelante). De hecho no es ni película, que a eso no le ve sentido, sería más bien vídeo, vídeo largo en todo caso. Sin embargo sonríe para adentro convencido de que lo que ruede será distinto y con carácter de triunfo y aire fresco que atraerá sin duda la atención incluso de quienes no estén aficionados a este mundo pues planea mezclar el elemento obvio del porno con la calidad del cine. Y es que mientras sigue mirando a la mujer de los labios rojos y le siguen sudando las manos como si las tuviese mojadas aunque no lleve puestos los guantes, el camarero no entiende cómo la insinuación de un desnudo en el cine puede ser mucho más excitante, o al menos intensa, que todo un despliegue de intimidades en la industria. Y ahí quiere llegar; quiere ponerle la luz, la cámara y el guión de una película de bien a una película (vídeo largo) de mal. El pobre no sabe que estas ideas que le asaltan ya fueron ensayadas en los años ochenta y que, como se puede ver, no triunfaron demasiado. Demasiados públicos de esta industria, demasiada cantidad, demasiado poco público específico de algo que ni es pornografía ni es cine. Aunque claro, quizá no lo hay porque no se intenta, y es aquí cuando el muchacho se vuelve a animar, quizá… pero el señor de traje le llama y él va, entonces el hombre pide algo y la mujer de los labios rojos dice que lo mismo pero claro, de seguro que a quien lea esto no le importa para nada todo este asunto.

No habrá sorpresas

Mañana vendrás por la senda que hoy pude cerrar. Me querrás recomendar un libro recién empezado que descansa ya en la estantería de lo que fue leído y no se volverá a leer. Irás leyendo los poemas y escuchando las canciones que ya pertenecen al pasado. Todo lo que creas novedad habrá sido descubierto y redescubierto mucho antes. Y no has de temer que conozca todos los conocimientos que tú aún no, has de temer que conozca tus pasos y el camino que vas a tomar.

viernes, 2 de diciembre de 2016

Un instante

Me como a la gente. Me la como y no dejo nada. Si acaso dejo un pequeño hueso de la muñeca, uno que sea fino, para que quien lo encuentre maldiga a quienes comen pollo y luego dejan los restos por ahí y no los tiran a la basura.
No sonrías tanto, que se te van a acabar por ver los dientes en esta oscuridad. Y como nos vean ya sabes lo que viene, otra vez esas cadenas de la cotidianidad. Si bien es cierto que no podemos estar aquí siempre, vamos a terminar por morirnos de hambre, o de aburrimiento, que es peor. Porque igual que no podemos sonreír no podemos hablar. Y aunque hablásemos, ¿qué íbamos a decir? Llegará un momento en el que nos sorprenderemos hablando lo hablado, reafirmándonos en las palabras conocidas, y de las palabras brotarán también el aburrimiento y el hambre de algo nuevo. Solo nos tocará salir, y ahí sí, en ese breve instante en que empiecen a correr, en que empiecen a saltar, gritar e intentar apresarnos, ahí será el momento donde nos sentiremos realmente libres, porque podremos reír y viendo aquello tendremos algo nuevo de qué hablar justo antes de que nos tapen la boca y nos agarren los brazos. Y bueno, luego tocará vivir del recuerdo de un instante.

martes, 29 de noviembre de 2016

No puede salir de la bañera

Cada noche dudo. Me paro ante la puerta y vuelvo a rehacer el camino del pasillo. Tengo los dedos destrozados después de que se acabaran las uñas. El cuarto de baño se encuentra dentro de la habitación grande. Hay otro cuarto de baño en el pasillo, pero ese no tiene importancia, dentro de ese no hay nadie. Al final siempre llamo a la puerta, muy flojo, y me arrepiento porque no sé si la falta de respuesta viene de que no me ha oído o de que no quiere contestar. Acabo abriendo despacio, con el corazón agotado.
La luz es blanca y junto con los azulejos da la sensación de que el suelo debe ser muy frío. Pero a ella no le debe importar, ella está en la bañera. Me da apuro mirarla, y eso que está tapada. Está tapada con la cortina del baño, ya que no quiso la ropa y las toallas que le ofrecí.
No quiere salir de la bañera, o igual no puede, la verdad es que no lo sé, porque no me habla. Me siento tan raro estando junto a ella, sin que me mire, sin que me hable. Le pido por favor que me diga qué puedo hacer por ella, y como no dice nada solo le traigo comida que come poco y distracciones que no toca, así que la acabo dejando sola, cerrando suavemente la puerta, porque eso sí lo noto, que quiere estar sola.

Pero, ¿qué es eso? Llaman a la puerta y no espero a nadie. Voy despacio a abrir, asustado como solo se está cuando sabes que quien llama es el mal presentimiento. Abro la puerta y allí hay una chica joven a la que por supuesto conozco pero que no me hace sentir nada más que el alivio de que no fuese peor. Sin embargo, una vez me hago a un lado y ella entra deprisa, sin hablar, pienso que en realidad sí es horrible que ella esté allí. La mala posibilidad en la que había pensado no podría ser peor que ella, o bueno, sí podría, pero su presencia también es terrible. Pero, ¿cómo la echo? ¿Cómo hago ahora para que se vaya? No me sale hacer esas cosas, por favor, ni siquiera sé qué hacer con la chica que está en mi bañera.
Le ofrezco una copa para justificar que yo quiero beber y ella acepta. Por fuera estoy serio pero con aspecto normal, por dentro no dejo de gritar aterrado. Nos sentamos en el sofá y ella empieza hablar sin parar como un río que ha roto la presa. Yo la miro asintiendo de vez en cuando pero sin captar más que palabras sueltas. Al parecer ha tenido problemas y por eso está ahora aquí, pero es que por muy grandes que puedan ser sus problemas me parecen una nimiedad. «Cállate —es lo único que pienso—, cállate.»
Me termino la copa y en lo que me vuelvo a acomodar después de servirme otra ella se lanza a besarme agarrándome la cara. Y ya es que me da igual todo igual, no sé si es que me olvido de la mujer de la bañera por aquello de que es silenciosa o que como las cebras cuando las hieren mi mente se queda en blanco y ya no sufro, ya no pienso.
Así pues me dejo besar y me dejo levantar. No me importa que se me quite la ropa, siempre he sido pro-nudismo, y ella ya se desnuda sola. Pero nos desnudamos mal, a trozos, como cuando una fiera te desgarra las ropas y te deja malvestido. Sin embargo recorremos el pasillo y mi mente vuelve a la vida cuando entramos en el cuarto, en el cuarto en el que está el baño en el que está la bañera en la que está ella.
La aparto de un empujón que la hace caer sobre la cama.
—¡No!
—¡No me rechaces! —dice arrastrándose por la cama y agarrándome de los pantalones.
Entonces se abre la puerta y la veo mirarme. Viene sin cortina del baño, sin ropas ni toallas. Suena un trueno en mi interior y noto cómo los órganos se me caen hasta dentro de las piernas. Solo quiero llorar, y encima está ésta que no deja de ensuciarme el ánimo y las ropas. Y pasa todo muy deprisa, la entrometida me grita y huye. Ella sigue de pie junto a la puerta del baño. Yo me desmorono, caigo de cuclillas y empiezo a llorar mucho, sintiéndome tonto, sin poder parar, llorando como un niño. Y el tiempo se va parando porque ella camina despacio, se agacha y me da un abrazo. Yo ya no lloro, moqueo, y paso los brazos por su espalda abrazándola también.
—¿Por qué? —no puedo evitar preguntar.
—Porque no pasó nada.

lunes, 28 de noviembre de 2016

En un lugar sin mapa

Es un lugar sin mapa. Las colinas, que siempre se encuentran en la lejanía, parecen tener las cumbres azules. Las brasas de la hoguera llevan vivas desde hace tanto tiempo que en el caso de que el grupo se marchase habrían de pasar meses antes de que un ocasional viajero  comprendiera que aquel campamento había sido abandonado.
Má, inclinada sobre el fuego, está terminando la comida y espanta con su cazo de madera a insectos y hambrientos. A estas alturas ya no se sabe si su nombre viene de Madre, Mamá o Matriarca, pero por su carácter y la propensión general a obedecerla me inclinaría a pensar en esta última. Tiene un enorme trasero y ella es la primera en sumarse a las bromas sobre él, diciendo que mientras el resto tira con sus fusiles ella puede hacer lo propio después de comer potaje. Se le vuelve a acercar un hombre, que más que hombre es chico, a preguntarle por la comida.
—¡Y otra! ¡Que cuando esté lista se sabrá!
Entonces el chico, de nombre Juan, se empieza a acercar a Elelaida, que cose un uniforme o una bandera, lo mismo da pues las ropas y las causas a esas alturas están igual de sucias. Ella le mira y le sonríe, y él sonríe también, pero acierta a ver por el rabillo del ojo a don Segundo que se acerca, así que finge recoger unas mantas y las lleva al otro lado del campamento. Al hacerlo pasa junto a la pared de piedra desnuda donde se apoyan las armas y donde se apoya también Rafael, el gitano. En realidad no es gitano, con lo que se ha movido su sangre más bien es una persona sin raza, como los chuchos. Sin embargo es una persona silenciosa y no responde cuando se le dice gitano. De hecho más que silencioso es que no habla, solo dispara y lo hace bien. Pero sí sé de una situación en la que ya no habla, sino grita: cuando el grupo por algún motivo ha acabado en una población y alguna mujer se ha llevado a Rafael a la cama por el sentimiento de estar haciendo lo incorrecto que se encuentra junto al deseo. Cuando ella está tumbada y contempla cómo él se va desnudando, Rafael se quita la camisa y con los brazos abiertos le grita al techo como si fuese el cielo y donde se esconde algún dios «¡Soy un gitano!»
El olor a comida atrae a Elodio, el perro, que viene perseguido por Pablo, el niño. Elodio es el perro de Cazo, y ambos vienen de una tierra donde los animales tienen nombre y a las personas se les llama como a las cosas. Pablo no es hijo de nadie, a la vuelta de un asalto de pronto estaba en el campamento y nadie dijo haberlo traído. Ante la idea de que quizá había nacido de la tierra, Má sentenció:
—Hasta Jesús tenía padres.
Y ahora Pablo corre por entre las balas y el polvo sin que nadie le mire y buscando sobre todo la compañía del perro, Elodio, el cual prefiere estar con los adultos, tal vez por aquello que solía hacer Pablo de atar hilo alrededor de un trozo de carne y hacérselo comer para después tirar de éste sacándole la carne de las tripas.
Durante la comida el perro se va a sentar junto a su dueño, Cazo, al cual le dan menos comida porque dicen de él que es un cobarde, aunque no ha tenido aún la ocasión de demostrarlo. También dicen de él que es un pordiosero, a lo que siempre protesta amenazando con puños que nunca vuelan y diciendo que los agujeros de la ropa tienen su origen en los sables enemigos. Pero la verdad es que ha sido mendigo toda su vida y nunca ha vivido mejor que en los tiempos de guerra.
La comida termina y la mayoría de los hombres se retiran a tumbarse. Es a las mujeres a las que les toca lavar los platos de barro, sin embargo Juan se agacha junto a Elelaida y lava con ella. Don Segundo no les quita un ojo de encima, el otro está cerrado, y al final acaba por dormirse. Cuando la tarde se vuelve losa y ya todos están echados, Juan y Elelaida se escabullen hasta una zona de zarzas espesas donde consideran que el Sol les hace daño en los ojos y deciden usar la falda como tienda de campaña. Rafael, que tiene el sombrero puesto sobre el rostro, les ha visto marcharse a través del agujero que tiene en la copa. Solo Cazo y él lo saben, pero no dicen nada. Una vez Cazo les siguió y Rafael acabó por ponerle un cuchillo en el cuello para pedirle por favor que no dijese nada.
Cuando ya vuelven los jóvenes a Elodio, perro tranquilo, le da por ladrar y de la nada salta don Segundo sobre Juan.
—¿Qué haces tú con mi hija, mal parido?
—¡Nada, le juro que mis intenciones son buenas!
—¡Serás hijo de la gran puta!
Y don Segundo alza su arma y le golpea dos veces con la culata en la cara. Juan ya sangra y se ahoga y llora. Y es en ese justo momento cuando suena un relincho y todos se callan. Varios hombres, Rafael el primero, cogen sus armas y se suben a lo más alto. Cazo desaparece.
—¡Es Alberto! —grita algún hombre.
—¿Alberto? —pregunta Má.
—¡Es el jodido Alberto en persona!
Y una euforia recorre el campamento con gritos, salvas y sombreros al aire. Pablo agarra por el cuello a Elodio, que empieza a temblar, y le cuenta:
—¡Alberto Peñagrande! Es el más grande de todos, el terror de Su Majestad. Cogió él solo a un destacamento y los mató a todos. Ay, Elodio, si está aquí él quiere decir que vamos a combatir y vamos a ganar.
Y cuando Alberto Peñagrande, más bajo que en las fotos, desmonta y se presenta, todos hacen cola y le saludan como se saluda a un obispo de la guerra. Pero nada más hacerlo don Segundo, se da la vuelta y vuelve derechito a por Pablo, que aterrorizado se arrastra hacia atrás, hasta dar con la pared donde se apoyan los fusiles y con ello hace saltar la duda y el miedo de tal forma que don Segundo para y le apunta, Rafael desenfunda y apunta a don Segundo, Má alza su cucharón de madera, Elodio huye entre gemidos seguido por Cazo y Alberto con voz de torrente exige saber qué está pasando, que las tropas revolucionarias no se comportan como locos.
Má toma la palabra:
—Que ese está liado con la novia del señor.
—¿Y qué hay de malo?
—¡Que es mi hija!
Y entonces habla Rafael:
—Soluciónenlo bebiendo.
Y así hacen. Se sientan con todos alrededor, todos menos Cazo que sigue perdido buscando al perro. El líquido que beben, como Pablo, no se sabe de dónde ha salido. Al final pierde don Segundo, rabioso porque aquel no es su campo, y culmina diciendo:
—Vale, pero esta noche te toca a ti la guardia.
Y hay risas, y hay bailes, pero Juan no puede ni acercarse a Elelaida, ya que su padre se la lleva a dormir bajo su manta. Má en un descuido se lleva a Alberto aparte y con un tono desconocido le pregunta que cómo van las cosas y cómo es que está allí. El héroe Peñagrande le contesta con sinceridad:
—Todo está perdido, señora, son imparables. Todo está perdido.
Y al final solo quedan las ascuas de la hoguera que nunca muere y Juan pensando feliz, haciendo guardia apoyado en su fusil. Le quema el rostro por los agarrones del suegro pero se va diciendo:
—Mañana no, ni al otro. Pero uno de estos días me planto ante don Segundo y le digo que quiero dar un paseo con Elelaida. No va a poder decir que no. Todo va a ir rodado, sí, rodado.
Y entonces, por el alcohol, por el dolor, por la felicidad, cierra los ojos y se dice que no se va a dormir. Se imagina que es sargento de brigada y cada poco para y grita «¡Estoy despierto!», y así con sus hombres se interna en un poblado y estos desaparecen y el poblado también y lo envuelve como una niebla púrpura y ahí, dormido, el sargento sigue gritando que está despierto.
Me imagino que Cazo se sentirá perdido cuando encuentre al perro y vuelva al campamento mañana. Esta noche los casacas verdes, tropas de élite del ejército Su Majestad, degollarán al vigía dormido y cumplirán su principio de igualdad de matarlos a todos: hombres, mujeres y niños.

Las ratas

Esas ratas que se mueven
y buscan mi honra escondida
para morderla y hacer saltar
su sangre por las paredes.
Esas ratas que luego ríen
y su risa brota de conductos y alcantarillas
risa que se cuela en el sueño
y se filtra en forma de llanto.
Y un dios mudo.
Y una vaca seca.
Y unos lacrimales sin crecidas estivales,
tan solo ríos regulares.
Y una muerte también,
triste y sola en un rincón
con murmullo y grito que no se oye.
Pero no os equivoquéis:
no es mi sueño ni mi llanto
ni míos los gritos y salmos,
no,
no son míos,
son de las ratas.

El olmo

Yendo corriendo a clase
me tuve que parar de pronto
pues en mitad del pasillo
había crecido un olmo.

—Los olmos no dan mandarinas—
dije yo desafiante.
—Pues toma naranjas ricas—
y me tendió una brillante.

—Los árboles ni hablan ni mueven
sus hojas si el viento no sopla—.
—Es que soy una bailarina florida
que baila contenta tu copla—.

—Los árboles ni gritan ni lloran,
no gimotean diciendo «me muero»—.
—Pues, te lo suplico
deja ese hacha en el suelo—.

domingo, 27 de noviembre de 2016

La bebé

Fue el primer bebé que nació con conciencia plena. El parto no supuso el trauma que debería porque aún no tenía con qué comparar lo horrible, pero cuando el médico fue a darle un azote para que llorase, ella se le adelantó llorando de puro pánico. Una vez agarrada al seno materno miró a los presentes con miedo hasta que la madre, con esa extraña conexión, les pidió a todos que salieran. Ella bebió, lloró y finalmente se durmió, agotada como no llegaría a estarlo el resto de su vida. Los médicos auguraron algo extraño al ver que tenía los ojos abiertos, fijos en las cosas y con el ceño fruncido. Al final le hicieron pruebas con objetos de colores, con líneas en un papel y hasta con un laberinto que no pudo resolver por no poder sujetar bien el lápiz.
Aquel bebé, aquella niña de mofletes gordos y rosados, se hizo famosa mundialmente, y cuando la quisieron separar de su madre se encargó de hacerse la tonta hasta que la devolvieron a sus brazos. Tardó algún tiempo en comprender quién y qué era su padre, porque nació con conciencia pero sin conocimientos, sin embargo al final terminó por hacer de sus padres un escudo contra el mundo.
Empezó a hablar a los tres meses, y a andar a los cuatro, y pese a haberles robado a sus padres el llanto de un bebé, a cambio se siguió cagando en los pañales para que la pudiesen limpiar.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Andar perdido

Perderse en un mapa para justificar que uno anda perdido. ¿Y cómo nos encontraremos, vida mía? Si no sabemos qué hemos perdido. Sabemos que algo ya no está, podemos sentirlo, pero no sabemos bien el qué ni cómo recuperarlo. Vemos a la gente como nosotros caminar por hacer algo y nos dan lástima, una lástima sincera. Y por eso mismo evitamos mirarnos al espejo muy de cerca, casi cayéndonos sobre nosotros mismos, por no tener que hurgar en las arrugas buscando una pista de lo que se ha ido. ¿O nos lo han quitado, vida mía? Uno debe decidir si vive solo o en comunidad antes de intentar entender algo, pero, ¿y si tan poco sabemos eso? ¿Y si ahí también andamos perdidos? Porque en todos los pechos se pueden encontrar túneles, y recorrerlos es tan cansado, vida mía, y tan peligroso. Imagino que hace falta una conclusión, que te la de yo o que me la des tú, pero aquí el que no anda perdido no sé dónde anda.

jueves, 24 de noviembre de 2016

Felicidad

Se puede ser así
se puede ser feliz
no siéndolo.
Vivir encerrado
como un farolillo
en tu callejón
detrás de la casa donde se esconden los cables.
Un puño de felicidad
un corazón rebosante
en un cuerpo malo.
Pero ser feliz
no siéndolo, pero
siéndolo.
Sonriendo a la confusión del mundo
queriendo a la perdida
siendo
en un rostro apagado
unos ojos encendidos.

Cancerbero

Tres cabezas tenía el perro
y le llamaban cancerbero
comía pan con tortas
y le gustaba mirar
el fuego.
Una cabeza tocaba la flauta
otra llevaba sombrero
por la mañana cazaba mariposas
y por la noche guardaba el Infierno.
¡Pobre tercera cabeza!
¡Qué sola te ha dejado el resto!
Arrastrándose la pobre
allá donde va el cuerpo.
Pobre tercera cabeza
que no quiere ser cancerbero,
la cabeza que sonríe
solo quiere ser un perro.

martes, 22 de noviembre de 2016

Correspondencia

Rivas Vaciamadrid, a 16 de noviembre.

Querido Antón:
Antes de nada decirte que si el papel tiene ese olor entre dulce y amargo propio de las mandarinas es porque me acabo de comer una. Ya sabes lo que me gustan en esta época del año; ir por el mercadillo, preguntar cómo están, que me digan que pruebe una y entre gajo y gajo ir viendo los puestos de aceitunas mientras las gitanas me llaman niña. ¡Me acabo de dar cuenta! Ay, lo siento, no era una burla… Lo que me pude reír cuando me preguntaste compungido si había notado que tus manos olían a salmón, ¡en nuestra primera cita!
Pero creo que ya es hora de comentarte el porqué te escribo ahora, y lo voy a hacer rápido porque sabes lo que me gusta escribir y cómo me gusta recordar el pasado. Debo de ser la única persona que recuerda la alegría sin el menor rastro de añoranza. Me tendrías que estar viendo, arrugo la nariz con esa mueca en los labios mientras pienso que no fuimos sino idiotas por terminar con algo tan bonito por tan poca cosa. Estuve muy a gusto contigo, eso lo sabes, ¿no? Y te quise tanto… bueno, y aún te quiero, ya te expliqué que yo siempre querré a quienes he querido si no me han hecho daño, querer con ese cariño tranquilo de perro dormido en el regazo.
Pero bueno, voy a saltar de una vez al rin (se dice así, ¿no? No te quejes de que no sepa la palabra que ya me tragué muchas de esas bestialidades solo por ver cómo te brillaban los ojos). Necesito dinero, necesito que pagues la mitad. ¿Te acuerdas de cuando habíamos roto, nos insultamos, nos volvimos a besar y dijimos que una última vez? Qué insensatos fuimos, Antón, que tontos e insensatos fuimos, y ahora… Me dirás, lo sé, que vaya por la pública, pero eso es estar tiempo en cama y tiempo de preparación y ni tengo ya tiempo (tenemos, ¿eh?) ni quiero que se sepa. En la privada es un día y llegas a casa como una rosa, eso me dijo mi amiga Irene, ¿la recuerda, señora Pasternak? A Irene, digo, una vez la llevé a su casa para una noche que pasamos jugando a juegos de mesa con Antón y unos amigos suyos y usted ahí, en el quicio de la puerta, como si no se la viera, ¡que es difícil no verla, señora!
Pues eso, entrometida, que Antón y yo hemos vuelto y algo que tengo muy claro es que usted no vuelve a joder nada, ¿cómo va a hacer ahora? Se habrá fijado que esta vez he puesto UN PUTO SELLO DE LACRE marcado con un sello personalizado. Dígame cómo el pegamento era malo y la solapa del sobre se abrió cuando ha rajado el lacre o cómo el cartero nunca entregó la carta cuando, compruébelo, no hay sello porque he dejado en persona la carta en su buzón. Esta vez no estoy loca y tengo pruebas de todo y su hijo va a ver por fin que su mamita es un ser de lo más repugnante.

Con cariño, Alice.

PD: Abrir correspondencia ajena es un delito tipificado en el Código Penal.




Guadarrama, a 20 de noviembre.

Queridísima Alice:
Qué ilusión me hizo volver a recibir una carta tuya como las de antes. Fue como un besito cálido en todo el pecho. Sin embargo no te vas a creer lo que pasó: mamá me dijo que durante un par de minutos llovió fortísimo y el agua se debió colar en el buzón y ay, ¡qué desperdicio! Se notaba que hasta habías usado lacre, qué rabia me da.
¿Sería tanto pedir que me resumieses tus palabras? Porfa, porfa, porfa.

Con muchísimo cariño: tu osezno.

Disco duro

Me explicaron
que el disco duro
va yendo lento
por tener un poco aquí
y un poco allá
y que hay que hacer tralará.
Sé cómo se siente el ordenador
yo también estoy
disperso.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Niña de trenza negra

Él dice:
—Alejandra, ven.
Y Alejandra va. Deja lo que esté haciendo y corre a verle, porque has tenido que crecer junto a él para saber que sus tonos imperativos no son órdenes sino la frase final de toda una larga serie de pensamientos. Entonces ella entra en la cocina, iluminada por una bombilla pelada que a ambos les gusta así, colgando del cable, porque hace más fácil ver sus hierritos de dentro y a los insectos dándole vueltas, y se sienta dándole la espalda. Él entonces le recoge el pelo y usa los dedos largos-largos como peine. Luego divide toda esa masa negra en tres y empieza a hacer una larga trenza, que le empieza ahora a salir decente, después de una cifra nonagenaria de veces. Ella, porque él no le ve, sonríe y pregunta:
—Papá, repíteme por qué.
—Porque tu bisabuela la llevaba.
La niña finge una cara de asombro.
—¿La conociste?
—Ya sabes la respuesta.
—Dime.
—No.
—¿Y la has visto en fotos?
—Puede que hace mucho, no recuerdo… no.
—¿Entonces cómo sabes que tenía una larga trenza negra?
—Porque me lo decía tu mamá, y antes aún me lo dijo tu abuela.
—¿Conociste a la abuela?
—Sí.
—¿Cómo era?
—Conmigo muy buena; con el mundo un brazo de hierro, una férrea tradición y un amor incondicional por su familia.
—¿Y conociste a mamá?
—No, tú saliste del aire.
—¿Cómo era?
—Ya lo sabes.
—¿Cómo era?
—Como tú.
—¿Qué crees que pensaría de mí?
—Que te gusta jugar con tu padre y que eres maravillosa.
—¿Lo dices enserio?
Se muerde el labio.
—Claro que sí, pequeña diabla.
Entonces él la levanta y le da un azote cariñoso. Ella vuelve corriendo a su cuarto seguida de una imponente trenza negra. Él mira la bombilla, a la nevera, y termina mirándose las manos, donde han quedado algunos pelos de ella que lentamente van desapareciendo como se retuerce un folio que arde.
—¿Alejandra? —grita.
—¿Sí, papá?
Él se levanta, sin dejar de mirarse las manos, y recorre el pasillo llegando al cuarto de su hija.
—Alejandra.
—¿Sí? —ella no deja de jugar con dos muñecas, dejándole su perfil al padre.
—Tú no conociste a mamá.
—No.
—¿Por qué?
—Porque no quisisteis estar juntos.
Una de las muñecas se sigue moviendo pero ya no hay mano que la sujete.
—¿Cuándo?
—Antes de que yo naciera.
—Porque nunca llegaste a nacer…
—No.
Y ya solo quedan el sonido de una nevera o de un insecto golpeándose contra una bombilla.

viernes, 18 de noviembre de 2016

La bruja

A la víspera de la fecha acabo despertando yo a los gallos. La luz amarilla lo ilumina todo, y después sale el Sol. La bruja que recorre los sueños aparece entonces a la altura de mi ventana y me hace un hueco en su escoba. Ésta es muy joven y guapa, y hace tiempo que viste como las personas (no tanto) normales. Le gusta hablarme de gente que se parece a mí y yo ahí no puedo corresponderla, no conozco a nadie, así que le hablo de dónde la he visto reflejada y ella y ríe y da vueltas por el cielo. Es una bruja y hace magia, pero no sé hasta dónde llega la magia y hasta dónde la bruja. A veces sube mucho, hasta las nubes, desde donde podemos ver al Sol hablando en otras lenguas y donde depositamos nuestros sueños para resguardarlos de los daños que puedan sufrir el resto del año, y entonces gira y me deja caer. Yo en esos momentos siempre pienso que ya está, que es el fin, y se me ocurren palabras de todo tipo, palabras preciosas, que se me olvidan al instante mismo en el que ella me adelanta en la caída y me recoge riendo como ríen los gatos que mientras te dan zarpazos exigen mimos. La última vez que me recogió, sin embargo, no rió, sino que me plantó un beso y me selló la boca para que no pudiese hablar durante un rato, porque le encanto, dice, pero tengo un don excepcional para convertir lo fantástico en algo cotidiano y aburrido. También la última vez, mientras le agarraba la cintura desde detrás, le pregunté a cuantos chicos se había comido aquel último año, ella río con esa risa que es sonrisa pero es risa y contestó que andaba en pretensiones de comerme a mí. Yo le cuelo en los bolsillos papeles con versos y firmas y ella mechones de pelo que arden blancos como el incienso.
Le pido que quiero verla más y veo cómo mis palabras toman forma de los eslabones de una cadena. A ella se le vuelven lagos los ojos y quiere decir que sí y a la vez que no, porque se ha acostumbrado a guardar su escoba en mi ropero pero también sabe que si dejo de ser una excepción ella perderá la seguridad de una felicidad entre trecientassesentaycinco. Por no tener que darnos una respuesta nos damos un abrazo y la cadena desaparece, y aunque seguimos sin vernos yo voy rondando los bosques en donde me aseguran que hay cabañas perdidas y me cuentan también que cerca del pueblo, cuando el ocaso toma forma, se ve una silueta que danza en el aire.
Al final llegan las doce de la noche y como en un cuento las cosas desaparecen ante los ojos, los gritos se pierden por las grutas de la montaña, los animales y demás seres se atreven a volver a salir y yo entro, resignado, en mi cuarto, donde encuentro un pequeño papel con un hechizo escrito, en realidad el más poderoso, que me permitirá volver a verla mañana, porque mañana no es el día próximo, porque en el idioma de las brujas un día es un año.

martes, 15 de noviembre de 2016

Criaturas del bajomundo

Y… sorpresa. Los ligeros torbellinos, los tododidéptidos, los mancurnias y las sinsaboras huyen como las cucarachas al encender la luz de la cocina cuando abro la puerta del laboratorio. Un tododidéptido especialmente feo tiene apellido de botella, así que eso hago, lo meto en una botella que fue de ron y le queda pequeña, ¡que divertido verle a través del cristal tintado mirar al tapón de corcho! Los torbellinos, valientes cabrones enfadados, dan vueltas alrededor de mis tobillos, queriendo que les ataque y me acabe golpeando contra el mobiliario. A ellos les ignoro, es más divertido ir cazando mancurnias, que grandes, lentas y asfixiadas son el asco y la pena condensadas en bolsas casi rosas, color piel. Las cojo y noto su viscosidad entre los dedos. Las lanzo al suelo, donde resbalan unos centímetros y se quedan quietas, con gritos agudos de agonía impropios de algo que no se puede mover. Hay que reírse y me río. Lanzo al suelo cada objeto de vidrio que encuentro y es que el sonido de cristales rotos es la banda sonora de la masacre de la cordura, sin contar que espanta a los torbellinos y hace gritar aún más a los mancurnias. Pero uno no puede ignorar que el trabajo debe ser un trabajo bien hecho y allí, escondidas en la esquina, están las sinsaboras. No son pocos los torbellinos que pasan a situarse delante de mí, intentando protegerlas sin saber —que yo lo sé—, que realmente están siendo manipulados, una manipulación que se le adjudica a cada uno en el momento mismo de nacer. Las sinsaboras son peligrosas, hasta puntos que desconozco, yendo desde el aburrimiento más denso hasta segregar venenos por la piel. No es raro pues que empleé el fuego contra ellas, contra la esquina. ¡Cómo rugen los torbellinos, cómo gimen los mancurnias, cómo gritan los tododidéptidos! Y qué paz hay ya, es el caos pero qué paz siento. Es entonces cuando abandono el laboratorio y los torbellinos, los únicos intactos, giran con gran frenesí para menguar su velocidad de pronto, bastante confusos. Pero cometen un error, y es acercarse a la puerta pensando en comprobar que ya están a salvo, porque en ese momento la puerta se abre de golpe y todos ellos son arrastrados hacia el interior de una aspiradora. Entonces cierro la puerta y echo la llave, dejando a las criaturas dentro y la aspiradora en el contenedor amarillo, que es donde se tira el plástico.

La maldad

Tengo un jardín tan bonito... está sembrado de maldad, que crece como flores negras. Mi maldad no hace daño a nadie y aun así es mala. Susurrante, pinchosa, trepadora, una maldad que sonríe y te hace actuar sonriendo (terrible media sonrisa). No es una maldad de hombres serios, es una maldad divertida, para mí, claro.
Mi jardín huele a incienso y estas flores no siguen al Sol, sino a la Sombra. Y creo que ahora... ahora voy a cortar esta de aquí y sí, te la voy a dar a ti.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Ojos de cierva revolucionaria

La conocí como se conocen casi todas las cosas, por casualidad. Era una fotografía; en ella, a oscuras, miraba a la cámara una chica con el pecho desnudo y las astas de un ciervo. Era por aquella época cuando me dedicaba a entrevistar a gente desconocida solo porque a mí me resultase interesante, y de ella me gustó, de primeras, su determinación y rabia por no poder luchar en guerras pasadas que igual incluso se perdieron pero en las que lo que estuvo en juego fueron los ideales, la libertad o el grito. Como tantas otras personas en aquellos días, desde la más joven adolescencia ya vivía una eclosión de libertades sexuales y morales que afectaba a todos los ámbitos de su vida. Estudiaba artes, y cuando le dijeron que aquello eran estudios de vagabundo, contestó: «pues seré la vagabunda más feliz de esta ciudad». De hecho, cuando accedió a quedar conmigo y me recibió en su casa, abrió la puerta vestida con unos pantalones cortos de chándal y una camisa blanca sin nada debajo tan manchada de pintura que uno no podía concebir que no se hubiese manchado así sino a propósito. Andaba con zancadas rápidas y sin embargo arrastraba una melodía triste de guitarra española que no me extrañaría que hubiese sido compuesta en un descanso de los defensores de Madrid. Me abrió la puerta y acto seguido se perdió en la penumbra del salón sin decirme pasa, quieres algo, por favor siéntate. Pasé y al principio hablamos a gritos, yo desde el salón y ella desde el baño, donde se estaba cambiando de ropa con la puerta sin cerrar, sin importarle que pudiese verla reflejada en el espejo. Y es que para ella el cuerpo desnudo estaba desprovisto de todo sexo hasta que su dueña decidía lo contrario, y de hecho donde la había conocido ya había visto todo lo que ocultaban sus ropas, pues además de pintar a lienzo le gustaba reproducir cuadros impresionistas sobre su tripa, pecho, cuello y cara. La entrevista duró poco, hasta me olvidé de tomar notas teniendo luego que reproducir los acontecimientos de memoria, porque ella no tenía agenda y había aceptado verme en una tarde sembrada de tantas labores sociales que debía escoger cada día cuáles le apetecían más. De hecho salió por la puerta antes que yo, pidiéndome que cerrara al salir y sin mirar atrás mientras yo la perdía con la mirada calle abajo.
Tras este primer encuentro, la conversación —que nunca lo fue como tal— se llevó a cabo por medios no presenciales pese a que nos acabábamos encontrando por los lugares más concurridos de Madrid, donde yo sacaba mi libreta ilusionado para que ella me agarrase del brazo y corriendo acabásemos en manifestaciones, edificios ocupados o en aquel parque sin farolas donde en la noche la gente cantaba y tocaba instrumentos antiguos hasta que llegaba la policía a la mañana siguiente, y donde estoy convencido que fue la primera vez que le vi los ojos.
Ella era comunista, mucho, de esas personas que si te descuidas consiguen un busto de sus líderes favoritos. Cuando le comenté que yo no era ni comunista ni capitalista me respondió «tú eres tonto». En su momento le dije en broma que cómo es que no llevaba en la piel tatuados la oz y el martillo, a lo que contestó sin pensar «los llevo tatuados en el alma», y cuando le conté, por puro placer de intentar hacerla de rabiar, que yo era anarquista, me dijo «a mí me da igual lo que seas mientras quieras luchar».
Y bueno, después me alejé de ella; yo tenía mis ocupaciones y ella las suyas, además de algunos sueños de tan difícil resolución que a mí me dolerían de estar en su lugar. Y no solo eso, sino que siempre que estaba con ella sentía una intensidad tal que el bolígrafo dejaba de pintar o atravesaba las hojas con una fuerza de la que no lo había dotado. Sin embargo le seguí la pista desde lejos, lo cual, con internet, nunca fue difícil. De hecho fui yo quien le ayudó a publicar aquel extraño libro que escribió: La Norma me va a matar. Ella defendía que no lo editásemos porque quería que llegase a todo el mundo de forma gratuita, y yo defendía que esta era la mejor forma de que llegase a más manos, que la gente desconfía de lo gratis, y si no hicimos lo que ella decía usando de nuevo el cauce de internet fue por puro egoísmo mío: yo quería un ejemplar. Aún hoy, de memoria, puedo recitar el principio del libro: «La norma me va a matar, sí, me va a matar, y a ti también te va a matar.» Y el final: «Escribo todo esto ahora, de madrugada, porque me aterroriza levantarme mañana por la mañana y dejar de sentirlo, haberlo olvidarlo.»
Y es que ella tenía razón, desde que nacemos se nos enseña cómo existir. Ahora, viéndolo con perspectiva, estoy seguro de que le seguía la pista porque la envidiaba, pero no a ella, sino a cómo era. Yo querría poder estar a su altura. En aquella entrevista que le conseguí le preguntaron que cómo podía defender a los pobres del mundo si nunca había estado en su situación, y cuando insinuaron que viajase a los arrabales de un país tercermundista ella dijo que no, que quería al enemigo cerca para derribarlo mejor. Terminó aquello con una frase que no recuerdo a qué contestaba, pero con una mano calló al entrevistador y le dijo que nadie se iba a sentar con él o con ella a leer la letra pequeña del contrato que firmas con la vida.
Al final si le perdí la pista no sé si fue porque ella se alejó o lo hice yo. No quería tener hijos y sin embargo tuvo una preciosa hija a la que llamó como ella misma: Carolina. Un nombre que no iba con la madre, porque sin duda es un nombre que mientras se va pronunciando va menguando, bajando como un tobogán, y ella no se cansó jamás de decir que no había que morir en silencio.

Cuento pedido

Me pidieron que escribiese un cuento con las palabras: Perlas, saltamontes y Sol.
(Aprovecho para recordar que en este blog se puede y se agradece comentar, para lo cual se pueden emplear incluso el anonimato y la alevosía.)

El otro día salí al jardín buscando rosas con las que hacerme una corona, pero no había, así que la corona me la hice con hojas de otoño. Mientras estaba contemplándome en el espejo oí un grito alargado de mi madre y me asusté, luego volvió a gritar y entonces me calmé. Pero una tercera vez me llamó por mi nombre y tuve que subir. La mesilla de noche y la cama estaban regadas de joyas, las joyas de mamá. Al principio no entendía bien la escena, pues aquel era el caos por el que mamá gritaba —manos en la cabeza y fija contemplación de las sábanas— y no podía ser que se debiese a ladrones ya que en apariencia no había habido robo alguno.
—¿Qué pasa, mamá? ¿Qué es todo esto?
—No lo sé, he llegado y… estaba todo así.
Entonces me vino a la cabeza la imagen de un mono de los que rondan por los templos de la India y se dedican a hurtar objetos en las narices de sus dueños haciendo gala de la soberbia humana que sin duda se les ha contagiado. Pero no podía ser, era otoño. Así que entonces pensé en las urracas, porque a las urracas les gustan los objetos brillantes y no sería la primera vez que se han hallado joyas en sus nidos.
—Mamá, ¿quieres mirar si falta algo?
Y en efecto faltaba; pero era extraño, porque faltaban unos pendientes de perlas de los que sin embargo las pequeñas partes de plata que debían sujetarlos a las orejas estaban ahí, sobre la cama, arrancadas del conjunto.
Tras examinar atentamente el cuarto no me quedó ya duda de que la urraca había entrado por la ventana que se encontraba ligeramente abierta para ventilar. Bajé las escaleras y salí al jardín, donde supe sin gran dificultad que mi corona de laureles pardos se había desmoronado. No sé muy bien que me hizo mirar al suelo cuando lo que yo buscaba andaba en los cielos o en los árboles, tal vez fue un ligero destello, pero en el momento antes de desaparecer vi un insecto refugiarse en una madriguera al otro lado del jardín con una de las perlas de mamá.
Para mí toda aquella historia era un aburrimiento, quería terminarla cuanto antes como favor a mamá y después dedicarme de nuevo a mis juegos florales y a la diosa coronada. Por ello no es de extrañar que en vez de meter el ojo, el dedo y el palo en la madriguera fuese directamente con una pala a escavar, destruir y encontrar. Mientras cavaba recordé la escena anterior y llegué a la conclusión de que el insecto debía ser una langosta, o tal vez un saltamontes, lo mismo me dio, pues de pronto el suelo cedió ante mis pies y un gran hoyo apenas tapado por una fina franja de tierra se descubrió ante mis pies —y mi trasero—. La luz de la reciente entrada me mostró paredes escavadas de aspecto cavernoso, el murmullo del agua lejana y un brillo un poco más allá. Había olvidado al insecto y avancé ante aquella extraña luminosidad.
—Mamá va a estar contenta.
Ante mí no estaban sus pendientes, estaban todos, todas las perlas de la ciudad, cientos de ellas, de colgantes, pendientes y vestidos. Cogí dos puñados y llené con ellos mis bolsillos, pero me detuvo un sonido que pretendía ser hostil. A mi lado estaba el saltamontes, dispuesto a defender su botín con todo lo que tenía: sus fauces y esas patas que tienen con forma de sierra a las cuales no hay que subestimar.
Entonces fue cuando vi al resto de insectos. En aquella cueva estaba todo lo malo, y no malo para nosotros, sino para ellos mismos, allí se encontraba lo equivalente a una residencia de ancianos del mundo de los insectos, los minusválidos, los patasrotas, y la suma de perlas, emitiendo todas juntas un ligero destello en la oscuridad, no era para ellos sino el Sol.
Acabé por tomar solo las perlas de mamá dejando allí el resto del botín, y el saltamontes, que lo entendió, salió de allí haciendo fe a su nombre y saltó montañas. Y bueno, si digo que me llevé las perlas de mamá no quiero decir solo que recuperase sus pendientes, sino que pude regalarle todo un colgante por su cumpleaños. Me gusta verla sonreír con tantos soles colgándole del cuello.

martes, 8 de noviembre de 2016

Serpiente

Serpiente, ¿qué eres? Para Nino eres la vida, para muchos la muerte. Yo no te tengo miedo ni tampoco te quiero. Serpiente, ¿quién eres? Para muchos una mujer, para algunos un dios malo, para Perseo un conjunto de éxitos. Yo te veo por las esquinas pero al doblarlas no te encuentro. Serpiente, ¿cómo actúas?  Para muchos silenciosa, para otros saltando a la cara, Cleopatra te metió en su cama. Yo huelo tu veneno antes de oler la sangre. Serpiente, ¿dónde estás?

jueves, 3 de noviembre de 2016

Así

El último abrazo, el último beso, la última comida, el penúltimo abrazo, el penúltimo beso, el último viaje, el último vamos, el último sexo, el penúltimo viaje, la última cena, el único desayuno, el penúltimo sexo, el antepenúltimo sexo, el último tiempo, el penúltimo vamos, el último regalo… el primer sexo, el primer abrazo, el primer beso, el último beso como amigos.
Levántate ahora y mírate las manos, pues ya no tienes ningún valor. A mí no me mires, no quiero saber de ti ni de tu sombra, ¡llévatela lejos! Huye, huid los dos, marchaos y que os sepulten mil muros, pero no quiero saber más de ti. No quiero verte mirándome ni que me lleguen tus sonidos lastimosos que no oiré. No quiero saber de ti porque te desprecio porque te desprecias porque sabes que te debes despreciar, que es lo adecuado al caso, que es lo correcto. No me mires o te volveré ciego. Date la vuelta y mira tus pasos errados, tu desgracia, pero no me mires a mí, el espejo.

lunes, 24 de octubre de 2016

El espectador

Igual tengo este rostro serio a propósito, esta cara que a alguna le ha hecho pensar que estoy enfadado. Tal vez la tengo para que la gente en espacios públicos (o privados pero públicos) me mire una sola vez y me olvide. Así puedo ser el espectador de las minucias de la vida sin alterarlas con mi presencia y de esta forma poder transcribirlas. Así cuando sonrío entro en escena y la persona sonreída sabe que ha entrado en escena para mí.

jueves, 20 de octubre de 2016

La bufanda

Toma mi palabra y póntela
de bufanda
no te protegerá de esta lluvia
las críticas seguirán siendo duras
y el sol la atravesará.

Sin embargo sentirás
el corazón
más cálido.

El cielo está descrito

El cielo está escrito
¿quién lo describirá?
El escritor que lo describille
buen escribidor será.

La niña le dice a su padre

La niña le dice a su padre
que va a ser abuelo.
Éste cree que imagina
luego, que es un juego
luego, un juguete nuevo.
Y cuando oye un llanto en la noche
y abraza a la criatura en brazos
se le cae el mundo a pedazos
viendo que es viejo y que es abuelo.

Cuéntame las historias que le cuentas a los viajeros

Y entonces se produjo el final del viaje y la encontré en el puerto, o encontré lo mejor que podía encontrar, la seguridad de que había estado allí, las sábanas calientes, comida en la despensa y el olor con el que impregnamos las cosas que usamos o rondamos durante mucho tiempo. No dar con ella tampoco era tan importante, yo cumplía avisando de aquella información, y así lo hice. Entonces me pidieron sus últimos momentos en aquel lugar, sus últimos años.
Ella llegó como había llegado a todos los sitios desde que empezó a correr siendo una niña: huyendo o con la emoción de encontrar algo nuevo. Hacía tanto esto que acabó por huir con tal de dar con algo nuevo. Sin embargo aquella ciudad portuaria debió conquistarla, si no es que fue algo de ella. Por supuesto pensé en un hombre, pero estaba muy equivocado, ¿una mujer? Tampoco. Claro que hubo hombres, pero, ¿cuándo no? En realidad no tengo una respuesta clara de por qué por una vez escogió un destino aunque fuera solo por unos años, esto no es una historia ni sabe quien la cuenta todos los detalles. Las visitas se sucedían sin repetirse y ni siquiera solía comprar en el mismo sitio, trabajó en todos los cafés y bares de la ciudad, desde el elegante le Rouge hasta un cuarteto con pinta de retrete gigante donde iban los marineros holandeses y singapurenses a emborracharse y a partirse la nariz. Sin embargo, en mi asombro, cuando intentaba averiguar algo más y me encontraba de nuevo bajando la calle que comunica el que fuera su piso con el puerto, vi el tono anaranjado que lo cubría todo, el frío soportable con matices cálidos y las gaviotas silenciosas que patrullaban el bajo-cielo y sentí lo que debió sentir ella, ¿por qué no quedarse?
Y creo sinceramente que se hubiese quedado si no la hubiesen empezado a mirar, creyendo conocerla perfectamente y viendo solo lo que ella quería que viesen aunque en realidad no quisiese que viesen nada. Al parecer bajaba al puerto cuando llegaba un nuevo barco y estudiaba a los pasajeros, los marineros nunca le interesaban a no ser que fuesen muy jóvenes, que diesen la sensación de haber acabado allí por error o tuviesen esa aura de estar perdidos. Porque en definitiva era eso lo que buscaba, gente perdida, gente fuera de lugar, con predilección por artistas o fugitivos de sí mismos que pagaban un pasaje en un barco de carga para apearse en el puerto de nombre más incierto. No se daba cuenta, o sí lo hacía, ella era consciente de muchas cosas, de que aquellas mismas personas eran quienes más la acercaban a ser descubierta no ya en aquella ciudad, sino en su extenso ya itinerario pasado. Lo que hacía con ellos es conocido, los llevaba a su casa, o a algún hotel si parecían violentos, y allí se acostaba con ellos, tan solo se desnudaban o hablaban hasta el amanecer. Siempre bebiendo, eso sí, así afloraba los corazones de sus compañeros y compañeras y tenía una escusa para emborracharse y emborronar los sueños que le solían provocar furiosos insomnios.
Al oír de nuevo estas historias tan iguales y solo diferenciadas por la buena intención de quien las contaba, fue cuando escribí: Cuéntame las historias que le cuentas a los viajeros que se pierden en tu cama.
Pero igual se cansó también, o apareció alguien como yo antes de mí. Lo cierto es que después de haber visto a tanta gente bajar de aquellos barcos se montó en uno y se perdió en la lejanía. No me sorprendió escuchar que el barco había naufragado y que no había supervivientes. Me hubiese gustado ver la cara de sorpresa de las gentes del puerto al ver en unos meses regresar aquel mismo barco naufragado, y es que lo más probable es que fuese ella quien iniciase el rumor del hundimiento, lo más probable es que ni siquiera fuese a bordo.

Al final, el rey

Es de noche y el rey está en su jardín privado. De pronto llega corriendo un emisario y le comunica que la ciudad está sitiada, que el oro no ha servido o que se ha manchado de sangre, qué más da. El rey quiere quedarse allí, pero no le dejan. Debe separarse de los loros amarillos y las jirafas cruzadas con caballos.
 —Señor, el jardín es peligroso, los proyectiles podrían hacerlo arder.
Entonces el rey se dirige a sus aposentos y tampoco se lo permiten. Cuántos reyes han muerto entre las sábanas con los ojos destacados; nunca sabes cuándo una pared es una pared y cuándo un espejo es un espejo.
Al rey le llevan a la sala del trono y allí se encierran sus cargos de confianza con él. Desde la ventana más lejana se ve el fuego que proviene de las murallas, todas las ventanas son cerradas. La noche continúa, el rey, sentado en el trono, siente dolores y pide cojines y alimentos, pero es demasiado peligroso, los pasillos están a oscuras y hay que desconfiar del servicio que queda.
Suenan las campanas que llaman a las fuerzas de reserva, es entonces cuando salen de la sala del trono los últimos generales. La noche sigue pasando y la sala está a oscuras por temor a que los enemigos dirijan sus máquinas contra el palacio.
Llaman a la puerta dando la clave y una muchacha comunica que hay demasiados heridos, es entonces cuando se van los médicos de la corte y los líderes religiosos. El rey tiene tanta sed y exige beber con tanta vehemencia que los presentes se pasan pañuelos por la frente y escurren su sudor en la boca del monarca.
Entonces unos gritos cercanos hacen abrir una ventana y temiendo por las posesiones reales abandonan la sala los gestores y los sabios. La ventana se cierra y el silencio que sigue amplificaba los sonidos de la lucha y el dolor del otro lado de la ciudad, de todos los lados alrededor del palacio.
El rey pide que se le cuente una historia, el muchacho que lo hace le habla del amor, la tristeza, el honor y la esperanza, pero el monarca parece no escucharle.
Se van perdiendo zonas de la ciudad y la lucha se acerca tanto que los nobles se visten con sus emblemas y salen a dirigir a las pocas personas que quedaban, entre ellas el muchacho. El rey se queda solo en la sala del trono. La sala está vacía y a oscuras. Al poco se apagan los sonidos cercanos de los pasillos y entonces también queda en silencio. El rey sigue sentado y mira la puerta cerrada, que queda enfrente de él. El muchacho debía haberle hablado de otras cosas. El rey se levanta y se dirige a la puerta pensando en el jardín, en los loros amarillos y las jirafas cruzadas con caballos. Camina despacio, sintiéndose caer a cada paso, sin saber quién abrirá primero la puerta.

martes, 18 de octubre de 2016

Te tengo

Habíamos dicho nuestros nombres y poco más. El curso ahora lo daba Vicente, lo cual era una pena porque Guillem era bastante bueno. Sin embargo las cosas deben cambiar y yo solo pensaba que esta vez ganaría a Guillermo y que ambos le daríamos una paliza a los creídos de filosofía (que paradójicamente son los que más sumergidos están en la caverna de Platón). Habíamos dicho nuestros nombres y poco más y no había prestado atención al chico de la esquina porque había dicho llamarse Alejandro, como el chico que tenía detrás, y la repetición distrae. Y no sé en qué momento fue que de pronto lo vi. Curiosamente estábamos jugando a elaborar en la pizarra una historia llena de imposibles y locuras, y enfrente de ésta yo tuve de pronto un flasazo de verdades y comprendí que aquel chico de la esquina, más que llamarse Alejandro se llamaba Alejandro Lanchas.
Una vez me acerqué a un desconocido en el metro y le pregunté que si se llamaba así, la mandíbula prominente era la misma, me dijo que no y ahí acabó la historia. La historia comienza en verdad hace años con aquella que pulula y no se queda quieta, como tantas historias comenzaron. En resumidas cuentas, cuando aparecí yo él le dedicaba hermosos poemas (de los cultos con métrica cuidada, no como los míos) y le profesaba un amor que a ella no le hacía falta ignorar ni esquivar, tan solo le hacía sentirse alagada. Entonces ella y yo comenzamos aquella historia que fue y desapareció sin saber si volvería, y él me odió como odia Prometeo al águila que le visita cada mañana. Me dijo “has conseguido lo que yo más quería, pero eso no te hace mejor”. Y bueno, jamás nos habíamos visto en persona pero en una ocasión soñé con él y le busqué para no hallarle. Ella me confesó que cuando aún salía con el hombre que tenía pelo de oveja negra y no sabía pintar, se encontró con Lanchas en una parada de autobús (allá por la sierra de Madrid, por donde vive esta gente) y entonces le dio por ponerse excesivamente cariñosa, para mayor tormento del pobre Alejandro, que en su tiempo alzaba la frente, una frente informática, y me confesaba que él había besado a tres chicas ya (pero no a Lucía ni a Clara poor Alejandro).
Mi historia con él nunca terminó porque jamás tuve muy claro cuál era. De vivir en otra época nos hubiésemos batido en duelo sin tener en realidad un motivo, solo por ser un par de románticos de los malos.
Y ahora te tengo a mi alcance, señorito Lanchas, yo sé quién eres tú, pero, ¿sabes tú quién soy yo? ¿Buscabas mi rostro cuando no dejabas de mirar el móvil? No te lo voy a poner fácil, Alejandro. No voy a ir a aclarar identidades, a que nos riamos y a que desaparezcas. Lo que voy a hacer es que entre los escritos que hagamos y leamos vas a ver cómo escribo cierto nombre y sobretodo cierto apellido que conoces muy bien. Vas a reconocer situaciones y si no dices tu apellido, si estás completamente seguro de que nadie en el aula lo conoce, entonces lo verás aparecer. Quién sabe, igual te acerque en mis escritos a aquello que solo te hizo sufrir en vida.

lunes, 17 de octubre de 2016

Poison para dos

—Sí, te lo prometo. Fue así, que sí.
—Ay, me encanta, ¡sigue por favor! Sigue hablando, haz eso que haces con la boca.
—¿El qué? ¿Esto?
—¡Calla, calla! ¡Sigue hablando! Cuéntame algo, ay, olvídalo, deja de hacer eso, que lo vas a estropear.
—¿Voy a estropear mi forma de hablar?
—No es tu forma de hablar, es… ¡Eso! Sí, sigue, por favor. Ay, ¿pedimos otra?
—Claro… ¡Camarero!
Y el camarero se acercó. De entre toda la noche se quedaba con aquellos dos clientes, y no porque no dejasen de consumir, sino porque se les veía alegres. Había visto cómo ella estaba en otra mesa y cómo se le había acercado, cómo habían empezado a hablar y cómo habían superado los pormenores iniciales para meterse de pronto en aquella situación en la que estaban, más propia de quien ya está casado. Además él ya le había dado un adelanto y un recado, más le valía no equivocarse de mesa al servir sus bebidas.
—Ay, qué guapa estás esta noche.
—¿Y no lo estoy el resto?
—No lo sé, eso tendrías que decírmelo tú.
—Anda, bebe. Según te emborrachas más y más vas alternando entre estar interesante y estar insoportable. Tienes suerte de que cuando me acerqué estuvieses interesante, porque si no me hubiese bebido una copa y me hubiese marchado con aquel… ¿dónde está?
—¿El que tenía pinta de francés?
—Sí.
—Se marchó, no dejaba de mirarte las piernas y…
—Unas piernas magníficas.
—Magníficas. Que como no le hacías caso se marchó.
—¡Pero si sí que le hacía caso!
—Ya, chiquilla, pero él era homosexual.
—¡Y tú que sabes!
—Hombre, ese bigote…
—Por ese bigote es por lo que le llamamos francés. Para eso podíamos haberle llamado el homosexual desde el principio.
—Entonces podíamos haber dicho que tú no le mirabas.
—Ni que él me miraba.
—Ni que te habrías ido con él. Ni que soy insoportable…
—Bueno, eso sí.
—¡Oye! Más consideración con quien se está arruinando por aguarte la sangre con alcohol.
—Yo no te lo he pedido, ni hace falta que pagues por mí. Tranquilo.
—¿Eso es todo?
—Debes aprender a tener clara la diferencia entre ser un galán y ser gilipollas.
—¿Y si te digo que ya pagué y que como no puedes pagar entonces estás siendo invitada a la fuerza?
—Pues pago otra vez. Pero así estarías consiguiendo volver a mis planes originales.
—¿Y cuáles son?
—Acabar en mi cama.
—¡Lo dudo!
Y llegados a este momento ella se extraña ante las palabras y la risa de él.
—¿Por qué?
—Porque el camarero lleva sirviéndonos veneno en las copas toda la noche.
Entonces ella aprieta los labios, arruga la frente y él ya sabe que ella va a estallar en una carcajada antes de que finalmente lo haga.
—¿Enserio? ¡Estás loco!
—¡Lo sé, pero es genial! Jamás has hecho nada igual con otra persona.
—¡Rematadamente loco! ¡Brindemos!

La noche es fría y él se alegra de que el abrigo de ella sea más abrigado que el suyo propio y que no tenga que ofrecérselo. Caminan por una calle que se sale de la civilización, se sale de todo. Ella zigzaguea un poco, puede ser por la bebida, o por lo que llevaba ésta. Finalmente se sienta en un banco, ladea la cabeza y cierra los ojos. Podría estar dormida, perfectamente podría estar dormida. Tiene las manos metidas en los bolsillos y el pelo recogido. Él se queda quieto delante de ella y si reanuda el paseo es porque como siga mirándola va a poder flaquear por primera vez. Mete las manos a su vez en los bolsillos y va reduciendo el ritmo. La imagina sentada poco detrás de él, quizá se ha caído y ahora está tumbada sobre el banco. Este pensamiento le da ganas de girarse y de reponerla en aquella posición tan perfecta en la que estaba, pero no lo hace porque el viento es frío y entre él está la muerte y no quiere que le encuentren tirado hacia ella, quiere que le encuentren alejándose, que le encuentren de pie, muerto y de pie, como un señor. Se pregunta hasta dónde está borracho y hasta dónde es un tipo con un plan y que ahora no sabe cómo sentirse después de haberlo llevarlo a cabo. ¿Ella está muerta? Otra vez esas ganas de girarse, aunque claro, si va a morir, ¿qué más da girarse, quién le va a juzgar? Qué más da cómo le encuentren, aunque claro, el cómo la encuentren a ella sí que importa, porque a ver si le van a robar o incluso le van a decir hola guapa qué haces aquí dormida en mi piso se está mejor. Y cómo será para que les encuentren y avisen a las autoridades y todas esas cosas… Lo ideal sería ella ahí, dormida en aquel banco e inmediatamente después ella dormida en su velatorio. Piensa en lo que acaba de pensar y se da cuenta de que esas palabras podrían significar ella dormida en el velatorio de él, ella viva y aburrida y él muerto. Pero claro, también hay que pensar que el suelo da vueltas y que