—Vamos, niñas.
Y ellas corrieron a
juntarse con el cachorro para hacer esas cosas que hacen los niños y los
perros. La madre también se acercaba, pero a la bestia, no al animal. De reojo
miró a sus hijas y al cachorro y volvió a sentir la incomodidad de que a aquel
perro le faltaba algo. Ella cogió las manos de su marido, enormes, y le miró a
los ojos, farolillos apagados. Ambos, mientras se miraban y ellas jugaban,
decidieron que lo mejor sería decírselo ya a las niñas, pero no supieron cómo y
no fue necesario, porque dos semanas más tarde él se encontraba echado sobre la
blanca cama del blanco hospital bajo uno de esos cielos que también son blancos
y que parecen el Reino de los Cielos dado la vuelta, con sus ángeles caídos o a
modo de letrero de cerrado.
Él se iba a morir en
una de esas cuentas atrás que uno casi desea que, si no va a ser más larga,
mejor termine ya.
—El perro es un regalo
que os hago del más allá. Cuando yo no esté él será la alegría en la casa, y os
obligará a salir a la calle a tomar aire fresco.
Y la madre solo podía
pensar en el agobio que le producía dejar a sus hijas con aquel juguete de
perro con apariencia de perro de verdad. Los días siguientes instaló a las
niñas con su madre y a ella misma en esa habitación de hospital. Él parecía
haber suspirado ya por última vez y desde que había entrado su degeneración se
había ido haciendo cada vez más rápida. Ella se había ausentado dos semanas del
trabajo y complementaba el de las enfermeras. Le parecía asombroso ver aquel el
cuerpo enorme de su marido, o más que verlo, sentirlo, y darse cuenta de que
nunca le había estorbado por casa, ni al cruzarse por un pasillo, ni en la
cama, ni si tenían que entrar los dos al baño. Él solo había sido un muro de
piedra cuando había querido, y ahora a ella se le hacía imposible tener que
voltearlo para poder lavarle la espalda. En el baño de la habitación, mientras
se frotaba las manos, pensó en cuántas películas el personaje de ella le mataría
aprovechando que se encontrase ahí, postrado, y cómo a ella se le hacía cómica
la idea. Matar a su marido, qué idea más absurda. Era como la canción, no podía
vivir sin él pero con él tampoco. Matarle porque sus ojos a veces se volvían
rojos y sus manos rápidas. Matarle por cosas como quién es ese, un compañero de
trabajo, a mí no me engañas, por favor suéltame, te has acostado con él, de
verdad que no, a mí no me mientas. Matarle por esos ojos rojos que aglutinaban
en ella todo el miedo del mundo. Pero ni aunque ella tuviera ira tendría
sentido matarle, él ya estaba muerto, pero tardaba unos días en darse cuenta.
Las niñas seguían con
su madre. Las había vestido de negro para pasearlas un momento por el entierro
pero no por el velatorio, quería que empezasen a asimilar la muerte, pero no
tanto. Las casas solas a veces despiertan eco. Ahora le parecía inmensa, y
fría, y azul. Ahora parecía un esfuerzo enorme esperar a que el agua fría
corriese hasta calentarse, o que existieran galletas en el armario o el sonido
intermitente de la nevera. Se tumbó sobre la cama vestida, y encogió hasta
hacerse un ser pequeño también vestida. Le daba la espalda al resto de la cama
para no tener que hacer comparaciones sobre el tamaño. Y en esa quietud del
hogar oyó la puerta abrirse, pero no la de la entrada, sino la de su propio
cuarto. Apretó los ojos muy fuerte, porque no importaba que fuera él o que
fuera un asesino, en ambas manos existiría el dolor. Pero entonces se le pasó
por la cabeza la idea imposible de que se tratase de una de sus hijas, así que
se levantó y vio unos ojos claros que la miraban desde el suelo. Se dio cuenta
de pronto de que se había olvidado de él, había estado días sin comer, y ni por
ello había ido corriendo hasta ella cuando había entrado.
—Lo siento mucho,
¿habrías querido ir al funeral?
A lo que él contestó
ladeando la cabeza, el primer signo de vida que ella apreció en aquel cachorro
que, la verdad, parecía haber crecido muchísimo en poco tiempo.
Las niñas volvieron a
casa y la realidad poco a poco también lo hizo. Tostadas en el desayuno,
plástico rosa, revisiones del ortodoncista. La segunda noche el perro había
vuelto al dormitorio y se había enroscado a los pies de la cama, ella habría
querido echarle porque no le parecía bien que estuviera en contacto con las
sábanas, pero había parecido mostrar tal educación que no supo cómo decirle que
no. Las siguientes noches siguió acudiendo a la cama, subiendo cada vez más,
hasta que ella acabó por dormir abrazada a él, un secreto extraño porque aquello
a ella le calmaba en las noches pero le parecía impúdico durante el día, dormir
abrazada a un animal. Parecía un amante, porque no buscaba abrazos anormales
durante el día, o al menos hasta que una
de las niñas hizo un día la broma de poner su cuenco de comida sobre la mesa y
él se sentó en la silla como uno más. Se rieron porque aquel era el sitio del
padre. El perro de la casa. Así fue tornando más importancia en sus vidas, les
sorprendía cuando topaban con alguna tienda en que no pudiese entrar, él, que
acompañaba a las niñas al colegio y sabía volver solo. En una ocasión vino la
abuela de las niñas a cenar, y antes justo de que apareciera la familia se
sintió extraña al pensar en que un tercero fuera a conocer los hábitos extraños
que aquel animal había adoptado en la familia, así que le encerraron en un
cuarto, pero mientras se despedían en la puerta, el perro apareció silencioso y
los ojos de la mujer se abrieron mucho al pensar que qué criatura más
inquietante que no ladra y por qué no me habíais dicho que teníais un perro.
Pasado el tiempo, un
compañero de trabajo de la madre, que la había deseado durante varios años y
que había esperado un luto respetuoso, le invitó a salir, invitación que ella
declinó. Sin embargo, la segunda vez que él se lo pidió, ella estaba muy
cansada de ser madre y aceptó. Poco a poco fueron viéndose más. Ella nunca le
invitó a su casa, siempre hubo canguro, que pagaban a medias, y la casa era la
de él, en cuyos cajones empezaron a florecer ropas de mujer, como florecían en
el baño otros jabones y otro cepillo de dientes. Así, otro día de guardia baja,
él presentó los términos de una relación, poniendo mucho tacto en los
argumentos que hablaban de superar y seguir adelante. Ella acabó aceptando
embutirse en una relación sin nombre, con la condición de que siguiesen sin ir
a su casa pero presentándole a sus hijas. Así, una tarde de luz de bombilla, la
madre las sentó en el sofá y les dijo que aquel hombre era un buen amigo suyo y
que le iban a ver más veces. Justo antes de que terminase aquella reunión, en
donde hubo pastelitos, apareció una sombra en el quicio de la puerta, un animal
escapado de un cuarto, un silencio que solo ella percibió y que la dejó helada.
Una noche ella pensó
que las niñas, ya acostadas, eran suficientemente mayores como para quedarse
solas. Entonces salió a conocer la ciudad, aquella otra ciudad que no era la
misma que durante el día, la mágica idea de que al otro lado de los charcos hay
un reflejo de las cosas, iguales pero cambiadas. Al llegar a casa de ella,
entraron riéndose en susurros, ella con los tacones en la mano para no hacer
ruido, él con la mano en el pecho para pedirle al corazón que se calmara un
poco. La casa estaba oscura, igual algo azul, y el pasillo parecía ser un túnel
a ese otro lado del charco. Entonces pasó muy rápido, ella vio durante un
momento algo brillar y acercarse, como dos ojos rojos, y una sombra se lanzó
sobre él, mostrando mucho más rojo.
Me ha gustado mucho
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