viernes, 23 de enero de 2015

Estaba sentada en la rama más alta del árbol, y cuando escalando llegué hasta ella, vi que lloraba y que tenía en cada mano un poco de arena, arena que no se le escurría entre los dedos por estar mojada de sus lágrimas. De vez en cuando hipaba, y seguro que también tendría un nudo en la garganta, yo me acerqué a ella con cuidado de no caerme y le froté el hombro intentando ser reconfortante, ella hipaba y lloraba en silencio. Me acerqué a su oído y susurré "Recuerda que hoy hay baile y te tienes que vestir de gala" y entonces pareció enfadarse con uno de esos enfados coraza que protegen el orgullo, y dijo "Ya lo sabía". Bajé del árbol y me puse a preparar a toda prisa el improvisado baile de esa noche.
Se sirvieron los aperitivos, cada invitado leyó un cuento, se apagaron y encendieron todas las luces de la Gran Sala tres veces,se dejó escapar al mosquito que más tarde habría que atrapar y por último se cenó, de pie, por supuesto, el primero que se sentaba perdía, aunque una vez uno se hubo sentado, todos pudieron acomodarse en las sillas más cómodas jamás conocidas, tanto que había quien juraba que jamás se levantaría, y otros tantos que parecían estar cumpliendo el juramento. Al final empezó el baile, y ella no había llegado, por supuesto, aquel baile era para ella, los detalles también, pero daba igual, ella llegaría a mitad de la velada y ni siquiera pediría perdón o saludaría, sino que se internaría entre los invitados como si fuese una criada que, tras haber robado un bonito vestido, quisiese conocer a aquellas exóticas personas. Miré el reloj y dije que era el momento de atrapar al mosquito, un juego divertido que casi nunca se lograba terminar si no era haciendo trampas. Una vez que ya fue atrapado gracias a un criado que escaló una pared con una red, se continuó el baile, pero esta vez de verdad, con sus pasos rituales, su divertida seriedad y con esa música, la música que está prohibida excepto para grandes bailes, la música que tenía una letra tan triste que se mandó olvidar.
Llegado el momento noté un carraspeo en mi espada, me giré y allí estaba ella, con un magnífico vestido azul. Quería bailar, quería bailar conmigo, pero preferiría cortarse los pies a pedírmelo, o tan siquiera a decirme "Muchas gracias por las molestias que te has tomado y por esta magnífica" porque era magnífica "velada".
La saqué a bailar y bailamos, eramos los mejores bailarines porque no hacíamos como el resto, no nos preocupábamos de seguir estrictamente los pasos y de tener un ojo en el resto de la gente, nosotros nos mirábamos el uno al otro, a los ojos, sin apenas parpadear, jugando y no jugando, odiándonos y queriéndonos, siendo grandes y no siendo nada. Me susurró las palabras mágicas y yo le susurré la llave, mientras notaba la arena en las palmas de sus manos, arena que había hecho costra y que nunca se iría del todo.
La fiesta terminó y los invitados se marcharon, pero antes de que nadie lo hubiese hecho, ella ya había desaparecido, yo lo sabía bien, ella no soportaba el desorden que sigue a una fiesta, y no por el desorden en si, que le da igual, sino por el ver que ya no hay nada, que lo bueno se acabó y que no se puede saber si será posible repetir tan siquiera algo parecido, así que desaparecía de los sitios y dejaba las cosas cuando aun estaban vivas y calientes, pues ya había demasiado frío en su interior como para que se le enfriasen también las manos.

Ella se casó con otro hombre, se veía venir, pero lo malo es que no sé hasta que punto fue por conveniencia y hasta donde fue su propio deseo, impulsado por extrañas razones desconocidas para mí. No soportaba verles juntos, pues jamás volvimos a estar ella y yo a solas, y tampoco soportaba oír cómo hacían el amor, en una casa tan grande sus gemidos atravesaban las paredes, me alcanzaban y, de algún modo extraño, me hacían sufrir.
Aquella era mi casa, o por lo menos era más mía que de cualquier otro, y podía haber logrado que se marchasen, pero me parecía estúpido, no sé que habría sido de mí solo en aquella inmensa casa, seguramente me habría consumido, pudrido y empequeñecido, así que decidí marcharme yo, con el mínimo de cosas además, pero antes di una última orden, mandé cortar el árbol más alto del jardín, aquél en el que ella subía tiempo atrás cuando estaba muy feliz o lloraba sin saber bien por qué. Mientras sonaba cada golpe del hacha contra la madera, la imaginaba en una ventana, sin reconocer su desolación, y cuando finalmente cayó, sonreí con malicia, con malicia reservada, y entonces me marché para no volver jamás.

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