martes, 13 de diciembre de 2016

Donde está la realidad

Yo le estaba contando a Nora que la realidad virtual ya existía, aunque con otro nombre y otras características. Ella desde luego negaba riendo, haciendo eso que hace de negar con los ojos cerrados mientras al final de su brazo extendido agarra fuerte el vaso de cerveza que está sobre la mesa. Dieron igual mis intentos, porque ella acabó por cambiar de tema sin darme la razón. La frase lapidaria de aquel momento la puso ella y es que al parecer el vivir como real algo que no lo era sucedía en la actualidad como algo puramente nuevo de cartel y precio alto y que antes no existía. Además hizo bien el cambio de tema: me preguntó qué opinaba sobre el hombre que en ese momento se acomodaba sobre un taburete en la barra. Yo de primeras le critiqué el abrigo verde porque era lo que más me gustaba. Entonces ella se acercó más a mí, poniendo las dos manos sobre el vaso de cerveza en el que empezaba a mover los dedos como si fuese un instrumento de viento. Sabía qué me iba a preguntar antes de que lo hiciese, lo sabía tan bien que apenas la escuché y me limité a mirarle los ojos y el leve el ondular de su pelo corto mientras hablaba. Terminó con un:
—¿Te importa?
Y yo le contesté con un movimiento exagerado de mi brazo, como el hombre que delante del telón anuncia la función:
—Adelante.
Me llevé el vaso de cerveza a los labios y lo tuve allí largo rato mientras bebía como beben los ratones. Mientras, miraba a Nora acercarse al hombre y gesticular como si hablaran, como si estuviesen hablando en off detrás del protagonista de la obra que yo acababa de presentar. Estuve pensando que el permiso que me había pedido Nora era doble, por un lado eran disculpas por mala compañera, que me dejaba ahora con un vaso de cerveza sin espuma, de un extraño color naranja, y su propia cerveza ahí delante, que ya nadie bebería o que sería bebida de un trago antes de calzarse el abrigo y marcharse. Las otras disculpas acababan por tener relación con las primeras. Si bien ella se planteaba acercarse al hombre y si bien yo me resignaba a aceptarlo sin la más mínima molestia era porque nunca le fue bien en lo sentimental, y si ella pensaba que además de la falta de educación aquello podría molestarme por algo más era porque, bueno, entre Nora y yo en su momento hubo algo.
Presencié cómo ella acababa por sentarse en un taburete contiguo al del señor del abrigo verde y entonces me distraje. Estuve pensando acerca de la conversación anterior y llegué a la conclusión de que no se podía llamar realidad virtual, sin duda aquello llevaría a la gente a pequeños establos de su mente en los que no hay libertad de ideas, además de que sobraba lo de virtual y en definitiva nada estaba centrado. Así que, mientras el señor del abrigo verde y Nora se levantaban y ella se acercaba para despedirse lo más rápido posible, yo llegué a la conclusión de que habría que llamarlo falsa realidad, en vez de realidad virtual. Al final, mientras me ponía el abrigo con la vaguedad del no saber qué hacer después y la mujer de detrás de la barra me miraba con curiosidad, presencié cómo al final el vaso de cerveza de Nora se había quedado sin terminar.
En la calle el viento empezaba a cortar frío, así que me icé el cuello del abrigo, divirtiéndome con mi reflejo en los escaparates de las tiendas ya cerradas, y me puse a pensar en Nora. Pobre Nora, ella siempre se había subido a todos los barcos que la vida le había ofrecido, había luchado por ser feliz y sin embargo una desdicha palpable, como una maldición familiar, le había alcanzado siempre, le había hundido esos barcos, por seguir la metáfora. Ahora se iría con el hombre del abrigo verde, tomarían la última copa, tal vez en su casa, y ella le enseñaría su torso de pechos pequeños. Él disfrutaría, por supuesto, pero aquello en lo que Nora sin querer invertiría esperanzas de futuro acabaría como siempre en una quiebra sentimental. Pobre Nora, pensé, ojalá por una vez le vayan bien las cosas.
Y para sorpresa de muchos así fue. Nora, después de una eternidad, formalizó una relación, habiendo sido la nuestra lo último más parecido. Todo marchaba bien, o igual no, pero las cosas no funcionaban mal. Yo me involucré aún más en mi trabajo y ella fue construyendo una torre de arena y cemento con aquel hombre cuyo nombre siempre conseguí olvidar. Como era previsible Nora y yo fuimos viéndonos menos y siempre conseguí desembarazarme de los planes en los que estaba él, planes que por lo demás eran cada vez más tranquilos, más sosegados, menos Nora, más sobremesa y después siesta de pura modorra. Sin embargo, el día en que por formalidad Nora me hizo saber que se habían comprometido, nada más colgar el teléfono, descubrí una increíble cantidad de rabia en mi interior, una ira de labios apretados, el odio hacia aquel hombre que ya no tenía un abrigo verde en mi imaginación, sino un abrigo cubierto de llamas del que no lograba librarse y con el que corría a cámara lenta en un mundo en tinieblas, abriendo exageradamente la boca en gritos que no se oían. Pero soy un hombre tranquilo y con gran capacidad de sosiego, por lo que me senté en el sillón apretando fuerte los puños y bebiendo mucha agua, y llegué a la conclusión de que lo que pasaba es que tenía envidia. Llegado a ese punto no quise saber si tenía envidia del lugar que ocupaba él o de que la estuviese perdiendo a ella, pero no importó, fui consciente en ese momento, sentado en aquel sillón, de que no importaba.
Dos semanas antes del viaje de novios, de las firmas en los papeles oficiales, del decir un te quiero susurrado en el oído después del beso en el altar, dos semanas antes de todo eso yo no tenía el traje comprado, ni el regalo pensado ni la menor intención de ir. Dos semanas antes del banquete, el alcohol y la música hortera, le abrí la puerta a una Nora destrozada con las mejillas negras del maquillaje corrido. Lloró en mi mismo sillón, sobre mí, lloró durante horas y fui consciente de que estaba vacía de toda voluntad, de que yo podría manejarla como quisiera. Sin embargo no era la primera vez, ni sería la última, que sentía que podía hacer con ella lo que fuera, pero no con su cuerpo, sino con su vida.
Si desafortunado en el juego, afortunado en el amor, cabe esperar que también sea al revés. Igual que yo me había centrado en mi trabajo cuando quería huir de pensar en Nora, ella, perdida en las calles y en los departamentos vacíos, con un ligero impulso mío entró en el mundo de las finanzas. Al principio le costó, pero enseguida fue triunfando y a medida que lo hacía sus ropas se volvieron más grises y sus joyas más delgadas. En una ocasión, en una fiesta que celebraba en su nuevo apartamento y a la que había invitado a toda una fauna de hienas que saben cantar, me sentí completamente perdido, como cuando de niño pierdes a tus padres entre una multitud y no dejas de mirar a cada lado viendo a gente que se mueve a toda velocidad y que no reparan en ti y que parecen constituir un mar en el que te vas ahogando. Me terminé una copa, de champagne, cómo no, y luego otra, pero entonces me sentí mareado en vez de tranquilo. Así fui a buscar a Nora, que se encontraba riéndose de una forma ensayada que de mirarla con detenimiento comprenderías que lleva contados los segundos en el echarse hacia atrás, el llevarse la mano al abdomen, el enseñar los dientes blancos, muy blancos, y el reír casi sin sonido, dejando en ridículo a todos los pasos previos. Logré sacarla de allí, de llevarla a un cuarto y transmitirle sin palabras que no soportaba aquel circo de actos lentos. Ella sonrió y dijo algo. Con su nuevo lenguaje me transmitió una aparente calma constituida de promesas, pero cuando salió ella del cuarto y yo me quedé allí, se deshizo aquella sensación, saboreé una ceniza de la densidad de la arena y volví a ser consciente de que estaba perdiendo a Nora y que se estaba perdiendo ella misma. Entonces volvieron también esos pensamientos que se mueven despacio como los dedos por un rosario y ahí sí me calmé.
Nora perdió el trabajo. Volvió a mí, llorando de nuevo en un sofá y una cama que la conocían. Encontró su jabón en mi baño y yo la mimé con las mismas palabras con las que se calma a un niño que se ha hecho daño. Cuando me cansó su presencia ella ya no estaba, tuvo entonces una vida agitada en la que recorrió distintas profesiones, formas de vida e incluso en la que empezó una relación con una mujer de pelo rojo que duró hasta el momento mismo en que formalizaron aquello y Nora, como el picor de una alergia, empezó a aborrecer el color rojo.
Y una vez más se abrió la puerta y la luz del descansillo me mostró una Nora con los brazos caídos y la sensación de vacío y desamparo que muestran los ositos de peluche. Parecía loca, me hablaba de disparates como si fuesen sueños de siempre, decía de irse a paisajes desérticos a ayudar a tribus que realmente desconocía si existían. Terminé por pararla intentando salir de casa, lloraba y me golpeaba el pecho, decía que quería hacerse miliciana.
Sus golpes fueron menguando y acabó agarrada de mi jersey, llorando y moqueando con la cara directamente sobre mí, llorando, si es que es posible, en un susurro violento.
—¿Por qué?
—Pobre Nora, ¿no te lo había dicho ya? La realidad virtual, la falsa realidad…
Ella levantó la vista y al mirar sobre mi hombro vio a la camarera mirándonos desde más allá de la barra. Entonces me miró a mí con los ojos muy abiertos, con esa mirada que se guarda para cuando te encuentras con el diablo.
—¿Qué es esto? ¿Qué has hecho?
—Uno puede moldear la realidad según quiera, según cómo la imagine y la escriba. Puede manejar su vida o puede manejar otras vidas.
Nora no sabía qué hacer, qué pensar, parecía encontrarse al borde del colapso.
Mientras tanto un hombre con un abrigo verde salía del local.

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