—Adelante, siéntate.
—Bueno, ¿por dónde empiezo?
—Tranquila, no entiendo cómo siempre estás tan
nerviosa. ¿Quieres tomar algo?
—No, no, gracias. Estoy a dieta y no como nada más que
una infusión de hierbas. Mire, aquí la traigo en el bolso.
—Tiene pinta de venenoso. Bueno, dime, ¿qué tal está?
—Esa respuesta es muy complicada; ya sabe, a veces está
feliz, a veces está triste. Es como cualquier persona pero viviendo las emociones
mucho más intensamente. Aunque yo la veo bien. Sí, está bien.
—Vaya, me alegro. Me alegro de que esté bien. ¿Dirías
que es por algo en concreto?
—No parece alegrarse mucho, señorito. Pues quizá, es
que su vida ha cambiado mucho. No sabría decirle.
—¿El diario sigue estando en la mesilla de noche?
—Sí, sí, eso sigue igual.
—¿Y qué se cuenta?
—Nada en especial. Al parecer ahora va al gimnasio…
—¿Ya no sale a correr?
—Creo que no, señorito. Salía a correr a la mañana o a
la noche, y ahora se levanta muy temprano y llega a casa agotada. Entonces va
al gimnasio por la tarde, y a esa hora no le gusta salir a correr porque las
calles están llenas.
—Una pena que perdiese el campo libre al lado de casa.
—No crea, señorito, la casa de ahora es muy grande.
Tres plantas tiene.
—¿Y piscina?
—Y piscina.
—¿Y solo nada en verano?
—Solo, pero más que nadar toma el sol.
—¿Y esta casa es la del ex marido, la que le dejó
cuando se marchó?
—La misma, pero él no se fue, le sacaron con los pies
por delante.
—Eso no me lo habías contado.
—Señorito, que le hablo metafóricamente.
—Menudo regalo se llevó. ¿Y qué más dice el diario?
—Ay, señorito, es que ya le dije, muchas cosas que dice
no las entiendo, parece que estuvieran en clave.
—Siempre fue muy particular a la hora de hablar de su
intimidad. Para la próxima vez te voy a encargar que fotografíes las hojas.
¿Hay dibujos?
—Hay dibujos. Unos muy bonitos y otros muy extraños,
señorito, el otro día se me apareció uno en sueños, hasta sale usted.
—¿Salgo yo? Cuéntame eso.
—Sí, sí, salía varias veces, pero como sacado de una
fotografía, se le veía más joven, así con esa barba que se traía antes.
—¡Esto sí que no me lo esperaba! ¿Y qué había escrito
al lado?
—Esas frases fueron las que menos entendí.
—Empieza fotografiando esas páginas. ¿Y cómo le va
económicamente, tiene trabajo?
—Ay, pues sí, pero ni falta le hace, que no dejan de
pasar hombres trayendo regalos como si fuese un altar. Ahora está en una
oficina de una empresa de publicidad o marquetín o como se llame.
—Qué bien, qué bien… ¿Y de amores?
—¡Ay, señorito! ¿Pero por qué se hace eso? A usted
todavía le gusta esa mujer, igual aún la ama, ¿por qué torturarse así?
—Solo es que quiero saberlo todo.
—¿Pero no le parece enrevesado?
—¿No te parece enrevesado que te pague a ti para que me
cuentes sobre ella?
—Ay, no sé, no sé…
—Venga, no te pongas así, no te pierdas. Mírame, ¿me
ves decaído? ¿A que no? Pues no lo estés tú, mujer. Venga, dime, ¿hay alguien?
—Sí, señorito; algunas noches y fines de semana viene
un hombre.
—¿Hombre o chaval?
—¿A qué se refiere?
—Descríbemelo.
—Es rubio, alto, tendrá unos veinticinco…
—¡Eso es bueno! No va a durar.
—¿Cómo lo sabe?
—Ella debe haber pasado por un mal trago y ahora cree
que este pipiolo es la solución, ¡qué ingenua!
—¿Está seguro…?
—Segurísimo. ¿Y hay alguna otra cosa que veas preciso
compartir?
—Pues verá, señorito, tengo la impresión… ¡Ay, no sé!
Creo que ella sabe que la espío.
—¡Pues claro que lo sabe! Por eso deja el diario a mano
y tiene charlas sobrexplicadas cuando andas cerca. Ella quiere que yo sepa de
ella sin tener que mezclarme con su vida, es sencillo.
—Pero qué me dice, señorito. Ay, no, no, no. No quiero
saber más de este asunto, no me gusta, es muy raro.
—Que sí, mujer, que no eres espía, solo intermediaria.
Seguro que ella habla también con alguien cercano a mí.
—Esto es muy raro…
—¡Es divertido!
—¡Están locos!
—¡Unos locos divertidos!
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