domingo, 18 de febrero de 2018

Llorona

Una mujer se despide de sus amigas en la calle iluminada y se interna en la oscura, que va cuesta abajo. Es tarde, su madre hará un comentario al respecto o ya estará dormida. Por esa calle ha bajado tantas veces, pero ha bajado también el mundo, a rastras incluso. Muchas generaciones, algunas guerras, una riqueza y muchas hambrunas también han bajado por esa calle tiempo antes de que ella llegue a la zona iluminada de la entrada de su casa.
—Llorona.
Escucha de pronto. Una voz que la llama desde justo más allá, donde acaba la luz y ya no se ve absolutamente nada.
—Llorona.
Y la voz parece familiar, aunque podría ser un dolor camuflado de voz familiar. Ella lleva falda y un cesto con cosas sin importancias. No hay armas, y si entra en casa a despertar a su padre la voz podría haberse ido ya.
—Llorona.
Y entonces ella ya le chista a la voz para que se calle. Se acerca, y al pasar al oscuro, de pronto sus ojos ya pueden ver. En el suelo, apoyado en el muro, está la voz. No es una voz disfrazada de algo malo, es una voz disfrazada de algo triste. Un hombre, herido parece, se aprieta las manos contra el abdomen, sobre un oscuro más oscuro que el otro oscuro.
—Por dios, Ernesto, qué te han hecho.
Y ella se acerca pensando en levantarle y curarle en la casa, pero como si lo hubiera dicho, él contesta:
—Llévame al río.
Ella se pasa el brazo de él por el cuello. Pesa como un muerto. Al otro lado queda la cesta. El rojo, que en realidad es negro, tiñe la camisa de él, tiñe la falda de ella y va tiñendo el suelo como una macabra cola de novia.
Le pregunta por sus amigos, por qué no fue a buscarlos a ellos, pero como no contesta, va preguntando por cada nombre. Pregunta por Pablo, por Raúl, por Joaquín. Él los niega a todos, sin dar más detalles porque las palabras ya no sobran. Cuando le pregunta por Carlos él sonríe y le comenta que quién cree que le ha hecho aquello.
Ella cumple y le lleva al río, y más allá, a entre los juncos. Desde donde están se puede ver el puente de piedra y el inicio del bosque en la otra orilla. Se sientan como pueden, frente a frente, la cesta de ella entre sus piernas, después pasa a estar a un lado. Se miran, con miedo a decir algo que no deban. Se siguen mirando cuando el sol empieza a salir. Los contornos del bosque, destacados por la luz incipiente, parecen trigo. En la mano de él la sangre se ve que es pintura. En la de ella también. Pero siguen callados por miedo a decir algo que no deban.

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