lunes, 12 de febrero de 2018

El ladrido que ocupó tu voz

La primera vez que lo vieron fue a través de un susto. El padre había entrado en casa sin saludar y el sonido de la puerta cerrándose fue lo que hizo que las niñas salieran a saludar. Allí, en el salón, vieron a su padre como si viniese de la guerra, y a su lado, como un susto negro, al animal. El sonido de la puerta fue el reclamo para las niñas, y el grito de ambas, para la madre, que corrió con ese miedo inherente que no se iba por más que frotase. La madre, al entrar en el salón, vio a sus hijas alineadas frente a su padre y, por la distancia, solo pudo pensar en que tendría que haberles dicho algo. Entonces la mirada de ella buscó algo en la de él, y al no ver nada bajó por el hombro hasta su mano derecha, pero tampoco sujetaba nada, y entonces, pequeño, al lado de su pie enorme, vio al cachorro oscuro que miraba con ojos despiertos y del que se esperaba que ladrase, pero no ladraba. Entonces sobre ella cayó un sentimiento que hacía mucho tiempo que había sido catalogado como poco importante y sintió lástima por su marido. Las niñas le miraron y ella les dio permiso:
—Vamos, niñas.
Y ellas corrieron a juntarse con el cachorro para hacer esas cosas que hacen los niños y los perros. La madre también se acercaba, pero a la bestia, no al animal. De reojo miró a sus hijas y al cachorro y volvió a sentir la incomodidad de que a aquel perro le faltaba algo. Ella cogió las manos de su marido, enormes, y le miró a los ojos, farolillos apagados. Ambos, mientras se miraban y ellas jugaban, decidieron que lo mejor sería decírselo ya a las niñas, pero no supieron cómo y no fue necesario, porque dos semanas más tarde él se encontraba echado sobre la blanca cama del blanco hospital bajo uno de esos cielos que también son blancos y que parecen el Reino de los Cielos dado la vuelta, con sus ángeles caídos o a modo de letrero de cerrado.
Él se iba a morir en una de esas cuentas atrás que uno casi desea que, si no va a ser más larga, mejor termine ya.
—El perro es un regalo que os hago del más allá. Cuando yo no esté él será la alegría en la casa, y os obligará a salir a la calle a tomar aire fresco.
Y la madre solo podía pensar en el agobio que le producía dejar a sus hijas con aquel juguete de perro con apariencia de perro de verdad. Los días siguientes instaló a las niñas con su madre y a ella misma en esa habitación de hospital. Él parecía haber suspirado ya por última vez y desde que había entrado su degeneración se había ido haciendo cada vez más rápida. Ella se había ausentado dos semanas del trabajo y complementaba el de las enfermeras. Le parecía asombroso ver aquel el cuerpo enorme de su marido, o más que verlo, sentirlo, y darse cuenta de que nunca le había estorbado por casa, ni al cruzarse por un pasillo, ni en la cama, ni si tenían que entrar los dos al baño. Él solo había sido un muro de piedra cuando había querido, y ahora a ella se le hacía imposible tener que voltearlo para poder lavarle la espalda. En el baño de la habitación, mientras se frotaba las manos, pensó en cuántas películas el personaje de ella le mataría aprovechando que se encontrase ahí, postrado, y cómo a ella se le hacía cómica la idea. Matar a su marido, qué idea más absurda. Era como la canción, no podía vivir sin él pero con él tampoco. Matarle porque sus ojos a veces se volvían rojos y sus manos rápidas. Matarle por cosas como quién es ese, un compañero de trabajo, a mí no me engañas, por favor suéltame, te has acostado con él, de verdad que no, a mí no me mientas. Matarle por esos ojos rojos que aglutinaban en ella todo el miedo del mundo. Pero ni aunque ella tuviera ira tendría sentido matarle, él ya estaba muerto, pero tardaba unos días en darse cuenta.
Las niñas seguían con su madre. Las había vestido de negro para pasearlas un momento por el entierro pero no por el velatorio, quería que empezasen a asimilar la muerte, pero no tanto. Las casas solas a veces despiertan eco. Ahora le parecía inmensa, y fría, y azul. Ahora parecía un esfuerzo enorme esperar a que el agua fría corriese hasta calentarse, o que existieran galletas en el armario o el sonido intermitente de la nevera. Se tumbó sobre la cama vestida, y encogió hasta hacerse un ser pequeño también vestida. Le daba la espalda al resto de la cama para no tener que hacer comparaciones sobre el tamaño. Y en esa quietud del hogar oyó la puerta abrirse, pero no la de la entrada, sino la de su propio cuarto. Apretó los ojos muy fuerte, porque no importaba que fuera él o que fuera un asesino, en ambas manos existiría el dolor. Pero entonces se le pasó por la cabeza la idea imposible de que se tratase de una de sus hijas, así que se levantó y vio unos ojos claros que la miraban desde el suelo. Se dio cuenta de pronto de que se había olvidado de él, había estado días sin comer, y ni por ello había ido corriendo hasta ella cuando había entrado.
—Lo siento mucho, ¿habrías querido ir al funeral?
A lo que él contestó ladeando la cabeza, el primer signo de vida que ella apreció en aquel cachorro que, la verdad, parecía haber crecido muchísimo en poco tiempo.
Las niñas volvieron a casa y la realidad poco a poco también lo hizo. Tostadas en el desayuno, plástico rosa, revisiones del ortodoncista. La segunda noche el perro había vuelto al dormitorio y se había enroscado a los pies de la cama, ella habría querido echarle porque no le parecía bien que estuviera en contacto con las sábanas, pero había parecido mostrar tal educación que no supo cómo decirle que no. Las siguientes noches siguió acudiendo a la cama, subiendo cada vez más, hasta que ella acabó por dormir abrazada a él, un secreto extraño porque aquello a ella le calmaba en las noches pero le parecía impúdico durante el día, dormir abrazada a un animal. Parecía un amante, porque no buscaba abrazos anormales durante el día, o al menos hasta  que una de las niñas hizo un día la broma de poner su cuenco de comida sobre la mesa y él se sentó en la silla como uno más. Se rieron porque aquel era el sitio del padre. El perro de la casa. Así fue tornando más importancia en sus vidas, les sorprendía cuando topaban con alguna tienda en que no pudiese entrar, él, que acompañaba a las niñas al colegio y sabía volver solo. En una ocasión vino la abuela de las niñas a cenar, y antes justo de que apareciera la familia se sintió extraña al pensar en que un tercero fuera a conocer los hábitos extraños que aquel animal había adoptado en la familia, así que le encerraron en un cuarto, pero mientras se despedían en la puerta, el perro apareció silencioso y los ojos de la mujer se abrieron mucho al pensar que qué criatura más inquietante que no ladra y por qué no me habíais dicho que teníais un perro.
Pasado el tiempo, un compañero de trabajo de la madre, que la había deseado durante varios años y que había esperado un luto respetuoso, le invitó a salir, invitación que ella declinó. Sin embargo, la segunda vez que él se lo pidió, ella estaba muy cansada de ser madre y aceptó. Poco a poco fueron viéndose más. Ella nunca le invitó a su casa, siempre hubo canguro, que pagaban a medias, y la casa era la de él, en cuyos cajones empezaron a florecer ropas de mujer, como florecían en el baño otros jabones y otro cepillo de dientes. Así, otro día de guardia baja, él presentó los términos de una relación, poniendo mucho tacto en los argumentos que hablaban de superar y seguir adelante. Ella acabó aceptando embutirse en una relación sin nombre, con la condición de que siguiesen sin ir a su casa pero presentándole a sus hijas. Así, una tarde de luz de bombilla, la madre las sentó en el sofá y les dijo que aquel hombre era un buen amigo suyo y que le iban a ver más veces. Justo antes de que terminase aquella reunión, en donde hubo pastelitos, apareció una sombra en el quicio de la puerta, un animal escapado de un cuarto, un silencio que solo ella percibió y que la dejó helada.
Una noche ella pensó que las niñas, ya acostadas, eran suficientemente mayores como para quedarse solas. Entonces salió a conocer la ciudad, aquella otra ciudad que no era la misma que durante el día, la mágica idea de que al otro lado de los charcos hay un reflejo de las cosas, iguales pero cambiadas. Al llegar a casa de ella, entraron riéndose en susurros, ella con los tacones en la mano para no hacer ruido, él con la mano en el pecho para pedirle al corazón que se calmara un poco. La casa estaba oscura, igual algo azul, y el pasillo parecía ser un túnel a ese otro lado del charco. Entonces pasó muy rápido, ella vio durante un momento algo brillar y acercarse, como dos ojos rojos, y una sombra se lanzó sobre él, mostrando mucho más rojo.

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