domingo, 18 de enero de 2015

Poetry

Suspiré con el libro abierto en el regazo, levanté la vista y me encaré a la estatua.
-Vale, lo reconozco, no puedo con la poesía.
Y el libro se cerró de un portazo.
Me levanté y me puse a caminar para, iluso yo, intentar entrar en calor. Yo no tenía que estar allí, yo debía estar tumbado en mi cama, solo, con la habitación llena de música y humo, pero había descubierto que de haber tenido tantas relaciones sentimentales y haber adjuntado inconscientemente una o varias canciones a cada una, me había quedado sin poder escuchar música, a no ser que fuese para deprimirme o para cantar frente al espejo como un actor de videoclip, aunque sería el primero en hacerlo bien. Y allí estaba yo, en un parque bastante bonito, con la estatua de un poeta para mí desconocido y un frío terrible, acuciante, destructivo, perturbador, maligno, sádico, incongruente… y el libro de poesía, claro, un libro con unas tapas duras verdes preciosas en las que no había nada escrito, tal vez eso era lo que más me atraía libro, lo que se explicaba en la primera página:
Escribí estos poemas en noches de desvelos, de gritos y lágrimas, pero también los escribí en noches despejadas del alma, donde las estrellas y yo nos reíamos, los escribí para la gente, los escribí para mí. Empecé a escribir porque pensaba que si no lo hacía algo terrible me ocurriría, sentía la necesidad interior de hacerlo. Tras dos años algo cambió, sentí que jamás podría escribir nada más, pero no me entristecí, pues ya lo sabía, todas las palabras plasmadas hasta ese momento no podían haber sido mías, sino de algo más grande, algo que habitó en mí, se alimentó de mis miedos, desengaños y alegrías, y que finalmente se marchó. Así que tras leer todos los poemas seguidos en una sola noche entendí que esto no podía leerlo solo yo, que todos deberían poder hacerlo, por eso los recopilé. También por ese motivo no pone en ningún lugar mi nombre, pues no importa, yo solo quiero que esta obra sea leía.”

Me detuve y giré la cabeza para volver a mirar al poeta de bronce, que cuando estaba sentado en el banco frente a él me miraba pero que ahora tan solo me mostraba su perfil.
-No serás tú el poeta éste sin nombre ¿no?
Y la respuesta, que me la di yo mismo, me imaginé que me la proporcionaba la propia estatua, girando la cabeza con el estruendo de la piedra contra el metal, diciendo con su profunda voz de estatua:
-Si es un libro anónimo ¿cómo iba a tener su autor una estatua?
Supuse que el hombre de bronce sí sabía quién era el poeta de las tapas duras y verdes, pero que como escribía, o escribió, mucho mejor que él mismo, le odiaba o algo parecido.
-Por eso esa mueca tan seria ¿eh, viejo?
Me di la vuelta y continué con mi paseo a la eternidad, un frío tan terrible algo bueno tenía que tener, ni un alma, o ningún alma con cuerpo físico, deambulaba por ese inmenso parque, era mío, y el lago y los patos (¿Patos con este frío?) también lo eran, así como las barcas de tres euros quince minutos y la mesa y la silla de plástico de quien las cobraba, que también estaba de cuerpo ausente.
Si leer poesía no me engancha y me impacienta uno se podría preguntar por qué la leía, y es que claro, no tenía música posible, ni dinero ni energía para aguantar a otras personas, pero sí tenía una amiga que en la sección de poesía parecía una niña en una tienda de chucherías y que, efectivamente, leía un poema como si tomase un rico caramelo de limón, a no ser que leyese a aquella autora suya, a ella la leía dando pequeños paseos por la habitación, leyendo a la vez que movía los labios en silencio y con una repentina madurez llena de cicatrices. Así que había entrado en la Gran Biblioteca, allí surqué los tomos de los libros con los dedos y finalmente saqué éste, sin nombre ni autor, que ya lo tenía fichado de una expedición previa. Por qué tendríamos en una casa tan pequeña una habitación enteramente dedicada a los libros, la Gran Biblioteca, y, asumiendo que la teníamos, por qué nunca entrábamos.
De pie junto a la barandilla, frente al lago y los patos, con la mirada perdida y el libro en una mano, me dediqué a pensar en el orden que tenían los poemas en el libro, para nada usual, más bien parecían la manifestación de una cadena de pensamientos, cosas que se te van ocurriendo y que te llevan a otras cosas, a pesar de que no exista ninguna similitud aparente entre ellas.
Volví a la realidad lentamente, muy lentamente, aun seguía pensando en poemas y pensamientos. Miré el libro, parecía poseer vida, pero no porque vibrase o me mirase mal, sino porque parecía aguardar serenamente lo que tuviese que ocurrir. Acaricié una última vez su genial lomo verde, lo alcé y lo arrojé lejos. En el aire pareció detenerse un momento, y no me hubiese extrañado que realmente lo hubiera sido, y después, abriéndose, cayó al agua, con las letras hacia arriba, y así sus hojas y poemas se fueron mojando. Esta cadena de pensamientos parecía llevar a que los poemas por los que su autor se quitó el nombre al final no fuesen leídos.

De lejos me pareció oír las carcajadas de la estatua de bronce.

1 comentario:

  1. Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
    y más la piedra dura porque esa ya no siente,
    pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
    ni mayor pesadumbre que la vida consciente...

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