Yo le estaba contando a
Nora que la realidad virtual ya existía, aunque con otro nombre y otras
características. Ella desde luego negaba riendo, haciendo eso que hace de negar
con los ojos cerrados mientras al final de su brazo extendido agarra fuerte el
vaso de cerveza que está sobre la mesa. Dieron igual mis intentos, porque ella
acabó por cambiar de tema sin darme la razón. La frase lapidaria de aquel
momento la puso ella y es que al parecer el vivir como real algo que no lo era
sucedía en la actualidad como algo puramente nuevo de cartel y precio alto y que
antes no existía. Además hizo bien el cambio de tema: me preguntó qué opinaba
sobre el hombre que en ese momento se acomodaba sobre un taburete en la barra.
Yo de primeras le critiqué el abrigo verde porque era lo que más me gustaba.
Entonces ella se acercó más a mí, poniendo las dos manos sobre el vaso de
cerveza en el que empezaba a mover los dedos como si fuese un instrumento de
viento. Sabía qué me iba a preguntar antes de que lo hiciese, lo sabía tan bien
que apenas la escuché y me limité a mirarle los ojos y el leve el ondular de su
pelo corto mientras hablaba. Terminó con un:
—¿Te importa?
Y yo le contesté con un
movimiento exagerado de mi brazo, como el hombre que delante del telón anuncia
la función:
—Adelante.
Me llevé el vaso de
cerveza a los labios y lo tuve allí largo rato mientras bebía como beben los
ratones. Mientras, miraba a Nora acercarse al hombre y gesticular como si
hablaran, como si estuviesen hablando en
off detrás del protagonista de la obra que yo acababa de presentar. Estuve
pensando que el permiso que me había pedido Nora era doble, por un lado eran
disculpas por mala compañera, que me dejaba ahora con un vaso de cerveza sin
espuma, de un extraño color naranja, y su propia cerveza ahí delante, que ya
nadie bebería o que sería bebida de un trago antes de calzarse el abrigo y
marcharse. Las otras disculpas acababan por tener relación con las primeras. Si
bien ella se planteaba acercarse al hombre y si bien yo me resignaba a
aceptarlo sin la más mínima molestia era porque nunca le fue bien en lo
sentimental, y si ella pensaba que además de la falta de educación aquello
podría molestarme por algo más era porque, bueno, entre Nora y yo en su momento
hubo algo.
Presencié cómo ella
acababa por sentarse en un taburete contiguo al del señor del abrigo verde y
entonces me distraje. Estuve pensando acerca de la conversación anterior y
llegué a la conclusión de que no se podía llamar realidad virtual, sin duda
aquello llevaría a la gente a pequeños establos de su mente en los que no hay
libertad de ideas, además de que sobraba lo de virtual y en definitiva nada estaba
centrado. Así que, mientras el señor del abrigo verde y Nora se levantaban y
ella se acercaba para despedirse lo más rápido posible, yo llegué a la
conclusión de que habría que llamarlo falsa
realidad, en vez de realidad virtual. Al final, mientras me ponía el abrigo
con la vaguedad del no saber qué hacer después y la mujer de detrás de la barra
me miraba con curiosidad, presencié cómo al final el vaso de cerveza de Nora se
había quedado sin terminar.
En la calle el viento
empezaba a cortar frío, así que me icé el cuello del abrigo, divirtiéndome con
mi reflejo en los escaparates de las tiendas ya cerradas, y me puse a pensar en
Nora. Pobre Nora, ella siempre se había subido a todos los barcos que la vida
le había ofrecido, había luchado por ser feliz y sin embargo una desdicha
palpable, como una maldición familiar, le había alcanzado siempre, le había
hundido esos barcos, por seguir la metáfora. Ahora se iría con el hombre del
abrigo verde, tomarían la última copa, tal vez en su casa, y ella le enseñaría
su torso de pechos pequeños. Él disfrutaría, por supuesto, pero aquello en lo
que Nora sin querer invertiría esperanzas de futuro acabaría como siempre en
una quiebra sentimental. Pobre Nora, pensé, ojalá por una vez le vayan bien las
cosas.
Y para sorpresa de
muchos así fue. Nora, después de una eternidad, formalizó una relación,
habiendo sido la nuestra lo último más parecido. Todo marchaba bien, o igual
no, pero las cosas no funcionaban mal. Yo me involucré aún más en mi trabajo y
ella fue construyendo una torre de arena y cemento con aquel hombre cuyo nombre
siempre conseguí olvidar. Como era previsible Nora y yo fuimos viéndonos menos y
siempre conseguí desembarazarme de los planes en los que estaba él, planes que
por lo demás eran cada vez más tranquilos, más sosegados, menos Nora, más
sobremesa y después siesta de pura modorra. Sin embargo, el día en que por
formalidad Nora me hizo saber que se habían comprometido, nada más colgar el
teléfono, descubrí una increíble cantidad de rabia en mi interior, una ira de
labios apretados, el odio hacia aquel hombre que ya no tenía un abrigo verde en
mi imaginación, sino un abrigo cubierto de llamas del que no lograba librarse y
con el que corría a cámara lenta en un mundo en tinieblas, abriendo
exageradamente la boca en gritos que no se oían. Pero soy un hombre tranquilo y
con gran capacidad de sosiego, por lo que me senté en el sillón apretando fuerte
los puños y bebiendo mucha agua, y llegué a la conclusión de que lo que pasaba
es que tenía envidia. Llegado a ese punto no quise saber si tenía envidia del
lugar que ocupaba él o de que la estuviese perdiendo a ella, pero no importó,
fui consciente en ese momento, sentado en aquel sillón, de que no importaba.
Dos semanas antes del
viaje de novios, de las firmas en los papeles oficiales, del decir un te quiero
susurrado en el oído después del beso en el altar, dos semanas antes de todo
eso yo no tenía el traje comprado, ni el regalo pensado ni la menor intención
de ir. Dos semanas antes del banquete, el alcohol y la música hortera, le abrí
la puerta a una Nora destrozada con las mejillas negras del maquillaje corrido.
Lloró en mi mismo sillón, sobre mí, lloró durante horas y fui consciente de que
estaba vacía de toda voluntad, de que yo podría manejarla como quisiera. Sin
embargo no era la primera vez, ni sería la última, que sentía que podía hacer
con ella lo que fuera, pero no con su cuerpo, sino con su vida.
Si desafortunado en el
juego, afortunado en el amor, cabe esperar que también sea al revés. Igual que
yo me había centrado en mi trabajo cuando quería huir de pensar en Nora, ella,
perdida en las calles y en los departamentos vacíos, con un ligero impulso mío
entró en el mundo de las finanzas. Al principio le costó, pero enseguida fue
triunfando y a medida que lo hacía sus ropas se volvieron más grises y sus
joyas más delgadas. En una ocasión, en una fiesta que celebraba en su nuevo
apartamento y a la que había invitado a toda una fauna de hienas que saben
cantar, me sentí completamente perdido, como cuando de niño pierdes a tus
padres entre una multitud y no dejas de mirar a cada lado viendo a gente que se
mueve a toda velocidad y que no reparan en ti y que parecen constituir un mar
en el que te vas ahogando. Me terminé una copa, de champagne, cómo no, y luego
otra, pero entonces me sentí mareado en vez de tranquilo. Así fui a buscar a
Nora, que se encontraba riéndose de una forma ensayada que de mirarla con
detenimiento comprenderías que lleva contados los segundos en el echarse hacia
atrás, el llevarse la mano al abdomen, el enseñar los dientes blancos, muy
blancos, y el reír casi sin sonido, dejando en ridículo a todos los pasos
previos. Logré sacarla de allí, de llevarla a un cuarto y transmitirle sin
palabras que no soportaba aquel circo de actos lentos. Ella sonrió y dijo algo.
Con su nuevo lenguaje me transmitió una aparente calma constituida de promesas,
pero cuando salió ella del cuarto y yo me quedé allí, se deshizo aquella
sensación, saboreé una ceniza de la densidad de la arena y volví a ser
consciente de que estaba perdiendo a Nora y que se estaba perdiendo ella misma.
Entonces volvieron también esos pensamientos que se mueven despacio como los
dedos por un rosario y ahí sí me calmé.
Nora perdió el trabajo.
Volvió a mí, llorando de nuevo en un sofá y una cama que la conocían. Encontró
su jabón en mi baño y yo la mimé con las mismas palabras con las que se calma a
un niño que se ha hecho daño. Cuando me cansó su presencia ella ya no estaba,
tuvo entonces una vida agitada en la que recorrió distintas profesiones, formas
de vida e incluso en la que empezó una relación con una mujer de pelo rojo que
duró hasta el momento mismo en que formalizaron aquello y Nora, como el picor
de una alergia, empezó a aborrecer el color rojo.
Y una vez más se abrió
la puerta y la luz del descansillo me mostró una Nora con los brazos caídos y
la sensación de vacío y desamparo que muestran los ositos de peluche. Parecía
loca, me hablaba de disparates como si fuesen sueños de siempre, decía de irse
a paisajes desérticos a ayudar a tribus que realmente desconocía si existían.
Terminé por pararla intentando salir de casa, lloraba y me golpeaba el pecho,
decía que quería hacerse miliciana.
Sus golpes fueron
menguando y acabó agarrada de mi jersey, llorando y moqueando con la cara
directamente sobre mí, llorando, si es que es posible, en un susurro violento.
—¿Por qué?
—Pobre Nora, ¿no te lo
había dicho ya? La realidad virtual, la falsa realidad…
Ella levantó la vista y
al mirar sobre mi hombro vio a la camarera mirándonos desde más allá de la
barra. Entonces me miró a mí con los ojos muy abiertos, con esa mirada que se
guarda para cuando te encuentras con el diablo.
—¿Qué es esto? ¿Qué has
hecho?
—Uno puede moldear la
realidad según quiera, según cómo la imagine y la escriba. Puede manejar su
vida o puede manejar otras vidas.
Nora no sabía qué hacer,
qué pensar, parecía encontrarse al borde del colapso.
Mientras tanto un hombre
con un abrigo verde salía del local.
Me ha gustado mucho. Enhorabuena
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