lunes, 24 de diciembre de 2018

El corazón le brilla


Una vez la mañana tuvo luz, la localidad de San Lázaro, ocupada por las fuerzas sublevadas, fue tomada de improvisto por un grupo de hombres armados, antiguos soldados del bando contrario. Las fuerzas sublevadas se refugiaron en el cuartel, en el centro del pueblo, y fueron asediados por estos hombres que les atacaban de una forma extraña, como con una energía distinta, y es que aquellos hombres habían sido llevados al bosque para ser ejecutados la noche anterior, y ahora se encontraban allí, disparando contra los muros del cuartel, en un ataque que si bien era insignificante, para ellos tenía el peso de toda una guerra.
La pasada noche caminaban dentro de un grupo de prisioneros y civiles aún mayor, en silencio, custodiados por soldados, recorriendo un camino del bosque que desembocaba en un claro donde esperaban ya cavados unos grandes hoyos negros. Entre todos ellos había un muchacho muy joven que aparentaba aún menos edad de la que tenía. El chico vestía un uniforme de soldado, pero cualquiera hubiera creído que se lo robó a un cadáver por no pasar frío. Caminaba con las manos juntas pegadas al pecho e intentaba recordar algunas oraciones, pero como no le venía nada claro y no tenía un cigarrillo que llevarse a los labios, se fijó en su propio vaho, que apenas veía gracias a la luna, y se entretuvo siendo un lobo, un dragón o una locomotora. Y entonces pasó. El vaho le hizo recordar la nieve, y a quien le acompañaba aquella vez en la nieve. Pensó en esa persona y le infundió ánimos. Siguió pensando y sintió cómo se le calentaba el pecho. Entonces pensó con todo el detalle que pudo en aquella persona y sucedió. El pecho, por debajo de la ropa, se iluminó, y brilló tanto y tan fuerte que la luz llamó la atención de todos los presentes y luego les cegó. Esta fue la situación que algunos aprovecharon para arrebatarle las armas al enemigo y asaltar el pueblo a la mañana siguiente. Del chico no se supo, en principio, nada más.
Cuando los soldados sublevados lograron salir del cuartel mataron en el tiroteo a la mayor parte de los asaltantes y apresaron a los demás. Un oficial, viendo las caras de los prisioneros, identificó a uno de ellos como un soldado al que había mandado ejecutar la noche anterior. El soldado, al ser interrogado, contó la historia de cómo estaban siendo conducidos por soldados enemigos a través del bosque, sin más luz que la luna, y cómo de pronto un muchacho se llevó las manos al pecho y de éste empezó a sonar algo, algo que llamó la atención de todos pero que en seguida se tornó un sonido tan agudo que tuvieron que taparse los oídos. Este sonido, además, hizo vibrar la tierra y entre las ondas que creaba se fueron enterrando los hombres que les habían estado conduciendo, de manera que, cuando el sonido paró, fue fácil desarmarles.
Los hombres que asaltaron San Lázaro murieron en el tiroteo o fueron ejecutados después, aquella misma tarde. El último hombre al que fueron a disparar se situó de espaldas a una pared agujereada y manchada de sangre, de frente a una masa de fusiles. Miró los rostros de quienes iban a disparar y lo que vio en ellos fue frío y ese frío le hizo recordar la noche anterior, en la que eran conducidos a un claro, bajo la luna y entre los árboles, y que de pronto se empezaron a oír extraños sonidos, un cubo de agua volcándose, unas piedras cayendo por una ladera, un caballo encabritado, y a ese mismo caballo se le oyó cabalgar en el interior del pecho de aquel muchacho, al que pusieron al borde de un hoyo negro y que pensó en alguien a quien quería tanto que su corazón bien podría empezar a brillar hasta cegarlos a todos o estallar en un grito que les hiciese desaparecer.

La fosa donde está enterrado aquel muchacho se podrá localizar el día en que podamos ver la tierra desde el cielo
y la podamos ver brillar.

lunes, 3 de diciembre de 2018

El niño grita algo


El niño dice que va a aguantar la respiración y que se va a caer muerto. Casi con ilusión coge aire y se tapa la nariz y la boca. Aguanta a cada rato un poco más, logrando atraer bastante atención, hasta que al final se cae. Cuando ve que le levantan sonríe porque allí hay varias personas preocupadas, entonces sus hermanos le alzan y su madre llora muy fuerte. El niño ríe y les dice que era broma, que no está muerto, pero le siguen llevando en alto y se incomoda, pidiéndoles que le bajen, que era todo una broma. No le gusta que continúen una broma que ha empezado él, perder el control, así que se enfada con su hermanos que le están dejando sobre su cama. Cuando por fin se van y va a poder levantarse aparecen sus dos tías, con el rostro muy blanco y la frente tensa. Una de ellas sale a estar con la madre, que sigue llorando de una forma que el niño no entiende y que le asusta de veras, pero entonces la otra tía le empieza a dar toquecitos en la cara con uno de esos algodones que usa para echarse colorete y al niño le hace cosquillas y vuelve a reír, porque no entiende el nuevo giro del juego pero éste sí le divierte. El cansancio le va viniendo y cierra los ojos un momento, no llega ni a dormirse, pero al volver a abrirlos ve que la luz de la ventana es la de la mañana, así que sí debe haberse dormido. Ante él están sus hermanos, uno al lado del otro, mirándole. Dan un poco de miedo así tan serios y vestidos de traje, al niño no le salen las palabras hasta que ve que uno de ellos sujeta más ropa. Le empiezan a quitar sus pantalones y él se revela, nervioso, porque no le gusta que le vean desnudo. Les grita y les llora, dice no, no, no y llama a mamá, pero de ella no se escuchan ni sus llantos y ellos se imponen sobre el cuerpecito que se resiste y le ponen pantalones y una camisa blanca que siente que le queda justa y le asfixia, que le molesta y le hace detestar cualquier plan para el que se la hayan puesto. Piensa que cuando se vayan del cuarto se la quitará o al menos desabrochará algunos o todos los botones, pero ellos no se van sino que se lo llevan. Le llevan cogido entre los dos de forma que no se puede escapar, pero él deja de moverse cuando escucha cómo hablan entre ellos, con qué tono, y por qué no se dirigen a él. Más tarde, en esa otra cama, un hombre le pregunta a mamá, que está muy rara, que si abierto o cerrado, y ella contesta que cerrado, así que la tapa deja al niño a oscuras, lo cual le encanta porque está muy enfadado con todos, pensando en cómo vengarse y sintiendo que ahí, en tan poco espacio, se siente protegido como en aquella ocasión en la que se iban de vacaciones y las maletas que no cabían en el maletero pasaron a los asientos de atrás, dejando a los hermanos sobrecargados, dejándole a él apretado contra el cristal, lloviendo al otro lado, haciéndole sentir separado y seguro de todo. Lo único es que sí que le gustaría abrir la tapa cuando oye las voces, porque son muchos los murmullos que no entiende y no le parece mala idea abrir la tapa pegando un susto, pero se da cuenta de que eso haría que ya no se tomasen en serio su enfado, así que se queda allí dentro, rumiando su ira. Al final oye unos golpes, no unos golpes contundentes como un puño contra la mesa, sino como si oyese distorsionada la respiración agitada de un caballo, aunque luego consigue identificar el sonido: es de tierra chocando contra la madera. Se desespera, el niño se desespera y suplica perdón sin saber por qué, pero quiere salir de allí y llora gritando que lo siente.

A pasear la medianoche


Desaparece el Sol, pero inquieto aún deja en el cielo dos ojos grandes para observarlo todo. Los ojos se vuelven rojos de cansancio y acaban por cerrarse. Todo se vuelve oscuro y la ciudad enciende farolas de luz muy blanca. Una señora recoge el felpudo de su casa, lo sacude y lo guarda dentro. Vuelve a salir, murmura el frío que hace y entra en casa guardando consigo a la gente, cada uno en su casa, dejando las calles oscuras, negras y blancas y muy frías. Pasan algunas horas sin que pase ni se oiga nada, no hay relojes de cuerda ni búhos. Las casas parecen respirar sobre la plaza, parecen hacerse grandes sobre ella y luego retirarse.
Por una esquina de la misma, como si fuese un teatro, aparece un hombre con un carrito negro de bebé. No se le oye a él, al carro ni al niño, hace frío. El niño va cubierto por una manta, el hombre lleva capucha y braga. Antiguamente se sacaba a pasear a los bebés en coche para que se durmieran, pero viendo al hombre del carrito parece que haya salido a caminar más bien por él mismo, tal vez para huir del calor de la casa con lo que ello implica.
El hombre se pierde tras unos árboles y a esos árboles terminan yendo a parar dos adolescentes que se besan a cada rato y hablan en susurros nerviosos. No tienen casa, ni coche ni una bohardilla en una ciudad bonita y lluviosa, cuando les viene la sangre no tienen otra que acudir a la naturaleza. Una vez ocultos miran en las distintas direcciones buscando a ver desde dónde les podrían ver, entonces dejan la piel al aire libre, la menor posible, hace frío.
Los adolescentes salen sin mirarse de entre los árboles y buscan la salida de la plaza, entonces se topan con dos pequeños perros, uno blanco y uno gris, que corretean entre sus piernas. Más allá está el hombre que los ha sacado a pasear.
El dios Ra debe matar a la serpiente para que amanezca, si no lo hace la ciudad seguirá cubierta por la noche, aunque no por ello nadie seguirá durmiendo, el frío les inquieta y hace que se muevan nerviosos.

lunes, 26 de noviembre de 2018

Nos la trajo la bruma


Cuentan que un día se acercó al mar de madrugada, miró a la bruma y pidió un deseo. Cuentan también que pasaron los años y lo olvidó. Solía escribir sobre ventanas, pájaros, lluvia, fruta brillante y gafas extrañas, o más que escribir sobre estas cosas, escribía historias para poder hacerlas aparecer. Hubiera escrito también sobre el humo de los cigarrillos que subía hasta el cielo haciendo una almohada entre las nubes y la ciudad, pero cuando pensaba en ello, el humo le recordaba a la bruma del mar de la mañana y se le hacía extraño. Son cosas distintas los distintos gases, lo sabía bien, pues a veces habría la ventana y dos pequeñas nubes le llevaban por los aires, pasando delante de los pájaros que le miraban desde el poste de la luz, delante del hombre que al ver a un chico volando corría a limpiarse las gafas de media luna, esos gases que conformaban dos pequeñas nubecitas que se deshacían con la lluvia y le hacían caer sobre los árboles, atravesando sus ramas y cayendo al suelo seguido de una segunda lluvia de fruta fresca.
Mientras él volaba o escribía o se encerraba en su cuarto o no sé a qué más podía dedicarse, la bruma tomó una mañana la playa, la cubrió y dibujó una puerta, pero también dibujó una ventana y de ella salieron un pie, una pierna, otro pie y consiguientes. Los pies al tocar el suelo frío no supieron qué hacer, así que se sumergieron en la tierra y salieron calzados con dos zapatos hechos de arena de playa mojada. Pero el resto del cuerpo seguía desnudo, y ya fuera por frío o por pudor dos ojos miraron a los lados buscando algas o piedras o troncos de árboles, pero la bruma, en la que se retiraba, dejó extendido un vestido blanco, bonito, sencillo y arrugado. Los labios entonces pronunciaron algunas palabras para dejar claros algunos conceptos. Algunas de esas palabras eran protocolarias y fueron a parar a las distintas cosas, pero también dijo Ella y así se dio una identidad, también dijo cosas que nadie entendió, probablemente palabras inventadas, porque le hacía mucha gracia esto de hablar y ya no lo podría hacer más.
La bruma retrocedió sobre el mar y casi al instante vinieron las nubes desde el horizonte oscuro, porque son cosas distintas los distintos gases pero el vapor de agua parece ser igual y solo tenía que alejarse para subir. Subir como había subido el muchacho que salió volando por la ventana y caer, como de esas nubes cayó la lluvia y en consecuencia el muchacho. Cayó sobre los árboles, como venía siendo costumbre, preguntándose qué hacían los pájaros cuando empezaba a llover. Una vez en suelo alzó la vista hacia las ramas y le cayeron en la cara algunas gotas de la lluvia que se desarrollaba más arriba, como en otro plano. Sin embargo no se sintió como siempre en esos casos, notó algo extraño en la tierra, en los árboles y en las cosas que había más allá que no veía pero si intuía, lo cual también era raro, que intuyese las piedras, las raíces y la fruta del otro lado del bosque. Así se dijo, aquí hay alguien y fue en pos de la presencia mojada. Pero al pasar del último árbol la vio y se olvidó de que la había presentido, la vio con su vestido blanco y sus zapatos marrones claros, también miró al cielo, ya no llovía.
La neblina que queda sobre el lago, los cigarrillos encendidos y el humo que salía de la chimenea del tren, todo eran gases, aunque distintos, y él se los enseñó a ella. No se le ocurrió probar a saltar por la ventana porque no estaba seguro de que las nubes se pudiesen compartir, además de que siempre caía al suelo y no quería someter a eso a alguien a quien acababa de conocer. Sin embargo Ella le miró como con decepción, no podía decir nada porque no podía hablar, pero no había venido para ver esas cosas, porque eran cosas para ver si se tiene poco tiempo y Ella no tenía ninguno. Como se va la bruma él se dio la vuelta y Ella ya no estaba. Quedó su vestido suspendido en el aire un segundo, después se difuminó y donde estaba se pudo ver, a lo lejos, el mar.

De entre los pájaros salió un hombre con gafas de media luna. Se acercó al muchacho y le dio una pieza de fruta brillante. Se sentaron y el chico descubrió que no podía hablar. Ya no tenía sus nubes, sus escritos ni su voz. El hombre sí habló mientras cortaba la fruta en pedazos, dijo que por la mañana le gustaba sentarse frente al mar y que el mar le hablaba, que no decía cosas coherentes, pero que hablaba. Más adelante le dijo el hombre al muchacho que el mar había preguntado por él y así le fue contando las historias que traía la corriente. El muchacho sonreía entonces y disfrutaba escuchándole, sabía que era mentira y que la bruma era muda, pero le gustaba escucharle.

lunes, 19 de noviembre de 2018

Los corazones que flotan


En teatro nos imaginamos de pronto el suelo cubierto de cubos de pintura. Había que verlos con detalle, los míos eran blancos, manchados por fuera, destapados, bastante llenos y con un asa de metal muy fina que se te clavaba en los dedos cuando los cogías, porque luego había que cogerlos, sentir su peso y disfrutar lanzando su contenido contra las paredes. Mis cubos pesaban tanto que si no hacía bien en arco, la pintura no volaba y caía en el suelo manchándome los pies. Era el primero de los ejercicios físico-psíquicos, luego hubo que cerrar los ojos y visualizar nuestro propio corazón. Yo lo veía de frente, como si fuera una cámara atravesando piel y músculo, internándome en las paredes donde un corazón latía serio. Entonces nos dijeron que viésemos cómo el corazón empezaba a subir, pero como yo seguía entre los recovecos mal iluminados del cuerpo, solo podía ver cómo el corazón subía como si flotase y cómo se daba cabezazos contra el techo como un pato de goma que flota en el agua y se da cabezazos con algún techo. Pero nos decían que el corazón no dejaba de subir y el mío no podía flotar más, hasta que dijeron que viésemos cómo subía por encima de nuestras cabezas. Entonces hubo que sacarse el corazón del pecho y la única manera que tenía de salir era atravesarlo. Solo que no lo hizo solo, como la pera de Newton, el corazón salió aún conectado a todas las venas y arterias que seguían unidas con mi interior y así según subía tiraba de mí, se me levantaba el hombro y me abrasaba el pecho. Dijeron que entonces viéramos los corazones de los demás, cómo se elevaban tan alto y el mío a un metro de mí, destrozándome. No podía cortar las cuerdas rojas porque entonces dejaría de sentirlo y sería solo imaginar que veía flotar un globo con la forma de un corazón. La gente parecía liviana y feliz, nos dijeron que entonces nos dijéramos ya sé qué lo que es el amor y me sonó a insulto pensar que el sentir que tiran de ti por todos los puntos de dentro de tu pecho con la fuerza de un cometa es algo bueno o es amor. Así que anduve mintiendo, la gente decía la frase en un suspiro y yo la repetía, por algo soy actor.
Después hubo que imaginarse que el corazón empezaba a pesar y se hundía más y más. Acabé sosteniéndome con una pierna, completamente volcado por el peso de esa piedra que seguía atada a mí. De nuevo hubo que mirarse a las caras y decirse ya sé lo que es el amor a lo que había que responder sí, lo sé y yo andaba actuando fatal, casi sonriendo, porque el corazón pesaba, pero no tiraba. Al final hubo que limpiarse de emociones y a mí no se me ocurrió mejor idea que imaginarme cortando aquellas tiras rojas.
Una compañera dijo que se imaginó cómo su corazón se perdía en un agujero negro, otra que casi se asfixia cuando el corazón le salía por la garganta.

lunes, 5 de noviembre de 2018

La espera


  Recuerdo una ocasión en la que era niño y quedaban diez días para mi cumpleaños. Recuerdo mirarme las palmas de las manos, los dedos extendidos y pensar que esos eran los días que quedaban para mi cumpleaños. Ese momento fue un peso en el pecho, era muchísimo tiempo y había que pasar por todos esos días sin poder huir, una sensación horrorosa.
  El otro día en teatro la profesora nos dijo que debíamos elaborar nuestra hoja profesional y apuntar en ella cinco cosas que creyésemos que debíamos cuidar antes de cada actuación. Decía que los calentamientos típicos no tienen por qué ser idóneos para todos, que había quien podía tener bien la voz o el cuerpo relajado, de forma que en la hoja debíamos poner una palabra o un dibujo para recordar, de un solo vistazo, qué debíamos calentar antes de una actuación. Si esa hoja no fuese para teatro sino para mi vida, una de las cosas que habría de apuntar sería la paciencia.
  Antes, como en la anécdota que he contado, mi impaciencia era temporal, quería que llegara mi cumpleaños, que llegase Reyes o que llegase el verano. Ahora las fechas me importan menos, y sin embargo la impaciencia sigue. Ahora soy impaciente con las personas, veo una posible amistad y no quiero pasar por los trámites oportunos y lentos, quiero que ya seamos amigos y de verdad, con intimidades y tinieblas. Si conozco a alguien y me gusta y le gusto, no quiero tener que pasar por lo mismo, aunque sepa que es mejor así, quiero llegar al final y después al final del final, tan rápido que es como un destello, una nota en una agenda o algo que recuerdas una vez ha pasado el tiempo.
  Ojalá con las personas pudiera mirarme los diez dedos estirados y suspirar porque no puedo hacer nada porque las cosas vayan más deprisa.


domingo, 30 de septiembre de 2018

Se la tragó la noche


 Me había dormido en el último búho y cuando me desperté, ya en las cocheras, el conductor me dijo sonriendo mientras fumaba que no podía llevarme. Entonces inicié la ruta caminando, no era la primera vez que me pasaba y conocía el camino. El trayecto era de aproximadamente una hora.
 Al poco de salir de las cocheras, crucé unas calles y atajé para salir del polígono, donde ninguna farola estaba encendida, y entonces, en el linde con la primera calle iluminada, oí algo y me quedé quieto, aún a oscuras. En la otra acera de la calle iluminada había tres personas. Me fijé mejor en la composición del grupo -no veo muy bien de lejos- y vi que eran dos chicos adolescentes llevando a una chica entre ellos. Ella a penas tocaba el suelo, y si lo hacía era para arrastrar la punta del tacón, parecía estar increíblemente borracha. “La van a violar”, pensé, tengo redes sociales y esas cosas se ven mucho, la forma más suave de la violación, aprovecharse de alguien. Empezaban a girar por una calle, iban despacio y yo no dejaba de pensar sin llegar a nada. Por esa calle se atraviesa una zona urbanizada y se llega a un parque. “Allí va a ocurrir”, seguro que ellos necesitarían de un sitio cómodo encima de un banco y no entre dos coches para lograr esquivar el sentirse culpables. ¿Y qué debería hacer yo? Y aunque me encontraba en la privacidad de mi mente logré censurar la otra pregunta “¿y por qué debería hacer algo?”. Aunque allí, cansado y en las sombras, podía estar precipitándome, aquella calle atravesaba primero una urbanización y ellos podían estar llevando a la chica, a su amiga, a casa. Es más, había exagerado para mal con lo de la violación, y exagerando en sentido contrario aquellos dos chicos podían ser sus hermanos que habían ido a buscarla después de una llamada amiga y que al llegar a casa la descalzarían y la meterían en la cama recibiéndola a la mañana siguiente con bromas acerca del dolor de cabeza. Tengo redes sociales y conozco casos, pero también es verdad que ninguno de esos casos lo conozco porque le haya ocurrido a alguien cercano. Esperé hasta que dejé de verlos y me marché a casa.
 A la mañana siguiente, por si acaso, no leí la prensa local.

lunes, 24 de septiembre de 2018

La pelea con el diablo


A veces nos escapábamos e íbamos al pueblo después de haber terminado nuestras tareas. Llevaba a Jaime conmigo porque como mamá no volvía hasta tarde, no podía dejarle solo en casa, aunque en verdad me pesaba ir tirando de su brazo, haciendo a veces que sus piernas volasen sobre aquel camino de polvo que iba de la casa al pueblo. Antes de llegar solo había una casa, una finca enorme en donde vivía Don Eusebio, el terrateniente, a quienes todos odiaban y debían dinero a partes iguales. Más allá, la villa, el pueblo, que no era nada pero lo era todo. Yo llevaba a Jaime a la taberna porque allí siempre había alguien que contaba alguna historia a cambio de que le pagasen la bebida. La verdad es que casi todas las historias, que vendían como milagros vividos por ellos mismos, no eran más que cuentos improvisados, pero la gente, aunque se quejaba, invitaba a bebida de todas formas porque por aquellos años al pueblo no había llegado todavía el cine. Así, aunque mamá que pegaba a la vuelta a casa y Jaime acababa llorando de puro cansancio, solía escaparme al pueblo al terminar mis tareas.
Aquel día había de cuclillas sobre la barra un hombre que apenas solía beber solo a beber. Cuando se le veía andaba en busca de negocios, de mujeres o de pelea, aunque otras veces, como aquella, venía a contar alguna anécdota. Para cuando llegamos ya había empezado:
—Os juro que se me echó encima, así, con la mano en alto —mientras decía esto se levantó y dijo más por cómo que se movió que por las palabras que utilizaba.
—¿Estás seguro de que era él?
—¿Qué si era él? ¡Por dios! No sabía quién era la muchacha, ¿pero él? ¡Joder, era el puto Diablo! —y al decir esto corrió un murmullo entre todos que Jaime y yo aprovechamos para escabullirnos y colocarnos al fondo de la sala.
—¿Y qué pasó después?
—¡Eso! ¿Te dio?
—¿Que si me dio? ¡Por dios, no! Tenía un cuchillo que parecía una espada, si me llega a dar con eso no estoy aquí hoy —e hizo una pausa para beber que creo que estaba más justificada por la tensión del relato—. Bueno, que le esquivé pero de la misma tropecé y caí al suelo, con la mala suerte de que rompí el candil que desparramó el aceite por el suelo, dando más luz, y así pude ver a la muchacha medio desnuda y al Diablo mirándome… como eso, como un diablo. Así que yo me levanté de un salto y por el enfado de que me hubiera hecho caer me lancé a él también hecho una fiera. No os podéis creer, yo cogiendo al mismísimo Diablo por el cuello, a él cayéndosele el cuchillo y los dos dando vueltas por el suelo.
—Juan, vámonos ya, estoy cansado.
—Cállate, acabamos de llegar, deja que termine la historia.
—Entonces el Diablo terminó sobre mí, intentando ahogarme, pero yo vi que el cuchillo acababa en los pies de la muchacha, así que le grité «¡niña, pásame eso!», pero nada, que ella, al oírme, se dio cuenta de que seguía allí, así que pegó un grito y se fue corriendo ¡con el vestido aún abierto y las tetas dando brincos!— y aquí consiguió que los compadres riesen con él—. Bueno, que la niña corriendo, yo cagándome en sus muertos y el Diablo sobre mí, todo su enorme cuerpo aplastándome el pecho, y os preguntaréis qué hice para librarme al terror sobre la tierra ¿no? ¡Pues un rodillazo en sus partes!
—¿Pero es que el Diablo tiene huevos?— y rieron todos, yo también quise reír, pero Jaime se puso a hacerme preguntas sobre detalles de la historia que no entendía.
—Joder si los tiene, y bien grandes que deben ser pues se hizo una bola gritando de dolor. Pero yo no me esperé y corrí a coger el cuchillo, para cuando se había levantado yo ya le apuntaba ¡y se le ocurrió suplicarme!
—¿Y qué hiciste, le dejaste huir?
—¡Por dios no! Esa era la mía, digo la nuestra. Le pegué un corte en todo pecho, y para cuando se le ocurrió bajar la cabeza a mirar, ya le había cortado también en el brazo y la pierna. El desalmado salió corriendo del granero y yo le perseguí por el prado cortándole alguna parte cada vez que le alcanzaba.
—¿Y qué pasó entonces?— la gente ya no reía, una especie de murmullo silencioso se colocaba entre ellos como una ola suave.
—Nada, que llegamos hasta la falda del cerro y allí ya cayó muerto.
—¿Y qué fue de su cuerpo?
—Lo tapé con unas rocas.
—¡Al amparo de los cuervos debiste dejarlo!— pero en vez de risas, los gritos de apoyo parecían estar más bien marcados por la rabia.
—Bueno, que vaya quien quiera y le despoje de lo que quede, yo me llevé sus botas. Aquí, amigos, podéis ver las botas del mismo Diablo.

—¿Y te gustaron sus botas?
—Sí, Jaime, eran muy bonitas.
—Eran preciosas, yo quiero tener unas botas iguales. ¿Crees que mamá me las comprará?
—No creo que tengamos dinero— decía yo al pasar por la finca de Don Eusebio, donde, en el cartel en el que estaba inscrito el nombre de la finca, alguien había escrito debajo «el Diablo».

jueves, 13 de septiembre de 2018

Cuento con moraleja


En medio de una especie de páramo hay una torre en la que vive un tirano. Cada mañana el tirano se asoma por el balcón de su torre gris y le grita a la gente del páramo que recojan las piedras que encuentren para hacer con ellas más alta su torre. Al salir al balcón una mañana ve de pronto que anti sí hay grandes bloques de piedra que no están en su torre y grita a los habitantes del páramo que las reúnan y continúen con ellas la construcción. A la mañana siguiente ve que en el páramo hay más piedras y más grandes, así que ordena que los habitantes del páramo sean castigados por su egoísmo. Cada mañana al levantarse ve como las piedras que se pueden encontrar son más grandes, por lo que los castigos aumentan en consecuencia y sigue ordenando que sean transportadas para continuar la torre. El tirano no se da cuenta que las piedras que ve cada mañana son trozos de la misma torre que se han caído por la noche y que los habitantes del páramo van haciendo cada vez peor su trabajo en la misma proporción que aumentan sobre ellos los malos tratos. De esta forma que cada vez serán más grandes las pérdidas de la torre hasta que el tirano muera aplastado.

domingo, 8 de julio de 2018

Sangre de melocotón


Es una obra sencilla y moderna, de esta forma solo hay un escenario: un jardín. El jardín tiene un árbol a la izquierda y lo que parece una piscina a la derecha. Al fondo, una puerta comunica con el interior de la casa. De ella salen un chico y una chica. Ambos, aunque son actores, han olvidado su papel y se han creído todo aquello que les rodea. El árbol es un árbol y tiene una historia, la piscina moja y la otra persona, piensa ambos, me quiere besar.
Él entonces camina seguro, la casa es suya y el jardín es suyo. Ella, sin embargo, también ha olvidado su papel, pero lo que ahora piensa no tiene por qué coincidir con lo de él.
Él sigue caminando y se planta en mitad del escenario, le toca pronunciar su discurso:
—En este jardín me crié yo… —ve entonces los ojos de la gente que le mira desde el público, pero descarta cualquier idea extraña atribuyendo esas pequeñas lucecitas a las estrellas, pues seguro que el seto de su jardín se ha convertido en una noche estrellada— Aquí me crié yo, ¿me escuchas?
Pero ella no le está mirando, ella mira en dirección a la piscina, de hecho su mirada va más allá y se pierde allí donde no llega el agua.
Él quiere continuar su discurso porque él se quiere acostar con ella, y para ello tiene que hablar de lo agradable que es sentir el sol sobre la piel desnuda, tiene que invitarla a sacudir el árbol diciéndole que los frutos que caigan serán suyos y tiene que hablarle de que ese árbol tiene esa forma porque él se cayó encima cuando era pequeño.
Ella, aunque él hable, no le va a escuchar, porque ha descubierto la existencia de las manos. Mira al techo y al suelo. Escucha los pájaros al otro lado de las paredes y se pregunta por qué las estrellas del seto parpadean de dos en dos.
Él tiene que bajar el tono para empezar a hablar del niño que no nació para que naciese él y que además de su vida, le regaló su nombre.
Ella empieza murmurar “no te quiero, no te quiero, no te quiero”.
Sin embargo, para él, todas esas cosas han dejado de tener sentido, no sabe que obra tras obra ha dicho siempre lo mismo, pero cree que sí lo ha dicho con todas las personas que han atravesado su jardín, y hay como algo que se ha secado, en verdad no quiere acostarse con ella ni ver su cuerpo desnudo al sol, sino que estaba haciendo algo más parecido a cumplir un trámite.
Ella salta a la noche estrellada. Él se sienta pensando que menos mal que ella no le quería.

El agua inexistente de la piscina se desborda atrapando al muchacho en un torbellino. Él tiene la opción de sujetarse a la copa del árbol, pero se deja ahogar.

lunes, 7 de mayo de 2018

Algo que guardar en el bolsillo


—Niño, come, que viene el avión, que si no lo comes se caerán las torres. Come niño, y dejarás de llorar.
—Quiero ver a mamá.
—Tu mamá no existe porque no está aquí ahora, come e igual aparezca.
—Quiero a mi mamá
El niño, más que llorar, gritaba. El grito caía de la silla, cubría el suelo, manchaba los zapatos de ella y en algunas partes golpeaba las paredes con tanta fuerza que había gotas que saltaban llegaban a tocar las ventanas selladas con tablas de madera.
—Niño, tengo que tener paciencia porque ese es mi trabajo. Para mí la paciencia es dinero. Come.
El niño seguía llorando.
—Niño, que no te asuste el que no te llame por tu nombre, pero es que no quiero mancharlo, quiero que guarde la frescura de tu madre.
El niño llora, llora y llora.
—Te puedo dejar mi mano para que juegues con ella, con los dedos, o la cuchara cuando termines de comer, pero aquí no hay más juguetes, todo lo que hay por aquí te puede hacer daño, como mi manita.
—Mamá.
—Corazón, por favor, no llores. No me gusta estar aquí como no te gusta estar a ti. Solo come y deja de llorar, pronto, muy pronto, todo esto habrá acabado.
—Mamá.
—Calla, calla, te daré tu nombre. Mira mis dedos jugar, Pablo. Pablo, Pablo, Pablo. Mira, mira cómo se mueven.

Una calle que gira a la izquierda, otra que gira a la derecha, otra que gira a la izquierda y entonces aparece un parque. Él camina de forma extraña, en parte porque está nervioso y en parte porque está feliz. Es todo un empresario, ha dedicado mucho dinero y esfuerzo a un solo proyecto, se ha arriesgado, pero ahora tiene frente a sí un parque viejo y vacío, a excepción de dos personas que le esperan en el banco de el fondo con una bolsa. Piensa el hombre que ha costado llegar hasta allí, que sobre todo costó atreverse, pero que ahora ya tendrá la vida resuelta. No llega a oír el disparo, ni  ver a ninguno de los uniformes azul oscuro, están bien escondidos. Tampoco llega a pensar en que hay quien le espera antes de morir.

lunes, 30 de abril de 2018

A plena luz del día


Me llamó tu hermana porque estaba preocupada. No la culpes, tampoco es tan raro que pensase en mí. Yo también me preocupé, si te digo la verdad, cuando me enteré de que habías desaparecido de aquella forma. Tenía unos negocios a las afueras, los que pude los aplacé y el resto lo solucioné deprisa. No quería hablar con ella por teléfono, prefería que me contase las cosas en persona, pero tampoco había mucho que decir. No estabas, pero yo podía dar más pasos que ella en la oscuridad. Fui a la zona vieja, que qué tontería, pensarás, pero allí aún hay quien te recuerda, algunas de esas personas quedaron dolidas por antiguas desapariciones tuyas. Me encontré con R., que no quiso hablar conmigo, ni aceptar mi dinero, y que solo dejó de hacer ruido cuando le mencioné a tu hermana. Tu hermana calma a los diablos que vas dejando. Aun así R. no tenía nada que decir, pero me dio una dirección y un murmullo en el que creo que me deseaba suerte. Por la zona de Calmar me dijeron que estabas dando a luz, por las Margaritas que andabas abortando. La ciudad entera respira tu nombre, en todos lados queda tu olor, pero los recuerdos se vuelven borrosos, la mitad vota por recordarte hermosa, la otra, de dolor, te quiere muerta. Yo, por mi parte, era todo un profesional, te buscaba y nada más, no tenía tiempo para otra cosa cuando un viejo de la calle Candileros me dio un mapa para encontrarte en el cementerio de la Hija de Dios, ni cuando el enterrador del mismo juró haberte visto salir desnuda de un nicho abierto a plena luz del día.
Hice un recorrido de tu vida en la ciudad; es extraño, pero cuando uno se da prisa se da cuenta de que los lugares que nos forjaron en realidad son muy pocos: un par de casas, un parque, un colegio, dos oficinas, cuatro tiendas, tres cafés, una terraza desde la que gritar. En tu caso había que añadir edificios en ruinas y viejas fábricas. Un escalofrío me dio al pasar por allí, al imaginarte buscando esos lugares para buscar otras cosas, o para buscar enterrarlas. No pienses mal, muchos de esos sitios los conocí esa misma tarde, me los iban señalando dedos de todos los colores. La noticia se extendió, y no hubo pocos que me exigiesen un pago por nada, y yo pagaba pensando en tu hermana. En realidad era un poco absurdo que te buscase, no te iba a encontrar, y si lo hacía no iba a servir de nada, no querrías verme, ni oírme, ni hablarme, sería un ser de otro mundo junto a ti, un ser cálido de un mundo frío. Después sonó el teléfono, era tu hermana. Después sonó más veces, era mi propio mundo llamándome para que olvidara cosas que no me correspondían. Después me llamó R., lo que era sorprendente porque no tenía mi número, y me dio una dirección, sin más, una calle, un número y colgó. Ya imaginarás dónde fui a parar, yo al principio creía que sería una casa, cierta casa que yo temía, pero eso hubiese requerido más datos, una escalera, un piso, una letra. Las iglesias solo son un número en una calle, y yo estaba allí, vi a testigos desconocidos que salían del templo y se desperdigaban, y a vosotros dos, saliendo, contentos, o al menos sonriendo. La embarazada, la loca, la revivida, la vagabunda, la diosa, la desaparecida se mostraba ahora una mujer distinta de todos los cuentos y caminaba junto a alguien que miraba al frente y que no la miraba a ella. Sentí alivio, un alivio como un río por verte bien, pero también sentí cierta tristeza, una tristeza parecida a un río.

domingo, 22 de abril de 2018

Vuelta a la Nada


Por el sendero que baja de la montaña volvía al pueblo una señora cargada con una bolsa voluminosa, no se sabe si pesada, pero al menos sí voluminosa. Parecía que se hubiera puesto una máscara, porque bajo aquella cara arrugada y marrón, serpenteada por puntos negros, había escondida una mujer mayor, pero no de las que llevan el adjetivo mayor después de mujer. En un momento dado, vio más adelante en el camino a un hombre sentado en una piedra. Se le apareció la desconfianza en una nube sobre la cabeza, porque aquel hombre no era del pueblo, y aquel no era pueblo para extraños, porque no tenía nada. Sin embargo, para cuando llegó a la altura del extraño, no había pensado aún qué hacer con aquella desconfianza.
—Buenos días, señora, ¿me deja que le ayude?
Ella murmuró algo que le valió como respuesta a ambos, y como siguió caminando, él se levantó de un salto y empezó a caminar a su lado.
—Dígame, ¿es usted del pueblo?
—Sí.
—¿De toda la vida?
—Sí, nacida y criada.
—¡Vaya suerte nacer en este pueblo!
—¿A qué se refiere?
—¿A usted le gusta?
—Claro, es mi casa.
—¿No hace frío en invierno y calor en verano?
—Como en todos los sitios.
—¿No les mata la pobreza?
—Hum.
—Pero digo yo que a todos no les matará, ¿no? Habrá quien se marche.
Entonces la señora se paró y miró a aquel hombre, que sonreía de forma muy amplia, tensando mucho los músculos, como si fuesen dos tirachinas a punto de ser disparados. Sus ojos, sin embargo, no sonreían, parecía más bien como si él también tuviera una máscara y la mirase serio detrás de ella. Ella no era vieja, él hablaba en serio.
—Juan. Hijo de María.
—Me alegro de verla, señora Rosario.
—¡Juan! —y la bolsa voluminosa, que por el ruido demostró ser también pesada, cayó al suelo.

—Pues eso he hecho, volver, he vuelto en cuanto he podido.
—¿Y por qué no escribiste?
—Ay, Rosario, ¿cómo se le escribe a un pueblo que no figura en los mapas?
—Ay, no sé, Juan, pero es que una acaba pensando en los que se van como si hubieran muerto. ¿Por qué lo has hecho?
—Pues porque me hice famoso, ya ve usted qué razón. Más allá de las montañas conocen mi nombre. En realidad no es mi nombre, ni saben nada de mí, soy un producto, pero un producto que conocen y se cotiza bien. Y ahora quería la tranquilidad de la Nada.
—¿Pero por qué has vuelto aquí? ¿Por qué has vuelto a la Nada? La gente se marcha justo por lo otro, para buscar fortuna en la Capital.
—¿Mi madre también se fue buscando fortuna?
—Tu madre no se fue, tu madre huyó.
—Cuénteme cómo le ha ido a la Nada sin mí.
—Ay, muchacho, pues nos ronda un lobo gigante, del tamaño de una vaca. Ataca de noche y desaparece rebaños enteros.
—Cuando yo era niño había un ciervo con cabeza humana, me gusta ver que las creencias van cambiando.
—¡Ay, pero no! Si al ciervo lo cazaron hace unos años, la cabeza está en la taberna, si pasas por allí mira los trofeos.
—¿Y qué pasó con los otros niños? ¿Qué pasó con María Helena?
—Un día apareció un extraño en el pueblo, apareció y se quedó. María Helena seguía viviendo en casa de sus padres, los cuidaba y eso. Ellos murieron pero en la vida de ella no cambió nada, seguía haciendo las mismas cosas con la misma calma de siempre. La conociste hace mucho, pero sigue siendo una mujer bonita, el hombre la cortejó y ella cedió. Cuando ella se quedó embarazada, o igual antes, el forastero desapareció. El vientre de ella fue creciendo hasta que un día empezó a decrecer y se volvió a quedar plano, así como lo oyes. Ahora no mira hacia lo lejos esperando el regreso del hombre porque en un pueblo rodeado de montañas no hay lejanías a las que mirar.

En la taberna, en un tablón encima de la barra, un rostro humano miraba a Juan, que bebía debajo. Juan miraba el rostro que miraba a Juan beber. Un rostro de una cabeza humana de un cuerpo de ciervo. Del cuerpo no había rastro.
María Helena fregaba una mesa al fondo. Un trapo húmedo, también sucio, describía círculos sobre la madera y la iba cambiando de color, más clara, más oscura, más brillante. Después la madera se secaría y el trapo no habría servido para nada. María Helena no había deparado en Juan, o al menos no le había mirado. No le había mirado ni en calidad de desconocido ni en calidad de viejo conocido. Tampoco miraba a las otras personas de la taberna, ni a las mesas que le quedaban por limpiar, ni al trapo que describía círculos, bien visto no miraba nada.
La chica que no puede mirar hacia el horizonte ya no mira nada.
No como la cabeza humana del ciervo, que parecía desviar su mirada de Juan y fijar su vista sobre ella, abriendo sus enormes párpados de animal.

domingo, 15 de abril de 2018

Ángel de la fatalidad


Sería cosa extraña ponerle personalidad a los autobuses. El 4, por ejemplo, era más agresivo, mientras que el 3 era tonto y suave, recorría las calles de la gente perdida y terminaba, vacío siempre, en un polígono industrial. Por eso le gustaba a J. tener esa ruta, era la más silenciosa, silencio al que contribuía no poniendo la radio. A otros autobuses se subían señoras que conocían el nombre de los conductores, que les saludaban, les daban el aguinaldo y pasaban el trayecto con la vista fija en alguna pantalla, pero no en el 3, allí no había adolescentes que pusieran la música alta, allí todos los viajeros acababan mirando por la ventana, un poco perdidos. Esto lo sabía bien J. que les veía desde el espejo retrovisor, y le encantaba.
Era una ruta de mujeres solas, mujeres que se bajaban en lugares vacíos para protagonizar películas independientes sin cámara. La ruta acababa en un polígono en donde el autobús se detenía antes de rehacer el camino, y J. nunca retenía el descanso más de lo que debía, sabía que sus viajeros eran gente que necesitaba un horario estable a cambio de no tener nada más. Pero en su último trayecto de la tarde (ya de noche) había un desconocido que se subía en la penúltima parada y se sentaba al fondo, después el autobús se detenía en mitad de una calle vacía del polígono y, en vez de conducir hasta las cocheras, el desconocido se acercaba y pasaba a llamarse P. Fumaban juntos en la parte delantera del autobús número 3, con las luces encendidas en mitad de una calle. La luz de las farolas era de un amarillo oscuro, la del autobús era blanca. Cada día aparecía P., sin ser llamado, sin que nunca hubieran hablado sobre aquello, y J. lo agradecía enormemente, aunque sin darse cuenta. Aquel momento de fumar juntos, sin apenas hablar, resaltaba como una ausencia en la historia de J. En el instituto, por ejemplo, cuando pudo haber faltado a algunas clases para saborear las horas de la mañana en las que el sol empieza a calentar y uno se sienta mal por no hacer nada y bien por no hacerlo, o después, cuando le dio por hacer teatro y se sentía como un órgano implantado en un cuerpo que le rechazaba, allí le hubiera venido bien salir a fumar con P. cuando el aire ya estaba cargado y olía a cuero, cuando oyó a una de sus compañeras comentar a sus espaldas “el imbécil del niño este” y se sintió bien porque escuchó lo que había sentido y marcharse del grupo ya estuvo justificado para sus adentros. Un día le habló a P. sobre un vídeo que había visto donde se decía que fumar acortaba la vida y ambos se rieron juntos.
Aquel día los dos miraban hacia el techo cuando exhalaban el humo, lo hacía porque lo escupían con rabia. A J. se le pasó por la cabeza que era bueno que ninguno tuviera a nadie esperándole en casa, porque esa persona probablemente sufriría noches como aquella al volver ellos. No estaban hablando mucho, J. tenía la garganta seca y P. tenía ganas de acudir a algún gimnasio que abriese por la noche a fin de liberar la fuerza bruta sobrante de sus pensamientos. Entonces se giraron y por el pasillo del autobús, más allá de la cortina de humo, vieron un pelo rubio cortado a tazón, con dos brazos, un tronco, dos piernas y unas deportivas de marca hechas para jugar al fútbol, pero que aun brillaban por el poco uso. El niño les miró y ellos fumaron a la vez.
—Mierda, ¿y éste?
—Niño, ¿qué haces aquí? ¿Y tu mamá?
—¿Qué hacemos ahora?
—Niño, ¿sabes volver a casa solo?
—¿Y si le dejamos aquí?
—Joder, no podemos hacer eso, tendrá cuatro años.
—Si te parece me lo llevo a las cocheras, se lo dejo de sorpresa a la que limpia.
—No, a ver, se lo habrá dejado alguien.
—A mí no me han llamado de central.
—Pues llévalo allí.
—¿Pero qué te crees, qué hay una oficina de personas perdidas?
—Algún lado habrá donde puedas dejarlo.
—¿No te das cuenta de que soy responsable de todas las personas que se suben a este puto autobús?
—Bueno, a ver, no te preocupes, creo que ya sé quién es su madre.
—¿Lo dices en serio? ¿Y sabes dónde vive?
—Sí, sí, no te preocupes. Su madre es camarera y nos estuvimos viendo un tiempo. Tú arranca.

El autobús arrancó, dio la vuelta y salió del polígono. Atravesó calles amplias y mal iluminadas, rodeadas de parques y de solares. Después llegó a una urbanización de casas bajas cuyas calles no habían visto nunca un autobús. Era casi tan alto como las casas, parecía un gigante que mirase con su inmenso ojo por cada una de las ventanas. Allí, en una esquina, dejaron al niño, que se quedó mirando al autobús que se alejaba. De él lo último que se vio fueron su pelo y sus deportivas, que casi brillaban.
P. no conocía a ninguna camarera, y J. lo sabía, pero un secreto compartido se guarda mejor, solo es cuestión de pisar las colillas con más fuerza.

lunes, 2 de abril de 2018

Con las manos frías


Veinticuatro con cuarenta y tres kilómetros cuadrados, ciento veinticinco mil ochocientos noventa y ocho habitantes, es decir, cinco mil ciento cincuenta y tres con cuarenta y dos habitantes por kilómetro cuadrado. De pronto se encontraba en aquella ciudad en la que solo había estado una vez y de la que no recordaba nada. Sin embargo, la vez en que estuvo correspondía a otro momento de su vida, uno en el que aquella ciudad no tenía ningún valor. Ahora, sin embargo, se escondía, o tal vez se mostraba, una persona entre más de cien mil. Iba porque tenía algo que hacer, y si le hubiesen preguntado, casi hubiera preferido no dar con ella, pero desde que se bajó del tren de media distancia no pudo evitar mirar a la cara de todas las personas con las que se cruzó. La suerte hizo que el autobús que debía coger tuviese en su ruta recorrer toda la ciudad antes de llegar a su destino, y así él pareció un cazador agarrado al cristal. Llevaba un libro, no leyó, llevaba un cuaderno, pero tampoco escribió. Solo al bajarse en su parada volvió un poco en sí, como aliviado casi, porque bajo aquel techo era imposible que diese con ella.
Dos horas más tarde hacía más frío y volvió aquel runrún cuando salió. Se cerró el abrigo con algo de teatro, miró al cielo y a la gente, miró el reloj, miró cuánto quedaba para que llegara el autobús, miró hacia unos ultramarinos de los que salía una luz muy blanca ahora que el cielo estaba bastante oscuro, miró la hora, a la gente, a sus pies, a la parada del autobús y a la puerta del edificio del que acababa de salir. Miró la hora y decidió caminar un poco en lo que venía el autobús. ¿Quería verla? Desde luego que no. ¿Ni de lejos, algo casual para una historia? Para nada. ¿Se estaba alejando demasiado de la parada? Todavía no. ¿Cómo de bueno sería andar un poco más, aun perdiendo el autobús y teniendo que coger el siguiente? Muy malo, estaba cansado y con hambre. ¿Qué idea sería comprar una chocolatina en los ultramarinos abiertos? Muy buena idea, así saciaría el hambre y tendría una reserva de azúcar en el cuerpo para contrarrestar el desánimo inminente. Al final se obligó a volver a la parada, porque no quería verla pero la andaba buscando. En la parada, cuando volvió, había una chica que antes no estaba, pero al mirarla de perfil vio que no era ella, aunque, quién sabe, igual se conocían. Pensó que podría intentar entablar conversación, y en algún momento de la misma, sacar el tema de que él tenía una amiga que vivía allí, pero mientras pensaba todo esto, llegó un autobús que no era el de él y ella se marchó.
En el cercanías había que bajar una escalera muy larga para llegar hasta el tren y que así no lo viera el sol. El andén era tan grande que parecía un astillero de submarinos. Con un sonido muy alto y metálico entró el tren en la estación. Él se encontraba en un extremo, el extremo desde donde vería todos los vagones pasar hasta poder subirse en el último, el extremo donde vería todos los vagones pasar, donde la vio a ella en uno de los primeros. Ella seria o aburrida, con la cabeza apoyada en el brazo, mirando por la ventana, al campo hasta que llegó a la estación, a los submarinos desde que entró. Él salió corriendo, pero no hacia su vagón, así podría perderla, sino hasta la entrada de la estación. Subió los escalones saltándolos y llegó antes que ningún pasajero. Mientras esperaba vio a una pareja, estaban besándose, con los cuerpos completamente pegados y quietos, eran la estatua de una pareja besándose. Entonces, de las escaleras mecánicas, empezó a aflorar la gente. Venían cansados, aquella ciudad de la periferia albergaba a la gente que hacía funcionar la ciudad grande, y venían cansados. Fueron saliendo, de pronto eran muchos, pero él logró esquivarlos a fin de mirar todas y cada una de las caras. Pero ella no apareció. Se le habría escapado, se habría equivocado, habría forzado la visión de tanto pensar en ella. Las hormigas dejaron de subir y aquello se quedó vacío, tampoco estaba ya la pareja del beso de piedra. Él volvió a bajar, triste, claro, y también un poco alegre de no haberla visto y de haberse atrevido a correr escaleras arriba, si no llega a hacerlo luego le hubiera pesado.
Ella estaba en uno de los primeros vagones, cansada, con la cabeza apoyada en el brazo, y le vio cuando el tren entraba en la estación. Entonces se puso en pie y empezó a recorrer el tren, pasando de vagón en vagón, yendo hacia el otro extremo, porque allí se iba a subir él y allí se encontrarían, a no ser que pasara algo.

lunes, 26 de marzo de 2018

El hombre de las dos mil botellas


Esta historia tiene otro título y éste es “el hombre que lanzó al mar dos mil botellas de amor y fue multado por contaminación”. Y es que tal como reza el título, una vez un hombre compró dos mis botellas y escribió dos mil cartas iguales que más que cartas de amor parecían un contrato o una promesa de buenas voluntades. Tampoco es que creyese que aquello fuese a salir bien, seguramente lo hacía más por poder contar la historia de lo que había hecho y que así, tal vez, en la barra de un bar, contando la historia, lograse al menos llamar la atención de una mujer real. Sin embargo se dio el caso de que una chica joven, diez años menor, fue una semana a la playa de vacaciones con sus madres y ocurrió que la muchacha que veía de media el mar una vez cada dos años (verlo durante unas mismas vacaciones se entiende como verlo una vez) encontró una de las dos mil botellas. “Vienen del interior a robarnos el amor”, no es de extrañar que la traducción china de este relato lleve por título “Poseidón, el dios del amor”, y es que la chica, después de leer la carta, se puso en contacto con el remitente a través de los medios que figuraban en la misma, y a los cuatro meses se encontraban viviendo juntos. Al principio fue extraño, era como vivir con un desconocido venido de un matrimonio de conveniencia, pero después todo empezó a ir mejor, tanto que llegaron a quererse. Pero justo en el momento en que llegaba la felicidad, llegó también una mujer al pueblo donde vivía la nueva pareja y donde antes había vivido él. Aquella mujer traía una maleta en una mano y una botella en la otra, había suplicado a dios durante toda una noche y a la mañana siguiente una ola le trajo la respuesta hasta sus pies. No dudó en dejar su trabajo y despedirse de su familia, no tuvo tiempo de escribir una carta, o tal vez lo hizo, pero ella fue más rápida que el cartero. Pronto descubriría esta mujer que su promesa de una relación, tal vez un matrimonio, tenía ya novia, pero aquello no le pareció preocupación alguna, ella traía la fuerza de la voluntad divina. Pero, ¿qué voluntad tenía él, a todo esto? Él quería a aquella mujer que se despertaba antes que él y parecía llenar la casa de luz, pero aquella otra… Había estado mucho tiempo solo, y ahora de pronto se enfrentaba a algo a lo que no estaba acostumbrado: la seducción. Así que concertó una cita acabada en noche, y al día siguiente, cuando volvió feliz a casa, su mujer le echó de casa. “¡Pero si la casa es mía!”, pero el corazón era de ella. Él mandó flores y más promesas, y a la semana se plantó delante de ella y le dijo que qué podía hacer para recuperarla, esperando que ella hiciera alusión a dejar a la forastera que, de hecho, ya había sido rechazada, lanzándole la botella a la cabeza a modo de respuesta, pero las palabras que recibió en el marco de la puerta le dejaron helado, si quería recuperar a su mujer, debía recuperar las dos mil botellas que lanzó al mar. Él le preguntó si estaba hablando en serio, ella le dio su propia botella y le dijo “ya tienes una”.
Ya fue difícil en su momento lograr reunir dos mil botellas y llenarlas con dos mil cartas, ahora, además, tenía la dificultad de que debía arrebatárselas al mar. En realidad no eran dos mil botellas, sino mil novecientas noventa y ocho, pues tenía la de su mujer y los restos de la que había terminado por estrellarse contra el suelo. El reto que tenía por delante parecía imposible, no pensaba en la probabilidad del asunto porque le daba vértigo, sin embargo tenía la esperanza de que si lo intentaba, si se esforzaba de veras, ella valoraría su esfuerzo y le perdonaría. Así pues empezó a visitar playas después de haber estudiado un libro sobre corrientes marinas intentando ver dónde deberían llegar las botellas teniendo por referencia el punto desde donde las había lanzado, visitó también puertos pesqueros e inspeccionó las redes y los vertederos de los mismos, puso anuncios en los periódicos locales e incluso fue a la Oficina Central de Objetos Perdidos y puso una solicitud. Todos estos trámites le permitieron recuperar la friolera de hasta doce botellas. Je suis désespéré. No había ante sí otra senda que la de la falsificación. Compró pues el número restante de botellas, introdujo en ellas papeles en blanco y las sumergió en unas lagunas cercanas, donde las dejó macerar.
Su mujer, que volvía de hacer la colada, halló ante la puerta de su casa dos mil botellas, se le cayó el cesto y tuvo que llevarse la mano a la boca. Él la quería, no podía ser de otra forma, él la quería y ella a él, joder si le quería.
El reencuentro fue maravilloso, estaban a cada cual más contento, estaban que les saltaban chispas de la piel, y a todo esto, sonó el teléfono. Lo cogió ella, y al otro lado una voz risueña de mujer que se presentaba y decía que ella estaba felizmente cansada, pero que había encontrado una de las botellas y que quería hacérselo saber a él, si ella hacía el favor de hacerle llegar el recado, que sin duda era la forma de ligar más original que había visto. Ella le gritó, se le salieron los dientes, y él, de rodillas, le juró que había sido imposible recuperarlas todas, que unas treinta botellas debían andar enamorando a las sirenas, pero que estaban allí casi todas, y esto pareció calmarle a ella, aunque necesitó una semana para pensar después de haberle echado de casa.
Tiempo después llegó una carta certificada, en ella había una multa. Resulta que una presa hidroeléctrica estatal se había averiado debido al flujo de un número aproximado de cuatrocientas botellas de cristal. Esta barbaridad medioambiental parecía que no iba a encontrar responsables, pero entonces saltaron los servicios informáticos cruzados y la Oficina Central de Objetos Perdidos informó de que había un hombre que andaba exigiéndole botellas al mar.

domingo, 4 de marzo de 2018

La parranda de los muertos


 En la tarde de algún día del año 1960, un hombre trabajador, padre de familia, cobró su sueldo y decidió emborracharse. Las últimas crónicas que se recogieron después le situaban en tres tabernas diferentes a lo largo de la noche, después desapareció. La familia, que ya empezaba a vestir algo parecido al luto, le buscó desde la mañana siguiente. Se le esperaba echado en una calzada, en un prostíbulo o, dios no lo quiera, muerto. Y así, varios días después, se halló un cuerpo flotando bocabajo en el río. Estaba hinchado, con síntomas de descomposición acelerados y el rostro picoteado por los peces. Los bolsillos vacíos, la ropa corriente. No se podía saber si el muerto era el desaparecido, pero la viuda lo sintió así, así que la policía rellenó los papeles y se le fue a enterrar. Sin embargo, camino ya del camposanto, otra familia vestida de negro detuvo la caravana. Las distintas viudas se increparon, ambas querían cargar con el muerto. No había ninguna prueba de quién era él, ni de la causa de la muerte, ni la procedencia de sus zapatos, y como el marido de ambas mujeres había desaparecido en fechas similares, bien podía ser el muerto de ambas. Al final, la tumba, pagada por la primera familia, contó con dos lápidas, pagadas por la segunda, en cada una de las cuales se le daba un nombre y apellidos, y aunque ambas mujeres sentían un inmenso rencor por el muerto, que más allá de morirse no había llegado a llevar a casa el dinero del último mes, compitieron por escribirle los epitafios más bellos. Pero esto no termina aquí, y es que a lo largo de las semanas siguientes, más y más familias acudieron al camposanto y a las casas de luto para denunciar que el cuerpo encontrado era su cuerpo perdido y así el gobierno llegó a recibir hasta cincuenta y siete solicitudes de pensión por viudedad, teniendo que denegarlas todas.
 Durante veinte años, aquella tumba, que escondía un cuerpo anónimo, recibió más flores que ninguna otra personalidad del país, y en 1980, cuando llegó al gobierno un ministro joven con creencias de poder cambiar el mundo y le propuso a las familias realizar un análisis a los restos para resolver el misterio de quién se trataba, su propuesta fue rechazada por todas y cada una de ellas, todas preferían llorarle a un muerto que odiar a un desaparecido.
 Hace algunos años, el escritor Juan Muñoz, después de conocer esta historia y escuchar la canción aquella de “no estaba muerto, estaba de parranda”, escribió un relato en el cual todos aquellos desaparecidos se encontraban juntos, bebiendo, en una taberna del más allá.

lunes, 26 de febrero de 2018

Cien danubios


Hay un cuento que habla de un pueblo, un pueblo pequeño, de pocos habitantes, pero con sus infraestructuras, civiles y sociales, como cualquier otro. En este pueblo había un hotel, y a él llegó un viajero. El hombre entró en recepción y vio que allí no había nadie, así que, leyendo que el precio de una habitación era de cien danubios, puso el billete sobre el mostrador y subió a ver las habitaciones. En esto entró en recepción el cocinero, que administraba el pequeño restaurante del hotel, y al que debían, justo, cien danubios. Al ver el billete lo cogió y dio por zanjada la deuda. Después de esto se fue a ver al ganadero, quien le proveía de carne, y a quien debía, adivinen, cien danubios. Le pagó y hubo un buen apretón de manos y promesas de negocios futuros, pero la mano que guardaba el billete ya se extendía un par de kilómetros más allá y pagaba al granjero que suministraba a su granja de paja y alpiste, un buen hombre medio ciego que tuvo que acercarse mucho el billete a los ojos para corroborar que fuese auténtico. Este hombre, el granjero, se acercó a la casa grande, donde vivía el terrateniente que le arrendaba las tierras, y al que le dio el billete. El terrateniente, un hombre pálido de mejillas chupadas, cogió el dinero como si el dinero no fuese gran cosa y ya el hecho de aceptarlo fuese algo meritorio, pero lo cierto es que eso era así en apariencia, pues este hombre tenía tierras, pero como tantos ricos, no tenía dinero, así que mandó en seguida a su chófer a la ciudad con la orden de que buscase a cierta mujer y le diese el billete en pago por sus servicios y su silencio. La mujer lo aceptó con más sonrisa que descaro y se dirigió al hotel, donde alquilaba las habitaciones para su servicio. Entró, vio que no había nadie en recepción y dejó el dinero junto con una nota al lado del timbre roto que se usaba para llamar al servicio. Una brisa arrastró el billete y la nota, el billete al suelo, la nota a la calle. Y en eso que bajaba el visitante, asqueado por las habitaciones, que cogió su billete del suelo y se marchó de allí, sin saber lo que había ocasionado en aquel pueblo.

domingo, 18 de febrero de 2018

Llorona

Una mujer se despide de sus amigas en la calle iluminada y se interna en la oscura, que va cuesta abajo. Es tarde, su madre hará un comentario al respecto o ya estará dormida. Por esa calle ha bajado tantas veces, pero ha bajado también el mundo, a rastras incluso. Muchas generaciones, algunas guerras, una riqueza y muchas hambrunas también han bajado por esa calle tiempo antes de que ella llegue a la zona iluminada de la entrada de su casa.
—Llorona.
Escucha de pronto. Una voz que la llama desde justo más allá, donde acaba la luz y ya no se ve absolutamente nada.
—Llorona.
Y la voz parece familiar, aunque podría ser un dolor camuflado de voz familiar. Ella lleva falda y un cesto con cosas sin importancias. No hay armas, y si entra en casa a despertar a su padre la voz podría haberse ido ya.
—Llorona.
Y entonces ella ya le chista a la voz para que se calle. Se acerca, y al pasar al oscuro, de pronto sus ojos ya pueden ver. En el suelo, apoyado en el muro, está la voz. No es una voz disfrazada de algo malo, es una voz disfrazada de algo triste. Un hombre, herido parece, se aprieta las manos contra el abdomen, sobre un oscuro más oscuro que el otro oscuro.
—Por dios, Ernesto, qué te han hecho.
Y ella se acerca pensando en levantarle y curarle en la casa, pero como si lo hubiera dicho, él contesta:
—Llévame al río.
Ella se pasa el brazo de él por el cuello. Pesa como un muerto. Al otro lado queda la cesta. El rojo, que en realidad es negro, tiñe la camisa de él, tiñe la falda de ella y va tiñendo el suelo como una macabra cola de novia.
Le pregunta por sus amigos, por qué no fue a buscarlos a ellos, pero como no contesta, va preguntando por cada nombre. Pregunta por Pablo, por Raúl, por Joaquín. Él los niega a todos, sin dar más detalles porque las palabras ya no sobran. Cuando le pregunta por Carlos él sonríe y le comenta que quién cree que le ha hecho aquello.
Ella cumple y le lleva al río, y más allá, a entre los juncos. Desde donde están se puede ver el puente de piedra y el inicio del bosque en la otra orilla. Se sientan como pueden, frente a frente, la cesta de ella entre sus piernas, después pasa a estar a un lado. Se miran, con miedo a decir algo que no deban. Se siguen mirando cuando el sol empieza a salir. Los contornos del bosque, destacados por la luz incipiente, parecen trigo. En la mano de él la sangre se ve que es pintura. En la de ella también. Pero siguen callados por miedo a decir algo que no deban.

lunes, 12 de febrero de 2018

El ladrido que ocupó tu voz

La primera vez que lo vieron fue a través de un susto. El padre había entrado en casa sin saludar y el sonido de la puerta cerrándose fue lo que hizo que las niñas salieran a saludar. Allí, en el salón, vieron a su padre como si viniese de la guerra, y a su lado, como un susto negro, al animal. El sonido de la puerta fue el reclamo para las niñas, y el grito de ambas, para la madre, que corrió con ese miedo inherente que no se iba por más que frotase. La madre, al entrar en el salón, vio a sus hijas alineadas frente a su padre y, por la distancia, solo pudo pensar en que tendría que haberles dicho algo. Entonces la mirada de ella buscó algo en la de él, y al no ver nada bajó por el hombro hasta su mano derecha, pero tampoco sujetaba nada, y entonces, pequeño, al lado de su pie enorme, vio al cachorro oscuro que miraba con ojos despiertos y del que se esperaba que ladrase, pero no ladraba. Entonces sobre ella cayó un sentimiento que hacía mucho tiempo que había sido catalogado como poco importante y sintió lástima por su marido. Las niñas le miraron y ella les dio permiso:
—Vamos, niñas.
Y ellas corrieron a juntarse con el cachorro para hacer esas cosas que hacen los niños y los perros. La madre también se acercaba, pero a la bestia, no al animal. De reojo miró a sus hijas y al cachorro y volvió a sentir la incomodidad de que a aquel perro le faltaba algo. Ella cogió las manos de su marido, enormes, y le miró a los ojos, farolillos apagados. Ambos, mientras se miraban y ellas jugaban, decidieron que lo mejor sería decírselo ya a las niñas, pero no supieron cómo y no fue necesario, porque dos semanas más tarde él se encontraba echado sobre la blanca cama del blanco hospital bajo uno de esos cielos que también son blancos y que parecen el Reino de los Cielos dado la vuelta, con sus ángeles caídos o a modo de letrero de cerrado.
Él se iba a morir en una de esas cuentas atrás que uno casi desea que, si no va a ser más larga, mejor termine ya.
—El perro es un regalo que os hago del más allá. Cuando yo no esté él será la alegría en la casa, y os obligará a salir a la calle a tomar aire fresco.
Y la madre solo podía pensar en el agobio que le producía dejar a sus hijas con aquel juguete de perro con apariencia de perro de verdad. Los días siguientes instaló a las niñas con su madre y a ella misma en esa habitación de hospital. Él parecía haber suspirado ya por última vez y desde que había entrado su degeneración se había ido haciendo cada vez más rápida. Ella se había ausentado dos semanas del trabajo y complementaba el de las enfermeras. Le parecía asombroso ver aquel el cuerpo enorme de su marido, o más que verlo, sentirlo, y darse cuenta de que nunca le había estorbado por casa, ni al cruzarse por un pasillo, ni en la cama, ni si tenían que entrar los dos al baño. Él solo había sido un muro de piedra cuando había querido, y ahora a ella se le hacía imposible tener que voltearlo para poder lavarle la espalda. En el baño de la habitación, mientras se frotaba las manos, pensó en cuántas películas el personaje de ella le mataría aprovechando que se encontrase ahí, postrado, y cómo a ella se le hacía cómica la idea. Matar a su marido, qué idea más absurda. Era como la canción, no podía vivir sin él pero con él tampoco. Matarle porque sus ojos a veces se volvían rojos y sus manos rápidas. Matarle por cosas como quién es ese, un compañero de trabajo, a mí no me engañas, por favor suéltame, te has acostado con él, de verdad que no, a mí no me mientas. Matarle por esos ojos rojos que aglutinaban en ella todo el miedo del mundo. Pero ni aunque ella tuviera ira tendría sentido matarle, él ya estaba muerto, pero tardaba unos días en darse cuenta.
Las niñas seguían con su madre. Las había vestido de negro para pasearlas un momento por el entierro pero no por el velatorio, quería que empezasen a asimilar la muerte, pero no tanto. Las casas solas a veces despiertan eco. Ahora le parecía inmensa, y fría, y azul. Ahora parecía un esfuerzo enorme esperar a que el agua fría corriese hasta calentarse, o que existieran galletas en el armario o el sonido intermitente de la nevera. Se tumbó sobre la cama vestida, y encogió hasta hacerse un ser pequeño también vestida. Le daba la espalda al resto de la cama para no tener que hacer comparaciones sobre el tamaño. Y en esa quietud del hogar oyó la puerta abrirse, pero no la de la entrada, sino la de su propio cuarto. Apretó los ojos muy fuerte, porque no importaba que fuera él o que fuera un asesino, en ambas manos existiría el dolor. Pero entonces se le pasó por la cabeza la idea imposible de que se tratase de una de sus hijas, así que se levantó y vio unos ojos claros que la miraban desde el suelo. Se dio cuenta de pronto de que se había olvidado de él, había estado días sin comer, y ni por ello había ido corriendo hasta ella cuando había entrado.
—Lo siento mucho, ¿habrías querido ir al funeral?
A lo que él contestó ladeando la cabeza, el primer signo de vida que ella apreció en aquel cachorro que, la verdad, parecía haber crecido muchísimo en poco tiempo.
Las niñas volvieron a casa y la realidad poco a poco también lo hizo. Tostadas en el desayuno, plástico rosa, revisiones del ortodoncista. La segunda noche el perro había vuelto al dormitorio y se había enroscado a los pies de la cama, ella habría querido echarle porque no le parecía bien que estuviera en contacto con las sábanas, pero había parecido mostrar tal educación que no supo cómo decirle que no. Las siguientes noches siguió acudiendo a la cama, subiendo cada vez más, hasta que ella acabó por dormir abrazada a él, un secreto extraño porque aquello a ella le calmaba en las noches pero le parecía impúdico durante el día, dormir abrazada a un animal. Parecía un amante, porque no buscaba abrazos anormales durante el día, o al menos hasta  que una de las niñas hizo un día la broma de poner su cuenco de comida sobre la mesa y él se sentó en la silla como uno más. Se rieron porque aquel era el sitio del padre. El perro de la casa. Así fue tornando más importancia en sus vidas, les sorprendía cuando topaban con alguna tienda en que no pudiese entrar, él, que acompañaba a las niñas al colegio y sabía volver solo. En una ocasión vino la abuela de las niñas a cenar, y antes justo de que apareciera la familia se sintió extraña al pensar en que un tercero fuera a conocer los hábitos extraños que aquel animal había adoptado en la familia, así que le encerraron en un cuarto, pero mientras se despedían en la puerta, el perro apareció silencioso y los ojos de la mujer se abrieron mucho al pensar que qué criatura más inquietante que no ladra y por qué no me habíais dicho que teníais un perro.
Pasado el tiempo, un compañero de trabajo de la madre, que la había deseado durante varios años y que había esperado un luto respetuoso, le invitó a salir, invitación que ella declinó. Sin embargo, la segunda vez que él se lo pidió, ella estaba muy cansada de ser madre y aceptó. Poco a poco fueron viéndose más. Ella nunca le invitó a su casa, siempre hubo canguro, que pagaban a medias, y la casa era la de él, en cuyos cajones empezaron a florecer ropas de mujer, como florecían en el baño otros jabones y otro cepillo de dientes. Así, otro día de guardia baja, él presentó los términos de una relación, poniendo mucho tacto en los argumentos que hablaban de superar y seguir adelante. Ella acabó aceptando embutirse en una relación sin nombre, con la condición de que siguiesen sin ir a su casa pero presentándole a sus hijas. Así, una tarde de luz de bombilla, la madre las sentó en el sofá y les dijo que aquel hombre era un buen amigo suyo y que le iban a ver más veces. Justo antes de que terminase aquella reunión, en donde hubo pastelitos, apareció una sombra en el quicio de la puerta, un animal escapado de un cuarto, un silencio que solo ella percibió y que la dejó helada.
Una noche ella pensó que las niñas, ya acostadas, eran suficientemente mayores como para quedarse solas. Entonces salió a conocer la ciudad, aquella otra ciudad que no era la misma que durante el día, la mágica idea de que al otro lado de los charcos hay un reflejo de las cosas, iguales pero cambiadas. Al llegar a casa de ella, entraron riéndose en susurros, ella con los tacones en la mano para no hacer ruido, él con la mano en el pecho para pedirle al corazón que se calmara un poco. La casa estaba oscura, igual algo azul, y el pasillo parecía ser un túnel a ese otro lado del charco. Entonces pasó muy rápido, ella vio durante un momento algo brillar y acercarse, como dos ojos rojos, y una sombra se lanzó sobre él, mostrando mucho más rojo.

lunes, 5 de febrero de 2018

La nena

La madre le había dicho que no dejase que los nenes le levantasen la falda o le dijesen cosas. La madre no había dicho qué eran cosas, o si las nenas podían o no levantarle la falda, así que al final tuvo que ir inventándose qué hacer ante cada situación. En las clases no tenía mucho tiempo para pensar en ello, se dedicaba a hacer lo que mandase la maestra, y si le sobraba tiempo se recreaba en escribir su nombre y apellidos con la máxima belleza, como si pintase más allá de la clase de plástica, en matemáticas o en lengua, teniendo que volver del recreo al ser llamada por la maestra al ver lo que había hecho para borrarlo y volber a escrivirlo correctamente.
El recreo solía pasarlo con una intensa emoción de querer hacer algo en él pero no saber el qué, así que por lo general jugaba un rato en la arena, otro rato con la pelota y otro acababa en peleas grupales con niños de cursos superiores que no entendían cómo podía haberse visto vulnerada la regla de que los mayores siempre ganan. Era una líder innata, o una jefa, o no sé qué, pero lo cierto es que el resto de niños y niñas de su edad la seguían sin que a ella le interesase quién había detrás o a los lados. A ella le interesaban cosas muy concretas, le interesaban los dibujos que veía a la hora de comer, le interesaba comerse un bizcochito en la merienda o mirarse los labios al espejo al pronunciar la palabra vulva, recientemente aprendida.
—En vul los labios van hacia arriba y en va, hacia abajo —le dijo una vez a una niña que conoció en un parque.
Mientras sucedía todo esto, había un niño, el nene, que se había fijado en ella. El nene vivía con su madre a causa de un divorcio y había crecido escuchando las canciones de desamor que ésta ponía en el coche siempre que conducía, así que el nene miraba a la nena y pensaba que estaba seguro de dos cosas:
—No es muy guapa y estoy enamorado de ella.
Ante tal determinación el nene se entrenó viendo películas románticas de las que echan a la hora de la siesta y el 14 de febrero, día de San Valentín, se acercó a la niña y le dijo:
—Me gustas. ¿Quieres ser mi novia?
A lo que ella se puso nerviosa, pensó rápidamente en los nenes y las faldas y al no encontrar una respuesta, le dio una bofetada y salió corriendo. Esa tarde se replantearon ambos muy seriamente las cosas en sus casas. El nene hizo un repaso a todos los canales de televisión, pero como lo más parecido que encontró a lo que le preocupaba fue pornografía, se acercó a su madre y le preguntó:
—¿Qué hago si me gusta la nena?
A lo que su madre contestó:
—Regálale flores.
La nena, por su parte, estaba muy confusa por el episodio con el nene. Se preguntaba si él le gustaría también a ella, pero por más que lo pensase se daba cuenta de que hasta el momento justo en que él le había abordado, ella no tenía recuerdos de haberle visto nunca. Junto con esta cuestión había otra cosa que pugnaba en su interior, y era el enfado hacia su madre que aquella merienda, diciéndole que se estaba empezando a poner rellenita, no le había dado su bizcochito y en su lugar había plantado ante ella, en la mesa, un plátano con un cuchillo y un tenedor. Pese a todo, la nena fue a su madre y le preguntó si podía tener novio si éste no le levantaba la falda. Y no es que hubiera decidido decirle al nene que sí, sino que entendía conveniente tener esa respuesta antes de seguir pensando. Su madre le contestó:
—Los nenes son malos, te harán daño.
Al día siguiente tocaba a primera hora clase de inglés, al cargo de laticher, una mujer anciana que pese al grosor de sus gafas parecía casi ciega. Llevaban dos meses aprendiendo los colores. La clase había empezado hacía un cuarto de hora cuando entró el nene. Todos le miraron, llevaba cogido entre los brazos un inmenso ramo de flores. Recorrió el aula, pasando por delante de la profesora que no le vio, hasta llegar a la mesa más alejada donde estaba la nena, y allí dejó el ramo. Toda la clase estalló entonces en una carcajada unánime, una risa a tanto volumen que despertó algo en las flores, de las que empezaron a emanar cientos de abejas que subieron al techo del aula como el humo y bajaron sobre los niños como la ira de dios. El colegio tuvo que cerrar sus puertas durante tres días, y aun a día de hoy todavía quedan abejas rumiando las tuberías de los baños y la cal de las paredes. Al padre del nene le enviaron una carta pidiéndole por favor que su hijo no volviera a llevar flores con abejas al colegio, y el padre, que no estaba enterado de la vida de su hijo, se quedó muy preocupado.
A todo esto, después de encontrarse relativamente a salvo en el patio del colegio, la nena y el nene se quedaron solos. También se acercó un niño para reírse del nene por lo de las flores, pero al ver que tenía la lengua hinchada por las picaduras y no podía manifestar sus ideas, se desanimó y se acabó marchando. La nena le confesó al nene que el problema de que no pudieran estar juntos era que él tenía pito, y dicho esto se marchó como quien mete una carta en un buzón. El nene, aquella misma tarde, cogió unas tijeras y un taburete, fue hasta el baño, se situó a la altura del espejo del lavabo y se dispuso a cortarse el miembro. Sin embargo, nada más ver el primer rojo, antes incluso del dolor, corrió llorando hasta el salón, donde estaba su madre. Ella le inspeccionó y descubrió con alivio que el crío no se había hecho nada, sin embargo murmuró:
—Claro, con eso colgando se veía venir.
Entonces, habiendo descartado la amputación, el nene siguió intentando por todos los medios que la nena se enamorase de él, pero como no lo conseguía se contentó con intentar gustarle, y al no conseguir esto tampoco, decidió llamar su atención. Un día de abril en que ella se alejaba con las margaritas de él en la mano, sin haber hecho nada más que decir gracias, él corrió tras ella y le tiró tan fuerte de la coleta que ella cayó al suelo, cumpliendo, tal como había predicho su madre, el ciclo del dolor.

lunes, 29 de enero de 2018

Angelitos ciegos

Dios acostumbra a acobardarse ante las decisiones difíciles, para ellas suele mandar un mensajero, que en este caso fue un ángel, de un aspecto tan tópico que no sorprendió a nadie. Las palabras fueron breves y sin mucha explicación: aquella tarde la mitad de la población desaparecería de pronto por cuestiones obvias, pero para no dejarlo al azar, se quedaría la mitad que mereciese quedarse.
Y fue extraño, la gente de la calle donde centraré este relato, que no es cierto pero casi, por lo general no se inquietó demasiado ante la posibilidad de desaparecer, que les sonaba a morir con un eco extraño. Todos ellos se veían buenos, o al menos mejores que, así que no hubo testamentos o llamadas de larga distancia. La gente hizo lo mismo que la señora G., que desde la ventana paseó su mirada por los edificios contiguos como si los acariciase. Buscaba no adivinar, sino saber quiénes no conocerían la nueva luna. Sin prejuicios la gente es buena y mala, tienen tantos delitos como bondades, el gusto exquisito y el asco perfectamente desarrollado. No le confortaba ninguna decisión fulminante, allí eran buena gente, así que dejó el juego, pero de la que se marchaba vio al muchacho de la chatarra, un joven que vivía bajo algún techo, no en la calle, pero cuyo medio de vida consistía en rebuscar en la basura y vender timando lo que encontrase. No había pruebas de que fuera drogadicto, «pero Dios sabrá que lo eres» sentenció la señora G., antes de correr la persiana e intentar conciliar la siesta del perro.
En el mismo edificio, en el primer piso, hay una mujer joven que es madre soltera. Bien visto no tiene motivos para sentirse como se siente, no tiene más tiempo cada día que el que dedica a sus dos hijos, al trabajo y a la casa. Hace un año y once meses que no toca un libro. Así que podría parecer extraño que sentada en la mesa de la cocina, apoyada la cabeza en la palma de su mano, no deje de pensar y si muero. Ella no se anda con tecnicismos, aunque no ha llegado a pensarlo le da igual desaparecer que caerse muerta, porque su pensamiento es trascendental en el sentido de que más que pensar y si muero está pensando y si mamá muere. «Bueno —piensa— si me voy igual es mejor, significaría que era mala para ellos. Y ellos… La gente que se quede tiene que ser buena, así que se harán cargo, espero, imagino, tiene que ser así». Se levanta, va a la ventana y saluda al chico de la chatarra, que no devuelve la mirada, no se sabe si a propósito o no. Mirándole se da cuenta de que ella misma no ha ido hoy a trabajar, pero es que ni siquiera se lo ha planteado, ha dado por hecho que el día de la muerte colectiva debía ser alguna especie de fiesta. Entonces oye el disparo.
Cuando apareció el ángel tuvo un miedo atroz, pero no pasaba nada antes de girar la cabeza. Todos estarían muertos de miedo y así él sería uno más, casi podría estar a gusto. Entonces miró a los lados, con las frases terribles ya preparadas, y lo que vio acabó con él. La gente estaba tranquila, algunos se santiguaban, a otros se les iba la cabeza a África pensando si entre tanta población se encontraría la mitad de la Tierra y había incluso quien sonreía incluso al pensar en los jefes de gobierno desapareciendo, como si se tratasen de la encarnación de la gente mala. ¿Y si nadie por allí se iba? Seguro que si su casa era la única que quedaba sin huésped la gente se intrigaría, empezarían a hablar e incluso se iniciaría una investigación policial, y si indagaban lo suficiente... Fue al cajón y cogió el arma. Fue a la venta y dijo «ya somos dos» al ver al chico de la chatarra. Si se iba por su propio pie, sin que le empujase Dios, las cosas podrían ser distintas, aunque de cualquier forma él no iba a estar allí para verlo.
Desde lo del ángel llovía. No caía agua del cielo pero sí miradas de los edificios, y éstas eran como una lluvia mucho más densa. No entendía por qué, si pensaban que él iba a morir, tenían que mirarle encima con odio. Había quien le miraba con lástima, también, y él miraba dentro de sí y se decía que la justicia triunfaría y que todos ellos pasarían al otro lado, y que él, a pesar de todo, era bueno y Dios sabría verlo. Cuando sonó el disparo, él cerró muy fuerte los ojos y al abrirlos pensó que ya estaba, que se había dictado la voluntad divina, pero entonces vio el río de gente que acudía a casa del difunto y se decepcionó al ver que todas aquellas personas seguían vivas.
Al caer la tarde, como se había prometido, la mitad de la gente desapareció, de pronto, con su ropa y el aire que guardaban en los pulmones. En la mencionada calle desapareció todo el mundo, habría gente en otra parte que se lo merecía más. ¿Y el chico de la chatarra? Él también desapareció.

domingo, 21 de enero de 2018

Una oscuridad reciente y aparcada

Tengo tanto sueño que no puedo recordar cuándo me dispararon, o más que no poder, no tengo ganas. Cualquiera se hubiese despertado asustado, o al menos sobresaltado, de tener la certeza de que al otro extremo del sueño había un disparo. A mí me dispararon y yo solo quería seguir durmiendo. Cuando desperté, en una cama blanca, blancas paredes, saltaron las alarmas y una enfermera salió corriendo para volver enseguida con dos policías de esos que te dan la sensación de que el mundo es corrupto pero tú estás a salvo. Me preguntaron, y daba igual lo que dijera, uno de ellos no dejaba de apuntar en una libreta, aunque mi respuesta fuese un ruido o un silencio, él apuntaba y cuando salieron me sentí convencido de que habían escrito su propio relato y eso me hizo sentir muy a gusto. Que ellos atrapasen a quien había disparado estaba bien, a la sociedad le alegraría saberlo, pero a mí, a aquel cuerpo dolorido pero feliz tumbado en una cama de hospital, me daba igual. ¿No tenía honor, ansias de venganza, miedo? Igual sí, pero no era momento de pensar en esas cosas; a mí me habían disparado, yo era el protagonista, me merecía un descanso.
No diré dónde fue el disparo porque eso es algo más bien íntimo, en los velatorios, si os fijáis, los muertos están vestidos. Al poco de haberme despertado quise un café, y como no quisieron dármelo, quise el alta. Vino primero el médico a decirme que salir así, en esas circunstancias, era una locura, y como no le hice caso vino luego un policía a decirme que salir así, en esas circunstancias, era una locura. A la mitad del pasillo ya se habían unido al séquito los enfermos de alzhéimer de la sexta planta para decirme que no me fuera todavía y algo más que no recuerdo. Una enfermera muy seria me entregó mis pertenencias: un pantalón raido, una camisa blanca, un cinturón incatalogable, unos zapatos, ropa interior, basura de bolsillos y una pistola.
—Disculpe, esto no es mío.
—Usted sabrá.
Y así, medio desnudo en el sótano de un hospital, con una pistola en la mano, me di cuenta de que probablemente mi agresor había disparado para después huir tirando el arma, y la policía, al ver la pistola a mi lado, habían dado por hecho que era mía. Imagino que ustedes no se habrán despertado nunca en un hospital y habrán salido armados a la calle después, pero lo que en las películas no se ve es lo incómodo que es llevarla. No cabe en ningún bolsillo, si la llevas en la mano la gente se asusta y si la metes por dentro del pantalón puede caérsete hacia fuera o por dentro de los pantalones, la única opción es engancharla con el cinturón, pero entonces acabas caminando muy despacio porque tienes la sensación de que se va a disparar en cualquier momento, así que acabé acercándome a un quiosco para comprar un periódico donde envolverla como si fuese un pescado. A la hora de ir a pagar, mientras buscaba el dinero, dejé apoyada el arma en el mostrador delante del dependiente, él, junto con las vueltas, me regaló un caramelo.
Entré en casa como quien vuelve de vacaciones y espera que el agua del retrete esté seca, pero solo hacía un día que estaba fuera. Me dejé caer sobre el sofá, más relajado, y al instante me quedé dormido. Al despertar había anochecido y tuve la desagradable sensación de haber pasado todo el día durmiendo. Frente a mí, en la mesa, estaban las llaves de la casa y la pistola. La cogí, medí su peso, jugué a ser un vaquero y me fui a la cocina a beber un vaso de agua. Después empecé a recorrer la casa, como una bola de pinball perezosa. En el baño me encontré con mi reflejo, vestía una camisa blanca y pantalones raidos, estaba armado. Por primera vez desde aquella mañana me hice la pregunta de quién me habría disparado. Lo pensaba sin quitarle ojo a mi reflejo, lo pensaba mientras levantaba el brazo. Es curioso, pensé, el arma sí era mía.