La habitación estaba horriblemente desordenada para algunos e increíblemente
inspiradora para otros, las mesas no se distinguían bajo todos los papeles,
botes, cuadernos, pinceles, lápices, espátulas, muñecos, candelabros y la más
absoluta variedad de cosas que en vez de dar la idea de que ahí debajo había
una mesa, parecían indicar que aquello era una inmensa montaña de papeles y
trastos que alcanzaba la altura de una mesa. En el suelo había hecho falta
abrir un camino desde la entrada hasta el salón, que hacía las veces de estudio,
con dos ramificaciones, una para el baño y otra para la cocina, aunque por la
nueva acumulación de papeles, lienzos y botes con muestras de pintura en esta
segunda ruta, se adivinaba que Felini no había comido en días. Pasaba todo el
día frente al inmenso caballete que reinaba en mitad de la penumbra del salón,
pues todas las ventanas tenían las persianas bajadas, excepto la de la cocina,
que no tenía, lo que se remediaba cerrando la puerta. Había quien decía que
antes Felini era un hombre tranquilo de sonrisa melancólica que disfrutaba de
los paseos por el río y las tardes viendo el sol colarse entre las hojas de los
árboles del parque mientras escuchaba como música de fondo las risas de los
niños que jugaban y a los que dedicaba, sin que nadie le oyese, alguna
importante frase filosófica de cosecha propia. Ahora cualquiera que recordase a
ese Felini y viese al nuevo se preguntaría si no le engaña su memoria, pues el
nuevo corría de un lado a otro, completamente exaltado, frenético, con los ojos
muy abiertos, pintando y rasgando lienzos maldiciendo que eso no es lo que
quería, completamente flaco y con ojeras, pues hacía semanas que no pisaba el
dormitorio y tan solo se acurrucaba unas horas en el suelo cuando, agotado,
casi caía desmayado.
Debía varios meses de alquiler, además de todo el material no
pagado que encargaba para lo que fuese que andaba buscando pintar, y la señora
Tórcola, la casera, harta de golpearle la puerta y de pasarle notas por debajo,
ya iba para comisaria cuando su marido, el señor Tórtola, le comió la cabeza
con la cuantiosa suma de dinero que les daría el señor Felini una vez terminada
su obra y, una vez la dejó en casa, cogió el manojo de llaves y subió a ver al
que en otro tiempo había sido un gran amigo suyo. Golpeó un par de veces la
puerta y le pareció oír un gruñido por respuesta, así que abrió, a pesar de que
le costó, pues al otro lado de la puerta había una montaña de cristales, basura
y desperdicios inclasificables que, con su apestoso aroma, hacían de barricada
natural. Ahí estaba él, de espaldas a la puerta y tapando con su cuerpo el
lienzo al que miraba, parecía un espectro a la luz de la lámpara de aceite. El
señor Tórtola se acercó, le cogió del brazo y le giró con más facilidad de la
que se necesitaría para darle la vuelta a un niño, Felini estaba llorando.
Tórtola le arropó con la manta de mejor aspecto que pudo encontrar y le sacó
fuera del piso, Felini lloraba mientras murmuraba palabras ininteligibles, pero
no parecía estar borracho, además su amigo había echado un vistazo y todas las
botellas que contuvieron alcohol en su día estaban apropiadamente secas o llenas
de pinturas o extraños aceites.
Afuera la luz del día pareció cegar a Felini en un primer momento,
pero entonces, cuando Tórtola había imaginado que su amigo se recobraría, éste
gritó y empezó a correr dejando a tras al pobre y generalmente acomodado
Tórtola. Felini corría de un lado a otro de la plaza, asustando a la gente,
frente a la cual se paraba, estudiaba el rostro y dejaba para inspeccionar al
siguiente. Cuando el casero le dio alcance finalmente, Felini estaba de rodillas frente
a un hombre bien vestido de barba gris intenso, con la cabeza hacia abajo y
llorando mientras murmuraba que lo había encontrado. Tórtola estiró el brazo y,
nada más haberle rozado el hombro, el pintor se levantó de un salto, le fintó y
echó a correr hacia el edificio. Esta vez su perseguidor no fue tras él, marchó
directamente hacia la comisaría.
Cuando el señor Tórtola y dos agentes de policía llegaron a la
puerta abierta del piso alquilado del pintor, vieron extrañamente sorprendidos
como éste no actuaba como en los últimos tiempos, sino que sonreía sereno
sentado sobre una pila de libros, entonces los tres giraron la cabeza hacia el
caballete y ahogaron una exclamación. Desde el lienzo, más real que una
fotografía, les miraba el hombre de la barba gris oscuro, pero no parecía una
pintura, si es que lo era, era él, era la obra más real que habían visto en sus
vidas. Pero habían ido allí por algo, así que un agente se dirigió hacia
Felini, el cual se tiró al suelo, y cuando el policía se inclinó sobre él, la
mano escuálida del artista le estrelló un bote de cristal en la cabeza,
entonces se levantó de un salto y se abalanzó sobre el otro policía, al que cogió
por los brazos, impidiéndole moverlos, y le empujó hacia atrás, llevándose por
inercia también al señor Tórtola, hasta las escaleras, donde soltó al agente haciendo que ambos
cayesen rodando. Entonces Felini agarró el caballete y fue sembrando el caos
mientras hacía caer las columnas que flanqueaban el camino hacia el baño, allí
arrancó los papeles de periódico que cubrían el espejo y puso frente a él el
cuadro, y entonces éste, viéndose reflejado, dejó resbalar de sus vivos ojos
dos lágrimas de pintura.
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