Me como a la gente. Me la como y no dejo nada. Si
acaso dejo un pequeño hueso de la muñeca, uno que sea fino, para que quien lo
encuentre maldiga a quienes comen pollo y luego dejan los restos por ahí y no
los tiran a la basura.
No sonrías tanto, que se te van a acabar por ver
los dientes en esta oscuridad. Y como nos vean ya sabes lo que viene, otra vez
esas cadenas de la cotidianidad. Si bien es cierto que no podemos estar aquí
siempre, vamos a terminar por morirnos de hambre, o de aburrimiento, que es
peor. Porque igual que no podemos sonreír no podemos hablar. Y aunque
hablásemos, ¿qué íbamos a decir? Llegará un momento en el que nos
sorprenderemos hablando lo hablado, reafirmándonos en las palabras conocidas, y
de las palabras brotarán también el aburrimiento y el hambre de algo nuevo.
Solo nos tocará salir, y ahí sí, en ese breve instante en que empiecen a
correr, en que empiecen a saltar, gritar e intentar apresarnos, ahí será el
momento donde nos sentiremos realmente libres, porque podremos reír y viendo
aquello tendremos algo nuevo de qué hablar justo antes de que nos tapen la
boca y nos agarren los brazos. Y bueno, luego tocará vivir del recuerdo de un
instante.
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