Las cosas son difíciles hasta que dejan de serlo, y
esto que digo puede ser simple, complejo o estúpido, lo que pasa es que nadie
entendió la frase que me vino a la cabeza en aquel examen “yo soy el
protagonista de mi propia historia”, o por lo menos nadie la entendió como yo
lo hice, por lo que es como si nadie la hubiese entendido. Las cosas son
difíciles hasta que dejan de serlo no es ni la décima parte de importante que
la otra frase, y eso es así, no hay más ¿y por qué lo digo entonces?
Ah,
amigo
será que lo he logrado, al fin he huido.
Y no me refiero a huir como huye un cobarde o los
pájaros del frío que se acerca, sino es simplemente un viaje para el cual no te
despides ni de los más allegados y simplemente huyes, así, plof, al peor lugar
tal vez, la cosa es huir.
Pero acabo de tener una idea genial, no os voy a
contar dónde estoy, qué he encontrado ni os voy a narrar mis aventuras, os voy
a contar uno de los muchos antecedentes.
Hace poco decidí buscar un blog, no sabía nada de
él, pero aun así lo conocía, no, no, mejor dicho, no sabía nada de él, pero
cuando lo viese lo reconocería. Y partí a la búsqueda con una palabra bajo el
brazo “cucaracha” a la cual le acompañaba un artículo, lo que dejaba un total
de “la cucaracha”, “el blog de la cucaracha”.
¡Qué horror! enserio ¡Qué horror! Las primeras
páginas no eran malas, eran horribles, alguna tal vez te camelaba para después
darte arcadas, y así seguí visitando blogs, como el barco de aquel pirata que
buscaba puerto tras puerto a su amada y acabó metiéndose en una guerra. En fin,
que ya con la esperanza perdida y el duendecillo de la oreja carraspeando antes
de decir “Já, andá, volvamos a la putrefacción, al polvo y a la falta de
mandarinas”, puse mis pies virtuales en un blog de grandes poemas. Poca poesía
me gusta de verdad, y poquísima pertenece a aficionados, así que traté de leer
uno que además pretendía ser erótico (lo cual siempre es una escusa para hacer
que no se entienda nada, a no ser que te llames Federico García Lorca y digas
que el viento persigue a la muchacha con la espada azul erecta, o algo así)
pero me resbalé y decidí dejarlo, aunque no de la misma, una extraña razón me
impulsó a bajar por la página y ¡Tatatachán! ¡Aleluya! Allí había un relato, y
encima corto, lo cual es genial cuando pretendes catar las letras de un
desconocido.
Puse la espalda recta, realicé el bizz de los
hombros y empecé a leer. El relato casualmente estaba ambientado en navidad,
aunque la navidad de hace uno o varios años, y en el mismo, el protagonista
gustaba de pasarse las fiestas en los bares de los tanatorios. Me pareció un
relato fascinante.
Esto no lo leí realmente en navidad, lo leí un
tiempo antes, pero casualmente me vi estando solo en navidad, y no solo desde
un punto de vista interno o filosófico, sino solo físicamente, estaba solo, sin
familia ni amigos a los que me apeteciese tan siquiera intentar acoplarme,
aunque casualmente esta forma de soledad arrastra a la del punto de vista
interno, que no a la filosófica. Entonces me abrigué y, como un niño que corre
a jugar con la nieve, salí a vagabundear por la ciudad, rebotando de un punto a
otro como la bola de un pinball. Pero hubo dos inconvenientes, el primero fue
aquel frío, un vástago del hielo encerrado en la estratosfera que aquel día
tuvo libertad de congelar y helar los cristales de los coches, y el segundo
problema fue que me había imaginado unas calles vacías expectantes de uvas y
campanadas, pero en su lugar me topé con fiesta, gritos, risas, alcohol y
parejas que consideran un callejón el mejor lugar para bajarse las bragas y los
calzoncillos, así que a los catorce minutos de haber salido estaba de nuevo en
el portal. Mi mirada, mi mirada en el espejo del ascensor, la mejor mirada que
he visto jamás. Si hubiese tenido un gorrito de fiesta de los que se ajustan
con una goma por la barbilla, ahí, sentado en el sofá, hubiese arrasado en
cualquier casting para una película de esas en las que el protagonista es un
desecho humano que consigue sobresalir o del que se hace una comedia. “¿Ceno
ya?” Sé que pensé, pero no recuerdo si lo pensé a las siete, a las nueve o a
las once, y entonces fue ahí cuando me acordé del relato y dije “¿Y si voy a un
tanatorio a comer las uvas?” Y ojo, que rumié la idea con suma atención, luego la
deseché y después me acordé de un par de chistes sobre tanatorios, de haber
tenido abierto ya el champán habría brindado por mí mismo.
Tal vez sí lo tenía abierto, tal vez tenía una
copa, había brindado, bebido y repetido el proceso unas cuantas veces, porque
de pronto estaba en un parque sin recordar bien cómo había llegado hasta allí y
notaba esa sensación en la cual los dedos se independizan de los sentidos, y
viceversa. Miré a mi alrededor, aquello no era un parque, o sí, pero era de
esos parques, si es que lo son, que tienen bancos, una estatua, el suelo de
piedra y escasa vegetación, pero lo realmente genial es que no había nadie ¡Sí!
pero de pronto pensé que tal vez me había dormido y no había bebido nada, lo
cual explicaría el extraño desplazamiento, el descontrol de los sentidos y la
ausencia de gente, y ahí estaba yo, a punto de gritar de alegría por tener
plenísima capacidad de mis sentidos y movimientos en un sueño, sabiendo que
éste lo era, cuando de pronto oí pasos, y a lo lejos, unas calles más allá,
ruido de coches.
-Merde
Aquello no era un sueño, estaba seguro, y de hecho
ya empezaba a acordarme de haberle jurado venganza al frío, haber olvidado la
bufanda, haber bajado a la calle y haberles lanzado un condón a la pareja que
ya iría por el cuarto polvo. Sí, la bufanda, ahora de pronto su ausencia la
había convertido en la protagonista, ahora se me ocurría “La Bufanda” como
título de un libro, “la Bufanda Gris” surcando el nombre de una buena
cafetería, la bufanda roja de la francesa del metro, la bufanda que tiré al río
y la bufanda que no acepté de mano de mi padre diciendo “con la gente con la
que voy hoy no puedo llevar bufanda”. La bufanda, mientras me subía el cuello
de la chaqueta asimilando que debía estar poniéndomelo como los ostentosos
pijos de otra época o como el Conde Drácula, la bufanda.
¿Pero no había oído yo pasos? Sí, tacones contra
suelo de piedra, tacones produciendo un
sonido acolchado por ir pisando bufandas, volví de nuevo a la realidad,
tacones, sí, tacones ¿los prefiere de algún tipo concreto? ¿De qué color?
Negros, estos tacones son negros, estoy seguro. Y ahí estaba ella, la portadora
de los tacones atravesando el otro lado del parque, o la plaza, o lo que quiera
que fuese. Me encantaría dar una descripción como “Era tan bella que si seguía
despierta al amanecer, el sol no salía por encontrarse avergonzado” o “Era tan
fría que a cada paso aparecía una familia de esquimales” pero no tengo buena
vista, enserio, de hecho es horrorosa, así que vi un algo borroso pasar, un
algo con tacones, y como tenía que saber cómo eran estos, me acerqué, con el
cuello subido y las manos en los bolsillos.
-¡No me lo creo!
-¿Qué ocurre?
-¡Pero si no llevas tacones!
-Pues no, son manoletinas ¿Pero qué le pasa?
-Joder, anda que tienes que ir pisando fuerte.
Ahora sí me pude fijar en ella. Estatura normal,
ni alta ni baja, de esas personas en las que no te fijas en su altura por eso,
por ser normal ¿Comparado con qué? Yo
qué sé. Tenía el pelo castaño por los hombros y un rostro que para unos sería
normal y para otros feillo, que no feo. Portaba una especie de americana de
mujer negra que pretendía ser festiva, una falda con un estampado de flores
amarillas, naranjas, alguna roja y alguna blanca y, por supuesto, las
manoletinas negras, que por lo menos eran negras, en algo había acertado. En
las manos llevaba cuatro bolsas de la compra muy llenas. No sabía por qué,
ningún detalle concreto lo provocaba, pero me parecía que la combinación general
era horrorosa.
Me fijé en que ella estaba quieta, mirándome.
-Bueno ¿me va a ayudar con las bolsas o qué?
Y yo, como un niño al que gritan de repente, sin
estar alerta, y obedece sin rechistar pese a ser el líder entre los muchachos
rebeldes, cogí dos de sus bolsas.
Me pareció fascinante aquella escena, de hecho
mientras caminaba en silencio al lado de aquella mujer, que tendría mi edad,
portándole las bolsas y sin tan siquiera saber muy bien a dónde iba (y digo
“sin saber muy bien” porque había deducido que íbamos a su casa, que realmente
no sabía nada) pensé que aquello tenía que escribirlo, aquella irrealidad real,
y luego pensé que jamás conseguiría transmitirlo como lo estaba sintiendo, así
que maldije a cualquier posible lector y observé cómo de pronto, y sin saber
por parte de quién ni cómo, empezó la conversación. Fue una conversación en
ascenso, veloz pero no rápida, sincera, curiosa, genial y confortable. Que
ahora pueda interesar diré que íbamos tarde, o ella iba tarde y yo con ella, y
las cuatro bolsas eran los últimos preparativos de la cena que les había
preparado a sus familiares, no pude evitar reírme cuando ella paró para sacarse
una piedrecita de la manoletina derecha y yo vi que de un contenedor de ropa
asomaba una bufanda, que además era exactamente igual a aquella que rechacé de
mi padre en una ocasión, cuando ella me preguntó que por qué reía, me inventé “¿Ves
la marca del contenedor? La pintada, digo, bien, pues está fotografiada,
colgada en internet y forma parte de un concurso, quien envíe una foto de sí
mismo con la pintada detrás entra en un sorteo en el que puedes ganar dos
billetes de avión para New York” Y cuando me preguntó que por qué no lo
hacíamos le dije que ella no tenía móvil, pues no tenía bolso ni parecía llevarlo
en ningún bolsillo y que el mío estaba sin batería.
-Por cierto, ¿cómo te llamas?
-Nadia.
-…
-¿Qué?
-No he dicho nada.
-Te he oído pensar.
-Pensaba que suena a “Nada”.
Y eso había pensado, sonaba a “nada”. “¿Con quién
has estado?” “Con Nadia” “Querrás decir con nadie”.
Al llegar a la puerta de su casa, un cuarto con
rellano bien iluminado, sacó la llave de debajo del felpudo y se defendió
diciendo que es que no había querido llevarse el bolso con tanta gente en la
calle, a pesar de que yo no hubiese dicho nada, y entramos.
Yo no fumo, pero me hubiese gustado sentarme en
una silla a la orilla de aquella mesa tan bien preparada y fumarme un
cigarrillo, por algún motivo me parecía realmente acogedor, y de hecho me
descubrí sentándome esperando, con la misma emoción que se tiene cuando se
espera a saber los números premiados de la lotería, a que mi anfitriona, o
desconocida mal vestida, o simplemente Nadia, me dijese qué debía hacer yo, si
marcharme sin más, si me iba a invitar a cenar con su familia o si me iba a dar
unos euros por el esfuerzo y las gracias. Y de pronto allí estaba, en el marco
de la puerta del salón, de su salón,
y ahí de pronto me di cuenta de que tras la exhaustiva conversación vivida de
camino, ya no era una extraña para mí, y que probablemente yo tampoco lo sería
para ella, pese a no haberle hablado de cucarachas ni tanatorios.
-Ven a la cocina, anda, vamos a hacer los
aperitivos.
Y así empezamos a cocinar, o más bien a montar,
pues la magia de la mayor parte de los entrantes es que no se les hace nada,
sino que son tres o cuatro cosas simples que al combinarlas dices “¡Alá!”. Yo
tenía conocimientos previos de cocina bastante amplios, heredados de mi madre
con los que no solo me defendía del hambre sino que me podía sorprender a mí
mismo con platos de lo más ambiciosos, aunque se quedasen en ambiciosos, pero
daba igual, en aquella cocina ella mandaba de una manera indiscutible, que
quizá era mejor echarle menos queso a los dátiles pero ¿qué más da? ella sabrá,
su casa, su comida, sus invitados. Menos mal que cocinaba, o que fingía hacer
mucho mientras realmente me entretenía con el cuadro del perro viejo ¡Pero qué
cuadro más feo!, porque ella abandonó la cocina para recorrer el pasillo una y
otra vez con paso frenético mientras su teléfono fijo inalámbrico, qué ironía,
no dejaba de sonar con las justificaciones de falta de asistencia de todos y
cada uno de sus invitados. ¡Todos! Parece imposible, pero de unas dieciséis
personas cayeron todas menos una, y la que quedó, sola se quedó, pues era la
propia Nadia.
-¿Dónde me puedo lavar las manos?- Pues yo,
eficiente, había terminado.
Cuando volví a la cocina me la encontré sentada en
una silla en mitad de la misma, con la puerta que daba a una pequeñísima
terraza abierta, haciendo que entrase el frío, estaba fumando.
-Pensaba que no fumabas.
-Ya sabes, ocasiones especiales. Tras un polvo,
cuando tu familia huye en desbandada...
Decidí continuar la conversación por el camino del
sexo, pues la otra opción que me había dado no me parecía sensato tocarla más.
-Había una pareja en un callejón al lado de mi
casa que parecían atrapados en el bucle del sexo, me pregunto qué estarán
haciendo ahora… ¡Ostia! ¡Las campanadas!
-¿Qué hora es?
Pero yo ya estaba camino del salón, pensando en cuál
de los seis mandos sería el de la televisión, si es que no había que usar dos
conjuntamente o alguna otra extraña novedad de la tecnología. Nadia la encendió
y de pronto la pantalla plana nos transmitió el ruido de muchísimas personas en
la plaza de Sol, al presentador intentando hacerse oír sobre ese griterío
mientras explicaba el funcionamiento de los cuartos y la cara blanca de la
presentadora que pese a hacer ese frío llevaba un vestido rojo que le dejaba
los brazos y la espalda al descubierto, pobre mujer.
Entonces Nadia y yo giramos nuestros rostros
respectivamente, y como estábamos tan cerca, vimos nuestros ojos como solo
dejamos que los vean algunas personas, tan vivos, tan brillantes, tan todo. Nos
besamos, pero no fue un beso tierno y lento, sino uno apasionado, bestial,
acompañado de la movilidad total de nuestros cuerpos. Nuestras manos se movían
a toda velocidad, nosotros también, y como nos besábamos con los ojos cerrados,
no veíamos cómo nos caíamos sobre su mesa baja del salón, sobre el suelo, cómo
nos empujamos contra un armario con tanta fuerza que las copas de dentro
sonaron golpeándose unas a otras intentando llamar la atención. ¿Quién hacía
ahora más ruido, la multitud de Sol o nosotros?
Caímos sobre la mesa tan impoluta y bien colocada,
ella de espaldas y yo encima, y aunque cayesen platos, servilletas y copas al
suelo, seguimos besándonos y desnudándonos, ella posiblemente inspirada
subconscientemente por la rabia del abandono no premeditado, y yo, quien sabe
por qué, por todo, porque lo no corriente me inspira. Levanté su falda dándome
cuenta de que era esa prenda la que le había hecho ir fea hacía un rato por la
calle, y bajé sus bragas acordándome de la pareja del callejón. Y así, mientras
daban las campanadas, echamos el último polvo del año y el polvo de año nuevo.
Los personajes cotidianos y tristes te quedan tan bien... Qué genial es volver a leerte.
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