Suspiré con el libro abierto en el regazo, levanté
la vista y me encaré a la estatua.
-Vale, lo reconozco, no puedo con la poesía.
Y el libro se cerró de un portazo.
Me levanté y me puse a caminar para, iluso yo,
intentar entrar en calor. Yo no tenía que estar allí, yo debía estar tumbado en
mi cama, solo, con la habitación llena de música y humo, pero había descubierto
que de haber tenido tantas relaciones sentimentales y haber adjuntado
inconscientemente una o varias canciones a cada una, me había quedado sin poder
escuchar música, a no ser que fuese para deprimirme o para cantar frente al
espejo como un actor de videoclip, aunque sería el primero en hacerlo bien. Y
allí estaba yo, en un parque bastante bonito, con la estatua de un poeta para
mí desconocido y un frío terrible, acuciante, destructivo, perturbador,
maligno, sádico, incongruente… y el libro de poesía, claro, un libro con unas
tapas duras verdes preciosas en las que no había nada escrito, tal vez eso era
lo que más me atraía libro, lo que se explicaba en la primera página:
“Escribí estos poemas en noches de desvelos,
de gritos y lágrimas, pero también los escribí en noches despejadas del alma,
donde las estrellas y yo nos reíamos, los escribí para la gente, los escribí
para mí. Empecé a escribir porque pensaba que si no lo hacía algo terrible me
ocurriría, sentía la necesidad interior de hacerlo. Tras dos años algo cambió,
sentí que jamás podría escribir nada más, pero no me entristecí, pues ya lo
sabía, todas las palabras plasmadas hasta ese momento no podían haber sido
mías, sino de algo más grande, algo que habitó en mí, se alimentó de mis
miedos, desengaños y alegrías, y que finalmente se marchó. Así que tras leer
todos los poemas seguidos en una sola noche entendí que esto no podía leerlo
solo yo, que todos deberían poder hacerlo, por eso los recopilé. También por ese
motivo no pone en ningún lugar mi nombre, pues no importa, yo solo quiero que
esta obra sea leía.”
Me detuve y giré la cabeza para volver a mirar al
poeta de bronce, que cuando estaba sentado en el banco frente a él me miraba
pero que ahora tan solo me mostraba su perfil.
-No serás tú el poeta éste sin nombre ¿no?
Y la respuesta, que me la di yo mismo, me imaginé
que me la proporcionaba la propia estatua, girando la cabeza con el estruendo
de la piedra contra el metal, diciendo con su profunda voz de estatua:
-Si es un libro anónimo ¿cómo iba a tener su autor
una estatua?
Supuse que el hombre de bronce sí sabía quién era
el poeta de las tapas duras y verdes, pero que como escribía, o escribió, mucho
mejor que él mismo, le odiaba o algo parecido.
-Por eso esa mueca tan seria ¿eh, viejo?
Me di la vuelta y continué con mi paseo a la
eternidad, un frío tan terrible algo bueno tenía que tener, ni un alma, o
ningún alma con cuerpo físico, deambulaba por ese inmenso parque, era mío, y el
lago y los patos (¿Patos con este frío?) también lo eran, así como las barcas
de tres euros quince minutos y la mesa y la silla de plástico de quien las
cobraba, que también estaba de cuerpo ausente.
Si leer poesía no me engancha y me impacienta uno
se podría preguntar por qué la leía, y es que claro, no tenía música posible,
ni dinero ni energía para aguantar a otras personas, pero sí tenía una amiga que
en la sección de poesía parecía una niña en una tienda de chucherías y que,
efectivamente, leía un poema como si tomase un rico caramelo de limón, a no ser
que leyese a aquella autora suya, a ella la leía dando pequeños paseos por la
habitación, leyendo a la vez que movía los labios en silencio y con una
repentina madurez llena de cicatrices. Así que había entrado en la Gran Biblioteca,
allí surqué los tomos de los libros con los dedos y finalmente saqué éste, sin
nombre ni autor, que ya lo tenía fichado de una expedición previa. Por qué
tendríamos en una casa tan pequeña una habitación enteramente dedicada a los
libros, la Gran Biblioteca, y, asumiendo que la teníamos, por qué nunca
entrábamos.
De pie junto a la barandilla, frente al lago y los
patos, con la mirada perdida y el libro en una mano, me dediqué a pensar en el
orden que tenían los poemas en el libro, para nada usual, más bien parecían la
manifestación de una cadena de pensamientos, cosas que se te van ocurriendo y
que te llevan a otras cosas, a pesar de que no exista ninguna similitud
aparente entre ellas.
Volví a la realidad lentamente, muy lentamente,
aun seguía pensando en poemas y pensamientos. Miré el libro, parecía poseer
vida, pero no porque vibrase o me mirase mal, sino porque parecía aguardar
serenamente lo que tuviese que ocurrir. Acaricié una última vez su genial lomo
verde, lo alcé y lo arrojé lejos. En el aire pareció detenerse un momento, y no
me hubiese extrañado que realmente lo hubiera sido, y después, abriéndose, cayó
al agua, con las letras hacia arriba, y así sus hojas y poemas se fueron
mojando. Esta cadena de pensamientos parecía llevar a que los poemas por los
que su autor se quitó el nombre al final no fuesen leídos.
De lejos me pareció oír las carcajadas de la
estatua de bronce.
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
ResponderEliminary más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente...