sábado, 31 de enero de 2015

Tierra a la vista.

“Dos horas y treinta y un minutos es el tiempo que falta para que ese hombre deje de parecerle divertido a aquella mujer” pensó el pajarito que aguantaba posado en el cable de alta tensión que pocos pájaros soportaban.



En otro lado de la ciudad, de un portal de un edificio antiguo de esos con apartamentos pequeños y estrechos, salía un chico mosqueado que mientras se subía el cuello de la cazadora, le soltaba a la puerta que se cerraba tras de él:
-Che, yo no soy un bumerán, si me lanzas ya no vuelvo.
Y de la que se alejaba, con la cabeza apretada entre los hombros y las manos en los bolsillos de la chaqueta, pensó tres cosas. La primera era que la chaqueta, en ese mismo instante, era la prenda más importante que llevaba puesta, en ella ocultaba la cabeza hasta donde podía, las manos, un paquete de chicles, un preservativo, el folleto de una exposición de hacía unas semanas, una chocolatina, la cartera, unos guantes de medio dedo, las llaves y era posible que dos caramelos de limón y una piruleta de las que te regalan a la mínima y que están francamente malas, pero estas dos últimas cosas estaban por confirmar. El hecho de la importancia de la chaqueta molestaría al resto de prendas, y por ello, en venganza, dejaban pasar el frío contra su piel desnuda, desnuda debajo de las prendas. Pobres pantalones vaqueros, pobre camiseta y, sobre todo, pobres calcetines, una prenda importantísima y desterrada al olvido, al asco, a hacer trapos con ellos cuando se hacen viejos, porque sin embargo los calzoncillos adquirían un valor vital en aquella sociedad, si alguien estaba desnudo y quería dejar de estarlo se ponía unos calzoncillos y adiós a la vergüenza y el pudor, o por lo menos en parte, y bueno, si eras mujer seguías teniendo dificultades para dejar de considerarte persona desnuda, pero eso ya era otro tema demasiado enrevesado. La segunda cosa en la que pensó era que le gustaba ese acento argentino enderezado con las palabras justas que a veces ponía, lo malo es que tendía a usar el “che” y la acentuación argentina en conversaciones cotidianas en las que no debía, y la culpa era de la maldita palabra, porque no había una similar en castellano, o español, y se notaba su ausencia en ciertas frases a la hora de subrayar inconscientemente algo, de darle el matiz que se merece, che. Y la tercera cosa que pensó es en cómo diablos se escribía “bumerán” porque le salía algo así como “bumerang” o, en todo caso, “búmeran”.



El pajarito estaba hasta las narices de que le llamasen pajarito, pues era un pájaro adulto, y su redondez no pretendía ser enternecedora, tan solo algo de sobrepeso.
Abajo, con casi dos horas aun para que ella se desvaneciese con indirectísimas directas, él hablaba sobre coches, sobre un coche, y su futuro laboral, que iba viento en popa y que pronto le daría para comprarse un coche, ella mientras tanto pensaba en que un buen villano debía tener un nombre genial. Un vendedor les ofreció una rosa “para los enamorados”, él la cogió sonriendo, se giró para dársela a ella pero ésta le dijo que no con un gesto de la mano, el vendedor aceptó la silenciosa devolución sin atreverse a cobrar al pobre hombre. Pasaron así unos diez minutos, en silencio, con el sonido de sus pisadas por el suelo húmedo y algo mojado como principal fuente de ruido, y la ciudad, coches y viandantes, como la segunda.



Con la cabeza y las manos aun guarnecidas en su chaqueta, Atlex Mirror observaba estupefacto el escaparate de una tienda, ésta estaba cerrada y con las luces apagadas, una lástima, porque de haber estado abierta hubiese entrado sin pensarlo un instante, no dejaba de preguntarse cuánto tiempo podría sobrevivir una tienda que se dedicaba a poner fotos de personas en platos, fuentes de cocina, soperos, tazas y hasta tenedores. Intentó pensar un chiste que fuese algo así como “te tengo muy dentro de mí”, “sí, en el esófago”, sería más correcto decir “estómago”, pero indudablemente quedaba mejor esa otra parte anatómica para el diamante en bruto sin pulir de un chiste malo como la seda. La joya de la corona era un plato completamente rosa con la cara borrosa, al haberla agrandado, de una mujer poco agraciada. Alexis Mirror, alias Atlex, se imaginó teniendo una casa decorada con el más exquisito gusto y poseyendo una vajilla de ese estilo, de seguro que uno se podría reír a gusto con la visitas.



10, 9, 8, 7... Coreaban los pájaros balanceándose de un lado al otro del cable en el que estaban apoyados. Eran cuatro pájaros, pero dos eran pájaros invitados por el pájaro anteriormente citado para ver el espectáculo y la otra era una pájara que había venido del pueblo a pasar unos días y  cuya responsabilidad de mostrarle cosas, procurarle alojamiento y hacer que lo pasase bien recaía en Bartolomé, que era el pájaro que disfrutaba de la pareja de ahí abajo. Contrariamente a los humanos, los pájaros de campo son más educados, intelectuales, instruidos y coquetos, mientras que los de ciudad son más sucios, maleducados, toscos y poco románticos. …6, 5, 4... Que ella se iba a deshacer de él estaba claro, la expectación provenía de que tal vez le diese por jugar y le lanzase el contenido de un vaso a la cara, le propinase una bofetada o le diese el beso más sincero que él hubiese probado, para susurrarle después al oído unas palabras en francés y desaparecer entre una nube de niebla en la estación del tren.
... 3, 2, 1...
-¿Te apetece que te invite a cenar?- Y él y los pájaros susurraron, o pensaron, a la vez, “¡Mierda!”.
Él se arrepentía de haber empleado el verbo invitar, pues ella podía tomárselo mal de alguna manera. De pronto empezaban a llegarle a la cabeza frases perfectas como “¿Te apetece tomar algo?” y  hasta que ella no contestó, en lo que tardó dos o tres segundos, él se sintió morir.
Y los pájaros se habían quejado porque ella tenía hambre, lo que producía, al haberle ofrecido él la posibilidad de comida, un incremento en el tiempo antes de que aquello acabase.



-Le pago si la toca.
-¿Pero te gustan las otras canciones que he cantado?
-Yo le doy un euro si toca esa canción.
-Venga tío, que no me la sé y tengo hambre.
-Bueno, pues siga tocando sus canciones, tal vez otro viandante le de algo, pero yo no.
-¿Y si me dices la letra y te hago una versión así guapa?
-Oh nó, por diós, que ideás.
-Venga tío.
-Es que mire, no me acuerdo apenas de la letra y solo me sé bien el estribillo, algo así como nananá nana NANANÁ, además de que quiero escuchar esa canción, solo esa, con, como mucho, su tono de voz y su falta de práctica con la guitarra como únicos cambios.
El chaval de pelo negro rizado y piel morena y seca le propinó una dura mirada, Alexis pensó que debía ser griego. Le tiró a la funda de la guitarra diez céntimos por el tiempo que le había hecho perder y se largó de allí con las manos en los bolsillos del pantalón y el cuello estirado que ya no contraído. “Tal vez” pensó “tal vez le he provocado la creación de una canción que sí será suya y con un deje de auténtico realismo”, lo malo es que este pensamiento le hizo llegar a la conclusión de que entonces no le había hecho perder el tiempo y a punto estuvo de volver por sus diez céntimos, e incluso de llevarse veinte como pago, eso sí que culminaría la rabia de aquel chico que luego sería transcrita a papel, pero tal vez, al sentir que le estaban robando, se lanzase a por Atlex, y eso era malo, pues Atlex repugnaba la violencia física y real.
La canción que quería haber escuchado le había venido a la mente como las respuestas a las preguntas de un examen, de esa manera difusa que te hace ver que están ahí pero que cuando intentas centrarlas se descomponen en nubecitas, lo que la gente denomina “tenerlo en la punta de la lengua” y lo que él denominaba “tener en la punta del punto de mira”, aunque en realidad no lo denominase así pues esa expresión se la acababa de inventar. Esa canción no era nada especial, lo que ocurría es que estuvo enganchado a ella cuando conoció a la chica de cuya casa acababa de salir cuando apareció al principio de esta historia, uniéndolas o por lo menos provocando que la una le recordase a la otra. Le había parecido buena idea terminar ese episodio con la canción que lo había empezado, pero el griego no había querido contribuir.
Al pasar por un cruce vio cuatro pájaros posados en un cable que miraban pá-bajo, y el del medio le miró (ojo que son cuatro y le mira el del medio, este pive está loco) a lo que el señorito  Mirror le gritó:
-Che, ¿conocés esa canción?- A lo que el pájaro puso mala cara, y Alexis siguió su camino.



“Menudo gilipollas” pensó Bartolomé “porque los gritos de algunos pajarillos les gusten ya tenemos que cantar todos”, y después les dijo al resto de pájaros a dónde iba a ir a cenar la pareja, porque ya conocía el restaurante al que él llevaba a todas sus citas. Decidieron quedar allí y Bartolomé se fue volando con Lolita, que así se llamaba la pájara, al río.
Las madres de Lolita y Bartolomé, porque ésta, al contrario que su hijo, sí vivía en el campo, construyeron sus nidos en ramas cercanas, y al aburrirse mientras incubaban los huevos, empezaron a hablar y terminaron por hacerse muy amigas, de ahí que Bartolomé se ocupase de Lolita, un favor entre madres y un favor entre madres e hijos.
Desde la rama oculta de un espino observaban cómo se iba oscureciendo el río mientras atardecía y llegaba la noche. Bartolomé pensaba que ella, de ser humana y estar vertida, vestiría un vestido negro y rosa con un gran sombrero a juego.
Aquél no era un buen río, que se viese lleno era puro engaño, si uno lo remontaba volando, unos kilómetros arriba vería que lo que hacían era detener el río en determinados puntos para que el nivel de éste subiese, eso sí, tenía un nombre francamente genial. Su tío, Colúmbido, sí que había visto buenos ríos, había estado en la guerra como pájaro mensajero y había recorrido gran parte del continente llevando mensajes a donde ningún otro medio llegaba. Una vez le atacó un halcón enemigo mandado para derribar a su grupo, entre el cual le empezó a perseguir a él concretamente. Mientras se perseguían entre las nubes parecían dos cazas a punto de derribarse, pero de pronto, Colúmbido, haciendo gala de ese ingenio que tanto maravillaba a su sobrino, recordó que cuando los halcones se lanzan a por los roedores que van a cazar, frenan cerca del suelo de tal manera que es como si aterrizasen sobre sus presas, de tal manera que no las cazan en un vuelo continuo, así que Colúmbido, arriesgando la vida que ya peligraba por la mancha marrón que no se despegaba de su cola, se lanzó en picado, sin tan siquiera hacer amago de frenar, y ahí, en el último momento, desvió su trayectoria de tal manera que su panza pasó rozando el suelo, provocándose una seria quemadura y dejando como testigos un montón de plumas blancas, y haciendo también que el halcón se estrellase muriendo al instante. Colúmbido, al enterarse de que el mensaje que casi le cuesta la vida tan solo era el movimiento en una partida de ajedrez de un general de retaguardia que jugaba a distancia con otro situado en el frente, dejó la guerra y marchó a Sudamérica donde, y volviendo al tema de los ríos, pudo contemplar el Río de la Plata, un río que, según sus palabras, parecía mar al no verse una orilla desde la contraria, y que daba un poco miedo ir volando de una a otra.
Pero Bartolomé se fijó en que el mismo río que él miraba negando lentamente, Lolita lo observaba con serenidad y, de haber sido humana, una sonrisa.



–Muchachos marchaos, o moriréis, muchachos marchaos que ya no queda nada aquí para vosotros– Canturreaba ella  –feliz cumpleaños, hijos de la ira y el miedo.
-¿Qué quieres tomar?
-O lo más caro o lo más rico, elije tú- Así, si no estaba rico, sería su culpa.
-¿Qué te parece...?
-¿Sabías que hay una ciudad en Uruguay llamada Young?
-No, no lo sabía. Qué interesante.
-Y un lago en Estados Unidos que se llama Chargoggagoggmanchauggagoggchaubunagungamaugg
-Eso no me lo creo.
-Te lo prometo “home of the nipmuc indians”, significa “ingleses en el territorio de los Manchaug”.
-Ya, ¿carne o pescado?
-Y hablando de nativos americanos ¿sabías que esa fea costumbre de cortar cabelleras no era suya?
-¿Entonces solo era algo que se decía para desacreditarlos?
-No, no, ellos sí lo hacían, cortaban cabelleras y tal, lo que pasa es que el origen está en los ingleses, que les pagaban por cada francés muerto y necesitaban una prueba fehaciente del número de bajas provocadas.
-Menudos los ingleses, los antiguos americanos, metiendo las narices en todas partes para después cubrirse tras su taza de té de las cinco.
-¿Y sabes de dónde viene este saludo militar?- Y se puso la mano derecha extendida a un lado de la cabeza.
-No ¿de dónde?
Que conste que toda esta conversación estaba cuidadosamente ideada por ella para que el tiempo fuese pasando, les trajesen la comida y se pudiese marchar. De hecho ella ya había pedido comida para los dos en el momento en el que supuestamente iba al baño a lavarse las manos antes de sentarse a la mesa, aunque terminó por lavarse las manos de todos modos.
-De los caballeros medievales, si te fijas el movimiento actual se parece al que se realizarían al subirse la mirilla del casco, cosa que hacían cuando se encontraban dos para saludarse y hablar.
-Antes de matarse, supongo- Y eso a ella sí le hizo gracia.

En la conversación salieron a relucir otros temas como de dónde venía el “Ok”, la decoración de los árboles de navidad, el por qué se brindaba, el origen del darse la mano entre hombres y dos besos a las mujeres, el de utilizar copas de cristal como algo elegante, la expresión “se armó la marimorena”, otras tantas expresiones y el origen de los monstruos que aparecían en la Biblia, pero todos estos temas los expuso y contó ella, él, pobre, que no poseía muchos conocimiento sobre curiosidades hasta ese momento, tan solo pudo hablar de coches y de por qué los cementerios estaban situados a las afueras de las ciudades, además de un par de leyendas que incluyó como respuestas a las curiosidades de ella por no quedarse callado bebiendo vino. Cuando les trajeron la comida pedida por ella, él ni se acordaba de no haber pedido, tan solo le extrañó haber querido probar el salmón cuando lo detestaba desde niño.



Estaba empezando a conseguir tararear la escurridiza canción cuando vio a una anciana pasar con sus más rápidos pasos seguida por un muchacho de mala pinta vestido de negro. Supo, o pensó, que el chaval iba a robar a anciana, y a punto estuvo de unirse a la comitiva, pero se imaginó la escena:
La mujer, el chaval y él, él estira la mano para robarle la cartera al chaval mientras éste intenta meter la mano en el bolso, pero entonces el chaval le ve a él, se aparta y al hacerlo da un ligero tirón del bolso, entonces la mujer se gira, habiendo sentido un tirón, y se encuentra cara a cara con Atlex, que tiene cara de concentración por haber estado intentando robar, aunque no a ella, y entonces ella grita “al ladrón”, y él empieza a huir de una masa enfurecida, y aquí caben dos opciones, una es que el policía de azul le acierte con la borra, cayendo Alexis al suelo con un grito de dolor y quedando a merced de la masa, la otra es que consiga huir, pero entonces en cada nueva calle correría el peligro de que reconozcan a ese ‘peligroso fugitivo’, y en una de estas, huyendo de dos policías de azul, uno de los cuales es el que falló con la porra, estos sacarían sus revólveres y dispararían varias veces matándole.
Así que no valía la pena perder la vida por intentar salvar a la señora.



-Lolita...
-¿Sí? te noto raro desde hace un rato.
-Solo quería decirte...- Se arrimó un poco más –que si a ti también te pareciese bien...
De pronto llegó uno de los dos pájaros de aquella tarde muy exaltado y les comunicó entre lágrimas que una de las aves había sido abatida.



La cena no había estado tan mal, lo único es que en vez de servir para que él se quedase completamente enamorado, había servido para que su sentido común le hubiese ido aconsejando huir, huir mucho y rápido, y por si acaso no volver a ese, su restaurante predilecto.
Pero ahora estaban solos, o por lo menos solos en un mínimo perímetro de intimidad, cara a cara, y tantas cosas podían cambiar...



Alexis Mirror vio a un niño sentado cogiéndose las rodillas, pudiese ser que estuviese llorando, y a Atlex, muy a su pesar, no le gustaba que llorasen los niños, excepto aquella niña de Irlanda a la que le hizo una de sus mejores fotografías. Entonces se acercó y con la naturalidad de un padre, se sentó a su lado.
-Mi madre era criada, ¿cómo te llamas?
El niño le miró y soltó las rodillas, había llorado, ojitos rojos, pero debía haber parado hacía un rato.
-Stefano.
-¿Eres italiano?
-No, es que mi padre leyó un libro sobre cocina y le gustó el nombre. A mí me gustaría llamarme Pedro, o Matías.
-Matías, lo que hacía que no escuchaba ese nombre.
-¿Tú cómo te llamas?
-Alexis Mirror.
-Ala, como mola.
-Mi madre era criada y vivió muchas aventuras sin quererlo, aventuras de las de verdad. A mí me gustaría vivir aventuras, pero no aparecen de manera natural y las que provoco son más endebles. ¿Por qué llorabas?
-Porque Manolo solo puede llevar a tres personas a su casa y me ha dicho que yo me quedo fuera.
-Maldito imbécil- Susurró Atlex mientras pensaba que aquello le sonaba familiar, lejano, pero familiar. Entonces empezó a hablar con la vista perdida en la otra orilla:
-Había una vez una inmensa serpiente alada a la que todos llamaban dragón. Muchos caballeros iban a por ella con espada y un escudo que resistía el fuego para descubrir en el último momento que la criatura no lanzaba fuego, sino ácido. La derrotó un joven del que todos se burlaban por ir con arco y flechas en vez de una buena coraza y el yelmo de algún glorioso antepasado. Él no sabía que el dragón no era un dragón, llevaba el arco porque no había podido obtener una espada, ya que en aquella época solo las portaban los soldados y los nobles. Empezó a lanzar flechas que nada lograban contra las duras escamas de la serpiente, hasta que ésta abrió la boca para rociarle su ácido y una flecha se le clavó por error en la encía, de ahí empezó a borbotear ácido que se le escurrió garganta abajo a la serpiente y muriendo ésta entre horribles alaridos.
-Que guay, una serpiente con alas.
-Ya ves, doblemente peligrosa, como las cucarachas que desarrollaron alas- Veía que sus palabras le gustaban al chaval, a punto estuvo de contarle la historia del hipopótamo, pero hubiese sido un poco complicado explicarle cómo acabó un hipopótamo en un garaje -hipopótamo significa caballo de río, en griego. ¿Qué habríais hecho si Manuel no se hubiese subido a su casa?
-¿Manuel?
-Sí, tu amigo.
-Se llama Manolo, no Manuel.
-Manolo y Manuel son el mismo nombre, enserio, la próxima vez que le veas dile: Manué no te arrime a la paré que te va a llená de cal, de caal, de caal, por qué lo hiciste Manué, Manué, Manueel...- Y el niño se rió.
-Pues hubiésemos jugado al escondite o a pillarnos.
El escondite entre dos debía ser algo aburrido, a no ser... Atlex recordó a su padre. Condenado niño, le estaba haciendo aflorar toda la niñez.
-Venga, empieza a correr, te doy un poco de ventaja y después voy tras de ti- El chico salió disparado como un rayo, Alexis susurró: -Le llamaban el Niño porque nadie le vio nunca crecer- Y después salió corriendo tras él.



Bartolomé se hubiese enfadado de saber que alguien había dicho que las cucarachas o las serpientes podían volar, pero estaba demasiado triste y no estaba en el lugar adecuado. No lloraba, y no por ser pájaro, que los pájaros también lloran, sino porque estaba triste pero de otra forma, esa forma más leve pero que dura más.
-Al parecer fue un niño con un tirachinas, una piedra y buena puntería- Decía una golondrina.
-¿Os gusta Hitchcock? Eso deberíamos hacer, unirnos y atacar juntos a los hombres- Dijo el pelícano tuerto.
-Yo voto por agarrar un par de bebés, elevarlos y luego lanzarlos al río- Dijo una cigüeña.

El funeral fue sencillo, se enterró al fallecido en su parque preferido bajo un lecho de hojas marrones del otoño. Arriba, en las ramas, multitud de pájaros guardaban silencio, ninguno cantaba. Una señora que pasaba por allí comentó “malditos pájaros, esto es lo que pasa cuando se les da de comer” pero tal vez no hablaba ella, sino su ira, pues le acababan de robar el bolso.
Bartolomé se llevó a Lolita a un edificio abandonado donde estarían tranquilos y donde, tal vez, una alegría empequeñeciese la tristeza.



Los ojos de ella, los ojos de él, los labios de ella, las orejas de él, el pie de ella, el pelo de él, y el reloj que marcaba el tiempo en el que ella se marcharía sin saber si ir hacia atrás, hacia delante o quedarse quieto. Él se empezó a inclinar levemente y ella decidió no apartarse, pero entonces, cuando iba a suceder un beso que ambos querían y después el abandono, que solo ella quería para marcarse otro tanto, un niño pasó corriendo entre ellos, rompiendo toda situación y a punto estuvo de tirarla al suelo. Cuando se giraron hacia donde había ido, dispuestos a gritar, maldecir, insultar y, tal vez, agitar el puño en lo alto, otro niño, pero mucho más grande, pasó corriendo también entre ellos, y a punto estuvo de tirarle a él.



Alexis se derrumbó junto al chico, cuya espalda descansaba apoyada en un muro gris. Ambos respiraban agitados, se lo habían pasado bien, ya no recordaban a Manolo ni a la chica de cuya casa había salido Atlex al principio de la historia.
-¿Te gusta leer?
-No mucho, me mandan libros en clase, pero son aburridos.
-Eso es porque el afán didáctico de la enseñanza manda leer los clásicos consolidados como grandes por pavor a mandar lectura más amena pero menos importante en su lugar.
-¿Qué?
-Nada, no hagas caso, a veces me sale el grandullón pedante que hay en mí. Escucha- y le miró a los ojos –que jamás muera la niñez ¿me oyes? sino, cuando seas adulto, la echarás en falta sin saber siquiera qué buscas.
¿Había ya cumplido Alexis su cometido? ¿“Solucionar un problema” tachado de su lista mental? Le encantaba eso, aparecer, ayudar, solucionar y desvanecerse, de hecho por eso no cultivaba demasiadas amistades, le agotaban los problemas eternos que no desaparecían, como las faltas de identidad, problemas en el seno de una familia, problemas de la pareja que afectaban al otro... además de que no sabía consolar, Atlex lo comparaba con la gente que no puede llorar o sudar, él no sabía consolar y era una grave carencia muy sentida por él mismo, por ejemplo, a Stefano le acababa de distraer y así le había ayudado, pero no le había consolado, no había llenado su vacío, él se iba a llevar la medalla de la ayuda, pero en cuanto se fuese el niño volvería a abrazarse las rodillas solo, mientras el imbécil de su amigo no se paraba a pensar que no podía dejar a un amigo fuera de casa, o no iba nadie a la misma, o iba él solo o hablaba con su madre y le pedía por favor que pudiesen entrar cuatro en vez de tres.
Debía marcharse ya, sino corría el peligro de que el niño le empezase a importar, le preguntase a qué colegio iba y de vez en cuando se viese en la obligación de velar por él, esperándole de vez en cuando a la salida, tras el corro de madres, como una figura irreal que se desvanecería si pasaba un automóvil por delante. “Velar”, pero qué palabra más bonita.
Decidió contarle una última historia y desaparecer, como si le diese un beso a una chica para desaparecer entre una nube de niebla en la estación del tren.
-En el colegio me gustaba una chica, se llamaba Laura, y como se sentaba a mi lado en geografía, la llamaba “la chica geográfica”.- Se fijó en la cara de Stefano, “ajá, con que te gusta alguna chica, eh pillín” –Era guapa, y como todos los niños querían tener una novia y todas las chicas nos gustaban a todos, ya le había pedido salir la mitad de la clase. Yo era muy tímido y no lo había hecho, además de que tenía miedo de un no, prefería nunca saber la respuesta a que ésta fuese mala. Así que le escribía pequeñas notas muy cursis de aquellas que le gustaban a las niñas de esa edad, no sé si seguirá siendo así, y se las metía en el estuche sin que me viese, pero como era muy listo lo hacía en el recreo y nunca en la clase de geografía. Ella debió preguntar o algo, porque varios compañeros juraron ser los propietarios de las notas, pero menos mal que Laura era muy lista y supo tacharlos a todos de farsantes. Entonces me tendió una trampa, y un día, después de dejar la nota en su estuche, me di la vuelta y ahí estaba ella. No me quedó otra que decirle si quería ser mi novia y a ella no le quedó otra que decir que sí.  Fuimos la primera pareja de la clase, ganándome así la envidia de mis compañeros que babeaban preguntando si era verdad que nos habíamos visto desnudos en los baños del cole. Yo le regalé una caja de bombones y ella me regaló un sobre de unas cartas que yo coleccionaba, y nos dimos un total de tres besos, el primero en San Valentín tras susurrarle al oído “te quiero” y robárselo.
-¡Stefano, Stefano!- Sonó un grito al margen de la historia
-Es mi madre, me tengo que ir.
-Adiós chaval.
-Adiós Alexis.
-¡Espera!- Y le lanzó una chocolatina.
-¡Ya voy, mamá!- Y se fue corriendo.
-Oigo llover pero no llueve- citó Atlex –tiembla cuando oigas a las Banshee. Che, tengo que hacer recuento.
Y ahí estaba Alexis, mirando qué tenía en cada bolsillo, cuando alguien le habló:
-Maldito gilipollas, me has estropeado la ruptura.
-Discúlpeme usted, lo lamento, estoy un poco cansado de contar historias pero si quiere le ofrezco una piruleta de lo que creo que es limón.
-Lo que yo quiero es algo que recordar cuando me vaya a la cama.
-¿Muy mayor para contar ovejitas?
-A partir de cierto número me tengo que concentrar y eso me quita más el sueño.
-Suele pasar, por eso la gente se droga. No recordaba haber ido a esta exposición.
-¿Por qué perseguías al niño?
-Porque era un peligroso terrorista buscado en varios países, ¿no le ha reconocido el rostro?
-Oh, venga, no me trates de usted.
-Disculpa, la costumbre. Oye, no tendrás un cigarrillo.
-No fumo.
-Yo tampoco. ¿Y un piso vacío en alguna parte de la ciudad que no esté siendo utilizado y que puede servir para acoger a un pobrecito como yo?
-No tienes pinta de vagabundo.
-Es que verás...
-Me lo cuentas mientras damos una vuelta, que como sigas sentado te vas a helar el culo y si es verdad que no tienes casa, la palmas.

Él se levantó y empezaron a caminar. Entre ellos había una curiosa separación, pues no era la de las personas que no se conocen ni la de las personas que sí se conocen, y, por supuesto, tampoco era la separación de los que se quieren, ni la de los que se han peleado ni la de los que son tímidos.
-...Y esta mañana me he marchado de la casa.
-Joder, vaya historia ¿Y no le puedes decir que vas a pasar esta noche en el sofá y que mañana ya buscarás algo?
-Claro que podría, pero el que no quiere hacerlo soy yo, si me la encuentro algún día y me habla le preguntaré “Disculpe, ¿quién es usted?”.
-Un poco cruel.
-Es posible que se le humedezcan los ojos.
-¿Y no te das cuenta de que en realidad todo esto es culpa tuya?
-Sí, pero es más cómodo si no pienso en ello. ¿Te imaginas que “ello” se escribiese “elllo”?
-Bueno, supongo que ya iba mínimamente avisada con tu teatrero “te aviso de que suelo hacer daño a la gente”- Qué audaz, pensó Atlex, es la quinta vez que esquiva mis cambios de tema.
-¿Y quién era tu galán?
-El hijo de un socio de mi padre. ¿Quién era el niño?
-Un cocinero italiano llamado Stefano, ¿por qué te parecía dulce cortar con él?
-Es difícil de explicar, ¿no tienes familia?
-Sí, tengo un hermano en la India, mi padre no sé si está vivo y mi madre era criada, ¿haces lo mismo con todos?
-Sí, ¿qué más da que sea criada?
-Es que lo he leído hace poco y me gusta- Y dejó de jugar a las respuestas y preguntas.
-¿Cómo es que lo has leído?-
Él estaba cansado, así que en vez de empezar con acercamientos y adivinanzas lo contó directamente:
-Mi madre y el último hombre para el que trabajó se enamoraron y se casaron, él era escritor y empezó a escribir sobre ella al quedarse absorto por lo que contaba sobre su vida. Yo me negué a leer el libro, pero hace poco, en un aniversario de la muerte de mi madre, la eché tantísimo de menos que decidí leerme el libro por ver si eso me hacía sentirla más cerca. Ahí descubrí que había sido criada.

Pasó un rato en el que ninguno habló, al igual que él no sabía consolar, ella no sabía romper silencios, así que le tocó a él, que le contó que de no encontrar dónde dormir, iría a casa del marido de su madre, que siempre, o por respeto o por verdadero afecto, le daba hospitalidad, pese a que Atlex siempre se hubiese portado horriblemente mal con él.
-¿Te gusta leer?- Y ella no contestó de la misma, sino que habló como midiendo cada palabra.
-Me gusta leer sobre mujeres que corren aventuras, me hacen mucha gracia las novelas eróticas escritas por hombres y aborrezco los clásicos- “Se llevaría bien con Stefano”.
Ella pensó que él debía ser relojero, pues no conseguía calcular el tiempo que faltaba para marcharse, como si él hubiese conseguido estropear su reloj interno de alguna forma.
-¿Y qué música te gusta?



-Lolita, te quiero, desde que éramos pajarines.
-¡Pero Bartolomé!
-No, solo dime si tú sientes lo mismo.
Y él fue a besarla pero ella separó su pico en el último instante.
-Lo siento, Bartolomé- Dijo con la cabeza gacha, y se fue volando.



-Mira que eres curiosa.
-Anda, contesta, yo te he contado lo mío...
-Pues a ver, dos, a los veinte y veintiún años, la primera se fue sin más, dejándome desolado, y a la segunda le di yo de lado, provocando su marcha, para sentir su ausencia justamente después, una ausencia que no quemaba como la primera, sino más puramente triste, no agua salada sino agua clara.
-Qué tierno.
-Te encantan los finales tristes, eres el anticristo del amor.
-Calla, mira eso.
“Eso” era una pareja besándose a la entrada de un callejón con tal pasión que cualquiera diría que se iban a quitar la ropa allí mismo, entornando los ojos Atlex descubrió que él era el griego.
-¡Eh! Yo a ese le conozco, es amigo mío. ¡Cómo te va, tío! ¡Qué tal tu nueva canción!

Dos calles más allá vieron a una chica con una larga trenza negra y ropas anchas que fotografiaba a los viandantes con una polaroid. Atlex se acercó y le pidió que le dejase hacer una foto por un euro, y ella, que nunca dejaba su cámara a nadie, al ver no se qué en su mirada, le pidió dos euros. Alexis volvió y dijo:
-No sonrías.
-¿Por qué?
-Porque la mayor parte del tiempo estás seria, si sonríes ahora le habré hecho la foto a algo irreal, algo falso.
-¿Y si no quiero que tengas una foto mía?
-Te prometo que estará en mi poder menos de veinticuatro horas.
Y ahí, cuando ella iba a protestar, él hizo la foto, retratándola en una pose muy suya.
Atlex Mirror devolvió la cámara y a continuación se despidió, esta vez era un chico quien la dejaba a ella con la palabra en los labios.
¿Dónde estaría ese reloj que tenía que haber sonado hacía ya un rato?
Mientras él se alejaba, pensó que ella era una nave espacial, es decir, una tripulación que salía a un entorno hostil de donde podrían regresar sanos, pero con altas probabilidades de muerte.
Mientras él se alejaba ella pensó que Atlex era un barco a la deriva, navegando esperando encontrar un puerto, sin saber a dónde iban y con un vigía anhelante de gritar “¡Tierra a la vista!”.

Stefano se fue a la cama, o por lo menos a su habitación, porque era posible que andase trasteando hasta altas horas de la noche. Sintió de pronto un frío intenso y observó con horror como alguien se había dejado la ventana abierta, se acercó y allí vio, en el alfeizar, a un pájaro que le miraba con ojos muy abiertos.
-¿Quieres ser mi mascota?- Preguntó Stefano.
“Sí, hijo, sí” pensó Bartolomé.




Años más tarde, Atlex Mirror abrió un cajón y de debajo de muchos papeles sacó un plato rosa con la cara de ella. “Pero qué genial” pensó “me tenía que haber hecho toda una cubertería con su cara”.

viernes, 30 de enero de 2015

Uno a uno fue vendiendo sus castillos, regalando los muebles a los que habían sido criados de toda la vida y soltando a los caballos, pese a que estos fuesen a ser capturados poco después.
Así fue tachando cosas de una lista emborronada, quitándose una especie de peso con cada cosa de la que se deshacía, sintiéndose más libre y pudiendo respirar mejor.
Finalmente, cuando no tenía ya prácticamente nada, miró horrorizado todo el dinero que había conseguido sin ser ese su objetivo. Fue entregando grandes sumas a asociaciones benéficas, pero esto resultaba agotador, pues había que encontrarlas y luego cuidar que el dinero llegase a su destino sin que unas manos sucias lo enturbiasen antes, así que acabó entregando fajos a los mendigos, lo malo es que se extendió la voz de aquél que regalaba enormes sumas de dinero. Se vio obligado huir de la gente encolerizada que le perseguía pese a que les lanzase nubes de billetes. Cuando logró obtener la suficiente distancia, decidió quemar el dinero, y aun así la gente le pegó y arrancó la tela de algunos bolsillos buscando en ellos dinero y joyas de aquél que, iluso, se dejaba manosear por seres que durante un momento dejaban de ser humanos.
Liberándose había conseguido sentir de nuevo esa presión en el pecho y la garganta, esa fuerza agónica que hace sufrir y llena los ojos de lágrimas. Pensó en el suicidio, y sin haber descartado del todo la idea, subió al pico más cercano con todas sus posesiones: sus botas, su traje negro y su bastón.
Y allí, sobre aquel espectáculo indescriptible se sintió el caminante sobre el mar de nubes de Friedrich, y se imaginó nunca bajar, desaparecer simplemente como desaparece el sol cada atardecer, aunque luego vuelva a salir.

domingo, 25 de enero de 2015

Carta de amor

Tal vez esté borracho ahora mismo, no te lo voy a negar, pero tal vez, y solo tal vez, sea ello lo que me de fuerzas para escribir esta carta, pues esta carta no es una de la que se previese la llegada, sino que viene de repente, abriéndose paso a codazos con un “disculpen” en los labios. Y qué querré decirte, tal vez sea lo importante, pues nadie escribe una carta para decir nada, a no ser que se trate de una obra de Gabo, de las que a ti te gustan, pero ni soy Gabo ni he estudiado periodismo. Lo que quiero decirte no está claro, pues solo cuando tienes muchos argumentos te fallan las palabras y no sabes que decir, y eso me pasa, eso va a ser lo que me pasa, te quiero decir tantas cosas que a su vez vienen de tantas otras que no sé qué decirte.
¿Empezamos por un te quiero o eso es demasiado fuerte? Creo que sería más conveniente empezar por un “no estoy en la fiesta de mi hermano por escribirte esta carta”, pero es que fuiste tan mala que me dan ganas de no escribirte ni el nombre y los dos puntos que se escriben como precipicio de cada carta antes de empezar a escribir la misma, y es que ya te lo he dicho, estoy borracho, fuiste mala, te quise, te querré, fuiste mala, seguirás siendo mala y te seguiré te queriendo, pero, oh, no, por favor, no te quiero como quieren los colegiales, ni te quiero como quieren los poetas, ni, por supuesto, como los filósofos, teatreros o afinadores de pianos, los cuales, en secreto, son los más temidos y peores. Yo te quiero de esa forma en la que te dicen que describas y reaccionas tirando el vaso de agua a la cara, sé que me entiendes, y como sé que me entiendes me vale, pues si tú me entiendes, qué necesidad voy a tener de que otros me entiendan. ¿Te imaginas que todos los escritores hubiesen escrito en privado para x personas? Solo un cuarto de lo hablado se entendería, y de esto se malinterpretaría la mitad, porque, casualmente, cuando besas, o cuando follas (¿qué miedo va a dar decirlo?), con una u otra persona, las cosas cambian, y no nos engañemos, Marta, por eso existen tantas palabras y expresiones, y tan distintas, para hablar de la penetración y explosión de sentidos, porque mil mundos diferentes hay entre una y otra, y aunque hagas lo mismo, exactamente lo mismo, con unos y otros, jamás será igual o parecido, por mucho que sea mejor o peor, por mucho que te acuestes con gemelos.
Ay, Marta, más que “te quiero”, quiero decirte “te echo de menos”, pues me sigo sentando solo entre los olivos y el frío a observar las pocas estrellas, pero ya no es lo mismo, pues antes tu presencia, tu silenciosa presencia, lo cambiaba todo, y esto pasaba, ojo, aunque ni nos mirásemos, ni hablásemos ni, por supuesto, nos tocásemos, esto pasaba porque estaba ahí, y, aunque olvidase tu presencia, las estrellas no lo hacían, y esto se notaba cuando aparecían más estrellas de lo normal y los planetas reflejaban toda la luz posible para contentarte, o contentarme, o contentarnos a los dos, quién sabe, quién sabe y quién sabrá, en fin, que te echo de menos, que encendería la almenara de auxilio para que vinieses corriendo y decirte “hola” así, sin más, solo para que vinieses y observarte respirando agitadamente y con las mejillas rojas antes de mandarme a la mierda y marcharte, como las hojas marrones con el viento de otoño, y no volver a hacerme caso cuando te pidiese ayuda porque de verdad te necesitase al exigir a los recuerdos su dinero o cuando el presente pidiese alcohol.
Qué te voy a decir, Marta, qué te voy a decir que encima no sepas, porque tú lo sabes todo, menos las mil cosas que te contaba yo. Tú lo sabías todo sobre cortar a las personas de tu vida, de diferenciar alma y cuerpo pero aun así odiar a los filósofos, de enfadarme, de hacerme llorar, de hacerme gritar de la más pura rabia. Pero no conocías las palabras, la historia, las curiosidades ni las metáforas, y ahí estaba yo, como un regaliz de navidad, mientras tú me chupabas y yo creyéndome más grande cuando realmente cada vez estaba más consumido. ¿Al final desaparecí? Claro que no, por supuesto, pero una parte de mí sí lo hizo, y eso explica que ahora folle pero no haga el amor, que hable pero no me hechice, que escuche pero no me enamore, que observe pero no contemple… ¿Esto quiere decir que fuiste la mejor? Pues no, quiere decir que fuiste la peor, a la que más odio, tal vez la única, y aunque ahora te relamas de placer leyendo esto, pues para ti es una extraña victoria, reitero que fuiste y, segurísimo, serás mala y te darás cuenta de ello con todas sus consecuencias demasiado tarde, cuando ya nadie pueda llegar a quererte y yo, pobre iluso, haya encontrado a alguien como tú, sí, a alguien como tú, pero que en vez de sonrisa pícara tenga poco tiempo por ofrecérselo a los demás, no pueda ser tu hombro de apoyo.

Empecé a escribir borracho y he acabado sobrio, y tal vez se pueda ver esto como una carta antítesis del amor, o no, quién sabe, pero, a mi pesar, creo yo que esto es el amor, enserio, el amor más puro y destilado, guardado en un frasquito de cristal y puesto a salvo en un barco egipcio que huye del fuego. Y es que ya te lo he dicho, yo te quiero y te querré aunque aparezca alguien mejor, pues tú eres tú, y no sé, qué quieres que te diga, eres perfecta dentro de la locura y el caos, seguirás siendo la perfecta cuando otras personas se desvelen como auténticas perfecciones, y así te deseo un beso en los labios, uno de esos fuertes apretando los labios y sin abrirlos, uno de esos que, tal vez, portaron lágrimas en los ojos.



Esto lo escribí para un concurso del que no quiero hablar, que me enfada mucho el tema.
El mejor vino estando a solas,
el mejor cuadro colgado en un cuarto privado,
el mejor caldo dado como bebida a los animales.
Fuego en las cumbres montañosas,
fuego en los fondos marinos.
Hoy es día de cambiar los pasos,
todos a la vez, en silencio.
Hoy es día de amar al muerto
y odiar al amigo.
Hoy es el día que no hará frío, pero nevará
y haremos caminos en la nieve
para poder volver a casa

viernes, 23 de enero de 2015

Estaba sentada en la rama más alta del árbol, y cuando escalando llegué hasta ella, vi que lloraba y que tenía en cada mano un poco de arena, arena que no se le escurría entre los dedos por estar mojada de sus lágrimas. De vez en cuando hipaba, y seguro que también tendría un nudo en la garganta, yo me acerqué a ella con cuidado de no caerme y le froté el hombro intentando ser reconfortante, ella hipaba y lloraba en silencio. Me acerqué a su oído y susurré "Recuerda que hoy hay baile y te tienes que vestir de gala" y entonces pareció enfadarse con uno de esos enfados coraza que protegen el orgullo, y dijo "Ya lo sabía". Bajé del árbol y me puse a preparar a toda prisa el improvisado baile de esa noche.
Se sirvieron los aperitivos, cada invitado leyó un cuento, se apagaron y encendieron todas las luces de la Gran Sala tres veces,se dejó escapar al mosquito que más tarde habría que atrapar y por último se cenó, de pie, por supuesto, el primero que se sentaba perdía, aunque una vez uno se hubo sentado, todos pudieron acomodarse en las sillas más cómodas jamás conocidas, tanto que había quien juraba que jamás se levantaría, y otros tantos que parecían estar cumpliendo el juramento. Al final empezó el baile, y ella no había llegado, por supuesto, aquel baile era para ella, los detalles también, pero daba igual, ella llegaría a mitad de la velada y ni siquiera pediría perdón o saludaría, sino que se internaría entre los invitados como si fuese una criada que, tras haber robado un bonito vestido, quisiese conocer a aquellas exóticas personas. Miré el reloj y dije que era el momento de atrapar al mosquito, un juego divertido que casi nunca se lograba terminar si no era haciendo trampas. Una vez que ya fue atrapado gracias a un criado que escaló una pared con una red, se continuó el baile, pero esta vez de verdad, con sus pasos rituales, su divertida seriedad y con esa música, la música que está prohibida excepto para grandes bailes, la música que tenía una letra tan triste que se mandó olvidar.
Llegado el momento noté un carraspeo en mi espada, me giré y allí estaba ella, con un magnífico vestido azul. Quería bailar, quería bailar conmigo, pero preferiría cortarse los pies a pedírmelo, o tan siquiera a decirme "Muchas gracias por las molestias que te has tomado y por esta magnífica" porque era magnífica "velada".
La saqué a bailar y bailamos, eramos los mejores bailarines porque no hacíamos como el resto, no nos preocupábamos de seguir estrictamente los pasos y de tener un ojo en el resto de la gente, nosotros nos mirábamos el uno al otro, a los ojos, sin apenas parpadear, jugando y no jugando, odiándonos y queriéndonos, siendo grandes y no siendo nada. Me susurró las palabras mágicas y yo le susurré la llave, mientras notaba la arena en las palmas de sus manos, arena que había hecho costra y que nunca se iría del todo.
La fiesta terminó y los invitados se marcharon, pero antes de que nadie lo hubiese hecho, ella ya había desaparecido, yo lo sabía bien, ella no soportaba el desorden que sigue a una fiesta, y no por el desorden en si, que le da igual, sino por el ver que ya no hay nada, que lo bueno se acabó y que no se puede saber si será posible repetir tan siquiera algo parecido, así que desaparecía de los sitios y dejaba las cosas cuando aun estaban vivas y calientes, pues ya había demasiado frío en su interior como para que se le enfriasen también las manos.

Ella se casó con otro hombre, se veía venir, pero lo malo es que no sé hasta que punto fue por conveniencia y hasta donde fue su propio deseo, impulsado por extrañas razones desconocidas para mí. No soportaba verles juntos, pues jamás volvimos a estar ella y yo a solas, y tampoco soportaba oír cómo hacían el amor, en una casa tan grande sus gemidos atravesaban las paredes, me alcanzaban y, de algún modo extraño, me hacían sufrir.
Aquella era mi casa, o por lo menos era más mía que de cualquier otro, y podía haber logrado que se marchasen, pero me parecía estúpido, no sé que habría sido de mí solo en aquella inmensa casa, seguramente me habría consumido, pudrido y empequeñecido, así que decidí marcharme yo, con el mínimo de cosas además, pero antes di una última orden, mandé cortar el árbol más alto del jardín, aquél en el que ella subía tiempo atrás cuando estaba muy feliz o lloraba sin saber bien por qué. Mientras sonaba cada golpe del hacha contra la madera, la imaginaba en una ventana, sin reconocer su desolación, y cuando finalmente cayó, sonreí con malicia, con malicia reservada, y entonces me marché para no volver jamás.

jueves, 22 de enero de 2015

Felini

La habitación estaba horriblemente desordenada para algunos e increíblemente inspiradora para otros, las mesas no se distinguían bajo todos los papeles, botes, cuadernos, pinceles, lápices, espátulas, muñecos, candelabros y la más absoluta variedad de cosas que en vez de dar la idea de que ahí debajo había una mesa, parecían indicar que aquello era una inmensa montaña de papeles y trastos que alcanzaba la altura de una mesa. En el suelo había hecho falta abrir un camino desde la entrada hasta el salón, que hacía las veces de estudio, con dos ramificaciones, una para el baño y otra para la cocina, aunque por la nueva acumulación de papeles, lienzos y botes con muestras de pintura en esta segunda ruta, se adivinaba que Felini no había comido en días. Pasaba todo el día frente al inmenso caballete que reinaba en mitad de la penumbra del salón, pues todas las ventanas tenían las persianas bajadas, excepto la de la cocina, que no tenía, lo que se remediaba cerrando la puerta. Había quien decía que antes Felini era un hombre tranquilo de sonrisa melancólica que disfrutaba de los paseos por el río y las tardes viendo el sol colarse entre las hojas de los árboles del parque mientras escuchaba como música de fondo las risas de los niños que jugaban y a los que dedicaba, sin que nadie le oyese, alguna importante frase filosófica de cosecha propia. Ahora cualquiera que recordase a ese Felini y viese al nuevo se preguntaría si no le engaña su memoria, pues el nuevo corría de un lado a otro, completamente exaltado, frenético, con los ojos muy abiertos, pintando y rasgando lienzos maldiciendo que eso no es lo que quería, completamente flaco y con ojeras, pues hacía semanas que no pisaba el dormitorio y tan solo se acurrucaba unas horas en el suelo cuando, agotado, casi caía desmayado.
Debía varios meses de alquiler, además de todo el material no pagado que encargaba para lo que fuese que andaba buscando pintar, y la señora Tórcola, la casera, harta de golpearle la puerta y de pasarle notas por debajo, ya iba para comisaria cuando su marido, el señor Tórtola, le comió la cabeza con la cuantiosa suma de dinero que les daría el señor Felini una vez terminada su obra y, una vez la dejó en casa, cogió el manojo de llaves y subió a ver al que en otro tiempo había sido un gran amigo suyo. Golpeó un par de veces la puerta y le pareció oír un gruñido por respuesta, así que abrió, a pesar de que le costó, pues al otro lado de la puerta había una montaña de cristales, basura y desperdicios inclasificables que, con su apestoso aroma, hacían de barricada natural. Ahí estaba él, de espaldas a la puerta y tapando con su cuerpo el lienzo al que miraba, parecía un espectro a la luz de la lámpara de aceite. El señor Tórtola se acercó, le cogió del brazo y le giró con más facilidad de la que se necesitaría para darle la vuelta a un niño, Felini estaba llorando. Tórtola le arropó con la manta de mejor aspecto que pudo encontrar y le sacó fuera del piso, Felini lloraba mientras murmuraba palabras ininteligibles, pero no parecía estar borracho, además su amigo había echado un vistazo y todas las botellas que contuvieron alcohol en su día estaban apropiadamente secas o llenas de pinturas o extraños aceites.
Afuera la luz del día pareció cegar a Felini en un primer momento, pero entonces, cuando Tórtola había imaginado que su amigo se recobraría, éste gritó y empezó a correr dejando a tras al pobre y generalmente acomodado Tórtola. Felini corría de un lado a otro de la plaza, asustando a la gente, frente a la cual se paraba, estudiaba el rostro y dejaba para inspeccionar al siguiente.  Cuando el casero le dio alcance  finalmente, Felini estaba de rodillas frente a un hombre bien vestido de barba gris intenso, con la cabeza hacia abajo y llorando mientras murmuraba que lo había encontrado. Tórtola estiró el brazo y, nada más haberle rozado el hombro, el pintor se levantó de un salto, le fintó y echó a correr hacia el edificio. Esta vez su perseguidor no fue tras él, marchó directamente hacia la comisaría.

Cuando el señor Tórtola y dos agentes de policía llegaron a la puerta abierta del piso alquilado del pintor, vieron extrañamente sorprendidos como éste no actuaba como en los últimos tiempos, sino que sonreía sereno sentado sobre una pila de libros, entonces los tres giraron la cabeza hacia el caballete y ahogaron una exclamación. Desde el lienzo, más real que una fotografía, les miraba el hombre de la barba gris oscuro, pero no parecía una pintura, si es que lo era, era él, era la obra más real que habían visto en sus vidas. Pero habían ido allí por algo, así que un agente se dirigió hacia Felini, el cual se tiró al suelo, y cuando el policía se inclinó sobre él, la mano escuálida del artista le estrelló un bote de cristal en la cabeza, entonces se levantó de un salto y se abalanzó sobre el otro policía, al que cogió por los brazos, impidiéndole moverlos, y le empujó hacia atrás, llevándose por inercia también al señor Tórtola, hasta las escaleras,  donde soltó al agente haciendo que ambos cayesen rodando. Entonces Felini agarró el caballete y fue sembrando el caos mientras hacía caer las columnas que flanqueaban el camino hacia el baño, allí arrancó los papeles de periódico que cubrían el espejo y puso frente a él el cuadro, y entonces éste, viéndose reflejado, dejó resbalar de sus vivos ojos dos lágrimas de pintura.

lunes, 19 de enero de 2015

Nieva

Yo iba engañado, aunque no sé si me habían engañado o me había engañado yo solo, es lo que tiene que te propongan un viaje mientras ves nevar desde la ventana, que dices que sí a todo.
Porque nieve, no hablemos de viajes, hablemos de nieve, nieve que ha caído primero en Madrid y luego aquí, a las afueras, frente a mi ventana, nieve que ha hecho blanca la casa que miro siempre, casa para la cual tengo preparadas obras de teatro y una de mis mejores historias, nieve que se ve muy bien dibujada a la luz de la farola del callejón, nieve que antes era lluvia que se veía igualmente bien dibujada a la luz de la farola del callejón. Antes la lluvia y ahora la nieve parecen falsas, quizá sea el efecto de la luz de la farola del callejón, parecen hechas por una de esas máquinas que se usan en el cine cuando hay que hacer que llueva o nieve. Hoy mi madre ha ido al cine y mi hermano ha estado pintando, hoy mi madre ha grabado una película y mi hermano ha pintado un cuadro, hoy mi madre ha ganado un Oscar y mi hermano ha pintado una obra de arte. “Qué artistas, che” diría Oliveira. ¿Y yo que he hecho? Supongo que en la escala de antes empezaría anotando algo y acabaría escribiendo una novela, pero no es verdad, ni lo uno ni lo otro. El otro día estrené las botas, buenas botas en cuanto a pisar, pisas bien con esas botas, cuando me afeité sin camiseta pero con pantalones y las botas aun puestas me dije que parecía un militar, o por lo menos me lo imaginé. Pues hoy pensé en salir a caminar, en subir al Cerro tal vez, pensé en calzar las botas, pero se puso a llover y vi una película, aunque realmente vi dos, las dos de acción sin trascendencia clara, solo que una me había dejado frustrado al no verla hace cuatro años, así que supongo que he cerrado un círculo de la adolescencia o una tontería similar. Hoy me he puesto a leer todos los comentarios publicados en mi blog y he borrado dos que por algún error estaban repetidos, me he puesto a ver si podía discernir quién era el autor de cada uno, y he hecho mal, porque me he vuelto a topar con dos personas que en su momento comentaron, no sé quiénes son pero que realmente decían cosas fuertes, para bien, sobre lo que habían leído. Por eso mismo me siento mal al escribir esto, he cambiado, antes escribía otro tipo de cosas, no sé si con peor estilo y de seguro con más faltas de ortografía, pero eran más únicas a su modo, ahora escribo cosas más largas, con un inicio y un cierre, que no nudo, pero eso no quiere decir nada, ahora soy “mejor” a cambio de perder lo único bueno que tenía, creo que además eso está relacionado de alguna forma con que últimamente escriba menos. En reyes me trajeron unos guantes de medio dedo negros, unos guantes que yo me había pedido, y resulta que a casi nadie le gustan, unos me dicen que son feos, otros que son poco útiles, otros que si lo que quiero es usar el móvil hay guantes de dedo completo con los que lo puedo manejar igualmente y otros que eso son guantes de mendigo, pero qué se le va a hacer, a mi me gustan, sigue nevando y mañana llevaré las botas. Eso tampoco me gusta, el truco fácil de nombrar algo al principio de un texto y nombrarlo de nuevo por el final para que guste al lector reconocer algo que ha visto antes, no me gusta y lo hago mucho, creo que de hecho lo hago siempre. Iba a contar la anécdota de la clase de música de hace tres años en la cual la profesora nos dijo que debíamos escribir una historia en clase y que ella iría diciendo palabras relacionadas con la música que deberíamos (debería existir “debríamos”) incluir, y cómo todo el mundo hizo chapuzas inconexas mientras que yo logré formar una historia coherente, una historia que además era de intriga o algo así, me sentí especialmente bien por jugar con las palabras dadas por la profesora, pues usé “intervalos” en una frase que decía algo así como “las farolas se encontraban a intervalos regulares” en vez de emplear su significado musical, algo así hice también con “notas”, pero me parece una gran pena no acordarme del relato completo. El otro día escribí “lluvia” y ahora escribo “Nieva”, tal vez tendría que cerrar esta colección casual con “Vapor”.

Sigue nevando, los setos están blancos, los coches están blancos y los tejados están blancos, pero el suelo está mojado y no creo que cuaje.

domingo, 18 de enero de 2015

Poetry

Suspiré con el libro abierto en el regazo, levanté la vista y me encaré a la estatua.
-Vale, lo reconozco, no puedo con la poesía.
Y el libro se cerró de un portazo.
Me levanté y me puse a caminar para, iluso yo, intentar entrar en calor. Yo no tenía que estar allí, yo debía estar tumbado en mi cama, solo, con la habitación llena de música y humo, pero había descubierto que de haber tenido tantas relaciones sentimentales y haber adjuntado inconscientemente una o varias canciones a cada una, me había quedado sin poder escuchar música, a no ser que fuese para deprimirme o para cantar frente al espejo como un actor de videoclip, aunque sería el primero en hacerlo bien. Y allí estaba yo, en un parque bastante bonito, con la estatua de un poeta para mí desconocido y un frío terrible, acuciante, destructivo, perturbador, maligno, sádico, incongruente… y el libro de poesía, claro, un libro con unas tapas duras verdes preciosas en las que no había nada escrito, tal vez eso era lo que más me atraía libro, lo que se explicaba en la primera página:
Escribí estos poemas en noches de desvelos, de gritos y lágrimas, pero también los escribí en noches despejadas del alma, donde las estrellas y yo nos reíamos, los escribí para la gente, los escribí para mí. Empecé a escribir porque pensaba que si no lo hacía algo terrible me ocurriría, sentía la necesidad interior de hacerlo. Tras dos años algo cambió, sentí que jamás podría escribir nada más, pero no me entristecí, pues ya lo sabía, todas las palabras plasmadas hasta ese momento no podían haber sido mías, sino de algo más grande, algo que habitó en mí, se alimentó de mis miedos, desengaños y alegrías, y que finalmente se marchó. Así que tras leer todos los poemas seguidos en una sola noche entendí que esto no podía leerlo solo yo, que todos deberían poder hacerlo, por eso los recopilé. También por ese motivo no pone en ningún lugar mi nombre, pues no importa, yo solo quiero que esta obra sea leía.”

Me detuve y giré la cabeza para volver a mirar al poeta de bronce, que cuando estaba sentado en el banco frente a él me miraba pero que ahora tan solo me mostraba su perfil.
-No serás tú el poeta éste sin nombre ¿no?
Y la respuesta, que me la di yo mismo, me imaginé que me la proporcionaba la propia estatua, girando la cabeza con el estruendo de la piedra contra el metal, diciendo con su profunda voz de estatua:
-Si es un libro anónimo ¿cómo iba a tener su autor una estatua?
Supuse que el hombre de bronce sí sabía quién era el poeta de las tapas duras y verdes, pero que como escribía, o escribió, mucho mejor que él mismo, le odiaba o algo parecido.
-Por eso esa mueca tan seria ¿eh, viejo?
Me di la vuelta y continué con mi paseo a la eternidad, un frío tan terrible algo bueno tenía que tener, ni un alma, o ningún alma con cuerpo físico, deambulaba por ese inmenso parque, era mío, y el lago y los patos (¿Patos con este frío?) también lo eran, así como las barcas de tres euros quince minutos y la mesa y la silla de plástico de quien las cobraba, que también estaba de cuerpo ausente.
Si leer poesía no me engancha y me impacienta uno se podría preguntar por qué la leía, y es que claro, no tenía música posible, ni dinero ni energía para aguantar a otras personas, pero sí tenía una amiga que en la sección de poesía parecía una niña en una tienda de chucherías y que, efectivamente, leía un poema como si tomase un rico caramelo de limón, a no ser que leyese a aquella autora suya, a ella la leía dando pequeños paseos por la habitación, leyendo a la vez que movía los labios en silencio y con una repentina madurez llena de cicatrices. Así que había entrado en la Gran Biblioteca, allí surqué los tomos de los libros con los dedos y finalmente saqué éste, sin nombre ni autor, que ya lo tenía fichado de una expedición previa. Por qué tendríamos en una casa tan pequeña una habitación enteramente dedicada a los libros, la Gran Biblioteca, y, asumiendo que la teníamos, por qué nunca entrábamos.
De pie junto a la barandilla, frente al lago y los patos, con la mirada perdida y el libro en una mano, me dediqué a pensar en el orden que tenían los poemas en el libro, para nada usual, más bien parecían la manifestación de una cadena de pensamientos, cosas que se te van ocurriendo y que te llevan a otras cosas, a pesar de que no exista ninguna similitud aparente entre ellas.
Volví a la realidad lentamente, muy lentamente, aun seguía pensando en poemas y pensamientos. Miré el libro, parecía poseer vida, pero no porque vibrase o me mirase mal, sino porque parecía aguardar serenamente lo que tuviese que ocurrir. Acaricié una última vez su genial lomo verde, lo alcé y lo arrojé lejos. En el aire pareció detenerse un momento, y no me hubiese extrañado que realmente lo hubiera sido, y después, abriéndose, cayó al agua, con las letras hacia arriba, y así sus hojas y poemas se fueron mojando. Esta cadena de pensamientos parecía llevar a que los poemas por los que su autor se quitó el nombre al final no fuesen leídos.

De lejos me pareció oír las carcajadas de la estatua de bronce.

viernes, 16 de enero de 2015

El juego de los sitios del metro

Aquí en el metro jugamos al juego de las sillas, es fácil, cuando nos acercamos a una parada poco concurrida y una persona se levanta, contamos en alto "¡Uno, dos, tres!" y corremos al sitio vacante. Pero claro, la gente hace trampas, especialmente embarazadas y ancianas que, siendo más lentas prefieren no jugar y con todo el morro del mundo se sientan de pronto. También hacen trampas quienes, mientras voy por el "uno", se van a sentar directamente, saltándose todo protocolo, aunque a veces perdonemos a quienes portan un libro, pues un libro es un libro, a no ser que sea uno de esos libros que no son libros, a quienes llevan de estos les echamos del vagón, en marcha si es especialmente malo.
¿Ya sabéis jugar al juego del los sitios del metro? No es fácil, requiere habilidad, astucia y, sobre todo, poder contenerse las ganas de hacer la zancadilla o empezar con las patadas,puñetazos. dientes bailarines que describen piruetas por el aire... Aunque hay algo que sí está permitido y es realmente liberador, cuando acabas sentado frente a alguien con quien te has enfrentado en el juego de los sitios del metro, podéis empezar una lucha de miradas: miradas de rabia, miradas frías, de hielo, miradas de piedra, miradas palpitantes, miradas de "espérame a la salida", miradas de "soy superior a ti", también llamadas de superioridad o creída superioridad, en fin, una retahíla de miradas que como balas puedes ir disparando a gusto del soldado, aunque es recomendable mantener el tipo de mirada elegida en un primer momento, porque si te pones a cambiar lo más probable es que la otra persona mire hacia otro lado con una mueca que puede significar "está loco" o "es gilipollas". El juego de las miradas termina cuando a uno de los dos se le quiebra la mirada y aparta la vista.
Para terminar, contar cómo es el nivel de máxima dificultad del juego de los asientos del metro. Éste consiste en estar de pie entre dos hileras de cuatro sitios y cuando estos se vacíen al llegar a "Sol" o "Nuevos Ministerios", seguir de pie, contar rápido y en alto "¡Un, dos, tres!" y correr a sentarse cuando se abren las puertas y entra la marabunta.

miércoles, 14 de enero de 2015

lluvia

Tenía el abrigo calado y el cigarrillo mojado en los labios, pero me lo merecía, era mi castigo por haber salido a luchar contra la lluvia cuando ésta arreciaba más fuerte. La lluvia es una enemiga cobarde, muy cobarde, te moja intentando borrarte como a la tierra que hace lodo, y tras ver que físicamente no puede destruirte, emplea la psicología, y solo así te moja por todos lados, incluso desde abajo, y te desorienta, y te hace entrecerrar los ojos, los ojos a los que previamente les ha mojado las pestañas, y entonces, si sigues firme, con las manos en los bolsillos de un abrigo calado y con un cigarrillo mojado en los labios cuyo pronóstico es grave y no se sabe si volverá a encenderse algún día, la lluvia se da cuenta de que si no estás en un barco y se alía con el mar, en un pueblo y desborda el río o en una montaña y se hace nieve, no puede destruirte, no puede deshacer la piel como sí puede pudrir los zapatos, no puede arrancarte el pelo a pesar de que lo moje, y es entonces cuando se va dejándote muerto, y esto es que deja de llover, pero en el suelo los charcos te esperan como minas, y dentro de tus ropas empapadas no estás cómodo, sientes frío, tienes los pies mojados, los brazos mojados, el pecho mojado, los pulmones silbantes, los dientes castañeteando los ojitos entrecerrados, la correa del reloj enfriándote las venas de la muñeca y en la cabeza tristeza y melancolía, entonces, si no corres a casa, te secas, te abrigas y guardas reposo, la lluvia te mata con el veneno de lo mojado. Por eso es mala la lluvia, por eso es vil, por eso cae en forma de muchas gotas en muchas partes y no así como una sola masa de agua que de un golpe haga retumbar la tierra. La lluvia es mala y solo por eso salí en su momento de apogeo a enfrentarme a ella, y ahora solo temo descubrir que se me haya empapado todo el paquete de cigarrillos.

Pero hombre, más cuidado

Sé que he estado ausente, pero eso no me parece motivo para que alguien entre aquí y en vez de leer los relatos como quien mira los cuadros de una exposición, lentamente, me paro, miro, si me gusta tal vez me incline sobre la placa en la que pone el nombre del cuadro y del autor, ajá, interesante, doy un par de pasos y me paro a mirar el siguiente cuadro, siempre con ese deje aburrido haga, sin embargo, lo que ha hecho, que se asemeja más bien a entrar en un cuarto y ver todo por los suelos, los cajones abiertos, hojas por aquí, hojas por allá... y es que me ha dado por mirar qué relatos se han leído y ¡hecatombe! alguien ha arrasado, pero ha arrasado mucho, se lo ha visto todo, aunque desconozco si con más o menos detenimiento, y es que claro, yo tengo pendientes muchas correcciones (ortográficas y gramaticales, las ideas no las toco, que eso sería como si pusieses a un pintor actual a retocar las pinturas de la cueva de Altamira), de hecho hoy, en una de mis múltiples evasiones del estudio (algo innato en mí, es como un sistema defensivo de mi organismo, cuando doy con algo sumamente aburrido mi cabeza se desvanece como humo que luego entra corriendo en mi cabeza de nuevo por las orejas cuando vuelvo a la realidad) se me había ocurrido hacer una especie de recopilación de escritos en la cual añadiría segundas partes y obras añadidas que siempre tuve pensadas. Así que ya sabe, desconocido, mire como miran los aburridos y los obligados, lea como leen los niños a los que les mandan una lectura que acaban aborreciendo, comente si acaso (cosas malas, sí, comente por ahí cosas malas, que eso siempre me hace escribir más) y, oh por favor, no me lea usted "Relato erótico" que me aparece como visto y se me suben los colores.

miércoles, 7 de enero de 2015

Nochevieja

Las cosas son difíciles hasta que dejan de serlo, y esto que digo puede ser simple, complejo o estúpido, lo que pasa es que nadie entendió la frase que me vino a la cabeza en aquel examen “yo soy el protagonista de mi propia historia”, o por lo menos nadie la entendió como yo lo hice, por lo que es como si nadie la hubiese entendido. Las cosas son difíciles hasta que dejan de serlo no es ni la décima parte de importante que la otra frase, y eso es así, no hay más ¿y por qué lo digo entonces?
Ah,
amigo
será que lo he logrado, al fin he huido.
Y no me refiero a huir como huye un cobarde o los pájaros del frío que se acerca, sino es simplemente un viaje para el cual no te despides ni de los más allegados y simplemente huyes, así, plof, al peor lugar tal vez, la cosa es huir.
Pero acabo de tener una idea genial, no os voy a contar dónde estoy, qué he encontrado ni os voy a narrar mis aventuras, os voy a contar uno de los muchos antecedentes.

Hace poco decidí buscar un blog, no sabía nada de él, pero aun así lo conocía, no, no, mejor dicho, no sabía nada de él, pero cuando lo viese lo reconocería. Y partí a la búsqueda con una palabra bajo el brazo “cucaracha” a la cual le acompañaba un artículo, lo que dejaba un total de “la cucaracha”, “el blog de la cucaracha”.
¡Qué horror! enserio ¡Qué horror! Las primeras páginas no eran malas, eran horribles, alguna tal vez te camelaba para después darte arcadas, y así seguí visitando blogs, como el barco de aquel pirata que buscaba puerto tras puerto a su amada y acabó metiéndose en una guerra. En fin, que ya con la esperanza perdida y el duendecillo de la oreja carraspeando antes de decir “Já, andá, volvamos a la putrefacción, al polvo y a la falta de mandarinas”, puse mis pies virtuales en un blog de grandes poemas. Poca poesía me gusta de verdad, y poquísima pertenece a aficionados, así que traté de leer uno que además pretendía ser erótico (lo cual siempre es una escusa para hacer que no se entienda nada, a no ser que te llames Federico García Lorca y digas que el viento persigue a la muchacha con la espada azul erecta, o algo así) pero me resbalé y decidí dejarlo, aunque no de la misma, una extraña razón me impulsó a bajar por la página y ¡Tatatachán! ¡Aleluya! Allí había un relato, y encima corto, lo cual es genial cuando pretendes catar las letras de un desconocido.
Puse la espalda recta, realicé el bizz de los hombros y empecé a leer. El relato casualmente estaba ambientado en navidad, aunque la navidad de hace uno o varios años, y en el mismo, el protagonista gustaba de pasarse las fiestas en los bares de los tanatorios. Me pareció un relato fascinante.
Esto no lo leí realmente en navidad, lo leí un tiempo antes, pero casualmente me vi estando solo en navidad, y no solo desde un punto de vista interno o filosófico, sino solo físicamente, estaba solo, sin familia ni amigos a los que me apeteciese tan siquiera intentar acoplarme, aunque casualmente esta forma de soledad arrastra a la del punto de vista interno, que no a la filosófica. Entonces me abrigué y, como un niño que corre a jugar con la nieve, salí a vagabundear por la ciudad, rebotando de un punto a otro como la bola de un pinball. Pero hubo dos inconvenientes, el primero fue aquel frío, un vástago del hielo encerrado en la estratosfera que aquel día tuvo libertad de congelar y helar los cristales de los coches, y el segundo problema fue que me había imaginado unas calles vacías expectantes de uvas y campanadas, pero en su lugar me topé con fiesta, gritos, risas, alcohol y parejas que consideran un callejón el mejor lugar para bajarse las bragas y los calzoncillos, así que a los catorce minutos de haber salido estaba de nuevo en el portal. Mi mirada, mi mirada en el espejo del ascensor, la mejor mirada que he visto jamás. Si hubiese tenido un gorrito de fiesta de los que se ajustan con una goma por la barbilla, ahí, sentado en el sofá, hubiese arrasado en cualquier casting para una película de esas en las que el protagonista es un desecho humano que consigue sobresalir o del que se hace una comedia. “¿Ceno ya?” Sé que pensé, pero no recuerdo si lo pensé a las siete, a las nueve o a las once, y entonces fue ahí cuando me acordé del relato y dije “¿Y si voy a un tanatorio a comer las uvas?” Y ojo, que rumié la idea con suma atención, luego la deseché y después me acordé de un par de chistes sobre tanatorios, de haber tenido abierto ya el champán habría brindado por mí mismo.
Tal vez sí lo tenía abierto, tal vez tenía una copa, había brindado, bebido y repetido el proceso unas cuantas veces, porque de pronto estaba en un parque sin recordar bien cómo había llegado hasta allí y notaba esa sensación en la cual los dedos se independizan de los sentidos, y viceversa. Miré a mi alrededor, aquello no era un parque, o sí, pero era de esos parques, si es que lo son, que tienen bancos, una estatua, el suelo de piedra y escasa vegetación, pero lo realmente genial es que no había nadie ¡Sí! pero de pronto pensé que tal vez me había dormido y no había bebido nada, lo cual explicaría el extraño desplazamiento, el descontrol de los sentidos y la ausencia de gente, y ahí estaba yo, a punto de gritar de alegría por tener plenísima capacidad de mis sentidos y movimientos en un sueño, sabiendo que éste lo era, cuando de pronto oí pasos, y a lo lejos, unas calles más allá, ruido de coches.
-Merde
Aquello no era un sueño, estaba seguro, y de hecho ya empezaba a acordarme de haberle jurado venganza al frío, haber olvidado la bufanda, haber bajado a la calle y haberles lanzado un condón a la pareja que ya iría por el cuarto polvo. Sí, la bufanda, ahora de pronto su ausencia la había convertido en la protagonista, ahora se me ocurría “La Bufanda” como título de un libro, “la Bufanda Gris” surcando el nombre de una buena cafetería, la bufanda roja de la francesa del metro, la bufanda que tiré al río y la bufanda que no acepté de mano de mi padre diciendo “con la gente con la que voy hoy no puedo llevar bufanda”. La bufanda, mientras me subía el cuello de la chaqueta asimilando que debía estar poniéndomelo como los ostentosos pijos de otra época o como el Conde Drácula, la bufanda.
¿Pero no había oído yo pasos? Sí, tacones contra suelo de piedra, tacones produciendo un sonido acolchado por ir pisando bufandas, volví de nuevo a la realidad, tacones, sí, tacones ¿los prefiere de algún tipo concreto? ¿De qué color? Negros, estos tacones son negros, estoy seguro. Y ahí estaba ella, la portadora de los tacones atravesando el otro lado del parque, o la plaza, o lo que quiera que fuese. Me encantaría dar una descripción como “Era tan bella que si seguía despierta al amanecer, el sol no salía por encontrarse avergonzado” o “Era tan fría que a cada paso aparecía una familia de esquimales” pero no tengo buena vista, enserio, de hecho es horrorosa, así que vi un algo borroso pasar, un algo con tacones, y como tenía que saber cómo eran estos, me acerqué, con el cuello subido y las manos en los bolsillos.
-¡No me lo creo!
-¿Qué ocurre?
-¡Pero si no llevas tacones!
-Pues no, son manoletinas ¿Pero qué le pasa?
-Joder, anda que tienes que ir pisando fuerte.
Ahora sí me pude fijar en ella. Estatura normal, ni alta ni baja, de esas personas en las que no te fijas en su altura por eso, por ser normal ¿Comparado con qué? Yo qué sé. Tenía el pelo castaño por los hombros y un rostro que para unos sería normal y para otros feillo, que no feo. Portaba una especie de americana de mujer negra que pretendía ser festiva, una falda con un estampado de flores amarillas, naranjas, alguna roja y alguna blanca y, por supuesto, las manoletinas negras, que por lo menos eran negras, en algo había acertado. En las manos llevaba cuatro bolsas de la compra muy llenas. No sabía por qué, ningún detalle concreto lo provocaba, pero me parecía que la combinación general era horrorosa.
Me fijé en que ella estaba quieta, mirándome.
-Bueno ¿me va a ayudar con las bolsas o qué?
Y yo, como un niño al que gritan de repente, sin estar alerta, y obedece sin rechistar pese a ser el líder entre los muchachos rebeldes, cogí dos de sus bolsas.
Me pareció fascinante aquella escena, de hecho mientras caminaba en silencio al lado de aquella mujer, que tendría mi edad, portándole las bolsas y sin tan siquiera saber muy bien a dónde iba (y digo “sin saber muy bien” porque había deducido que íbamos a su casa, que realmente no sabía nada) pensé que aquello tenía que escribirlo, aquella irrealidad real, y luego pensé que jamás conseguiría transmitirlo como lo estaba sintiendo, así que maldije a cualquier posible lector y observé cómo de pronto, y sin saber por parte de quién ni cómo, empezó la conversación. Fue una conversación en ascenso, veloz pero no rápida, sincera, curiosa, genial y confortable. Que ahora pueda interesar diré que íbamos tarde, o ella iba tarde y yo con ella, y las cuatro bolsas eran los últimos preparativos de la cena que les había preparado a sus familiares, no pude evitar reírme cuando ella paró para sacarse una piedrecita de la manoletina derecha y yo vi que de un contenedor de ropa asomaba una bufanda, que además era exactamente igual a aquella que rechacé de mi padre en una ocasión, cuando ella me preguntó que por qué reía, me inventé “¿Ves la marca del contenedor? La pintada, digo, bien, pues está fotografiada, colgada en internet y forma parte de un concurso, quien envíe una foto de sí mismo con la pintada detrás entra en un sorteo en el que puedes ganar dos billetes de avión para New York” Y cuando me preguntó que por qué no lo hacíamos le dije que ella no tenía móvil, pues no tenía bolso ni parecía llevarlo en ningún bolsillo y que el mío estaba sin batería.
-Por cierto, ¿cómo te llamas?
-Nadia.
-…
-¿Qué?
-No he dicho nada.
-Te he oído pensar.
-Pensaba que suena a “Nada”.
Y eso había pensado, sonaba a “nada”. “¿Con quién has estado?” “Con Nadia” “Querrás decir con nadie”.
Al llegar a la puerta de su casa, un cuarto con rellano bien iluminado, sacó la llave de debajo del felpudo y se defendió diciendo que es que no había querido llevarse el bolso con tanta gente en la calle, a pesar de que yo no hubiese dicho nada, y entramos.
Yo no fumo, pero me hubiese gustado sentarme en una silla a la orilla de aquella mesa tan bien preparada y fumarme un cigarrillo, por algún motivo me parecía realmente acogedor, y de hecho me descubrí sentándome esperando, con la misma emoción que se tiene cuando se espera a saber los números premiados de la lotería, a que mi anfitriona, o desconocida mal vestida, o simplemente Nadia, me dijese qué debía hacer yo, si marcharme sin más, si me iba a invitar a cenar con su familia o si me iba a dar unos euros por el esfuerzo y las gracias. Y de pronto allí estaba, en el marco de la puerta del salón, de su salón, y ahí de pronto me di cuenta de que tras la exhaustiva conversación vivida de camino, ya no era una extraña para mí, y que probablemente yo tampoco lo sería para ella, pese a no haberle hablado de cucarachas ni tanatorios.
-Ven a la cocina, anda, vamos a hacer los aperitivos.
Y así empezamos a cocinar, o más bien a montar, pues la magia de la mayor parte de los entrantes es que no se les hace nada, sino que son tres o cuatro cosas simples que al combinarlas dices “¡Alá!”. Yo tenía conocimientos previos de cocina bastante amplios, heredados de mi madre con los que no solo me defendía del hambre sino que me podía sorprender a mí mismo con platos de lo más ambiciosos, aunque se quedasen en ambiciosos, pero daba igual, en aquella cocina ella mandaba de una manera indiscutible, que quizá era mejor echarle menos queso a los dátiles pero ¿qué más da? ella sabrá, su casa, su comida, sus invitados. Menos mal que cocinaba, o que fingía hacer mucho mientras realmente me entretenía con el cuadro del perro viejo ¡Pero qué cuadro más feo!, porque ella abandonó la cocina para recorrer el pasillo una y otra vez con paso frenético mientras su teléfono fijo inalámbrico, qué ironía, no dejaba de sonar con las justificaciones de falta de asistencia de todos y cada uno de sus invitados. ¡Todos! Parece imposible, pero de unas dieciséis personas cayeron todas menos una, y la que quedó, sola se quedó, pues era la propia Nadia.
-¿Dónde me puedo lavar las manos?- Pues yo, eficiente, había terminado.
Cuando volví a la cocina me la encontré sentada en una silla en mitad de la misma, con la puerta que daba a una pequeñísima terraza abierta, haciendo que entrase el frío, estaba fumando.
-Pensaba que no fumabas.
-Ya sabes, ocasiones especiales. Tras un polvo, cuando tu familia huye en desbandada...
Decidí continuar la conversación por el camino del sexo, pues la otra opción que me había dado no me parecía sensato tocarla más.
-Había una pareja en un callejón al lado de mi casa que parecían atrapados en el bucle del sexo, me pregunto qué estarán haciendo ahora… ¡Ostia! ¡Las campanadas!
-¿Qué hora es?
Pero yo ya estaba camino del salón, pensando en cuál de los seis mandos sería el de la televisión, si es que no había que usar dos conjuntamente o alguna otra extraña novedad de la tecnología. Nadia la encendió y de pronto la pantalla plana nos transmitió el ruido de muchísimas personas en la plaza de Sol, al presentador intentando hacerse oír sobre ese griterío mientras explicaba el funcionamiento de los cuartos y la cara blanca de la presentadora que pese a hacer ese frío llevaba un vestido rojo que le dejaba los brazos y la espalda al descubierto, pobre mujer.
Entonces Nadia y yo giramos nuestros rostros respectivamente, y como estábamos tan cerca, vimos nuestros ojos como solo dejamos que los vean algunas personas, tan vivos, tan brillantes, tan todo. Nos besamos, pero no fue un beso tierno y lento, sino uno apasionado, bestial, acompañado de la movilidad total de nuestros cuerpos. Nuestras manos se movían a toda velocidad, nosotros también, y como nos besábamos con los ojos cerrados, no veíamos cómo nos caíamos sobre su mesa baja del salón, sobre el suelo, cómo nos empujamos contra un armario con tanta fuerza que las copas de dentro sonaron golpeándose unas a otras intentando llamar la atención. ¿Quién hacía ahora más ruido, la multitud de Sol o nosotros?

Caímos sobre la mesa tan impoluta y bien colocada, ella de espaldas y yo encima, y aunque cayesen platos, servilletas y copas al suelo, seguimos besándonos y desnudándonos, ella posiblemente inspirada subconscientemente por la rabia del abandono no premeditado, y yo, quien sabe por qué, por todo, porque lo no corriente me inspira. Levanté su falda dándome cuenta de que era esa prenda la que le había hecho ir fea hacía un rato por la calle, y bajé sus bragas acordándome de la pareja del callejón. Y así, mientras daban las campanadas, echamos el último polvo del año y el polvo de año nuevo.