martes, 28 de febrero de 2017

Hemofílico

Si pasa un bisturí
la piel se abre como una cortina
y se le salen los sentimientos
color plata

Si esto pasa
aprieta los labios y los ojos
muy fuerte
y una lágrima arrastra la sal
hasta los labios

No le golpees,
ten cuidado,
las heridas de dentro
son las peores

Sin embargo a veces
se encierra en el baño
y se marca la piel
con el cuchillo que esconde
junto a los cepillos de dientes

domingo, 26 de febrero de 2017

Escena venida de una canción

Solo dos escenas diferenciaban el Valle de cualquier otro día: la primera era la de una mujer asomada al balcón de una alta torre con la falda moviéndose furiosa por el viento, como pidiendo volar; la otra era la de un caballo y su jinete, recorriendo la llanura verde a galope. La mujer tenía escondidas bajo la cama las sábanas anudadas para poder fugarse, y el destino del jinete, que visto de cerca no era más que un muchacho apenas adolescente, era el mismo, liberarla, y ya manifestó sus intenciones cuando sin cesar el galope acabó con la guardia que se le acercó a pedir que se identificase. El muchacho se fue enfrentando a todos los soldados que se le interpusieron, primero en el pueblo, donde su caballo, que ya echaba espuma por la boca, no dejó de torcer tomando nuevas calles a fin de evitar más enfrentamientos. Al final atravesó las murallas, donde su caballo cayó y siguió a pie hasta las puertas del palacio, donde murió abatido por los arcabuceros que disparaban desde las ventanas. La mujer, que oyó un estruendo, pensó que aquel sería un buen momento. Se acercó a uno de los dos soldados que había en su alcoba, le apartó la barba y lo degolló con un abrecartas, acto seguido se dirigió al otro, que la miraba pálido, e hizo lo propio. Cuando abrió la puerta se topó con un soldado y su armadura, tan completa y dura que no tenía nada que hacer. Ella había tomado de uno de los dos soldados su espada y su escudo, y con ellos luchó contra el soldado, contra el que no pudo hacer nada hasta que el empuje falló y entonces empezó a avanzar él. El soldado golpeaba el escudo de ella, que no dejaba de retroceder recorriendo sus aposentos, hasta que dio el golpe fatídico que no recibió nadie porque ella se había apartado y cuya inercia le hizo caer por el balcón donde la falda había susurrado sus mejores intenciones. Ella entonces salió de nuevo, para ver cómo ya recorrían los soldados la mitad de las escaleras, y es entonces cuando usó las sábanas anudadas, ellos subían corriendo y flotando ella bajaba. En el vestíbulo no quedaba nadie, nadie tampoco en la entrada, solo su contrincante caído por el balcón y un muchacho joven con los ojos cerrados y el pecho agujereado.

Las veladas

Se sentaban cada noche en la azotea, encendían las velas y se ponían a hablar. Cada uno debía traer su vela, y ahí se encontraba la gracia, porque haciendo trampas puedes hacer que la mecha sea más corta, pero no más larga. Encendían las velas y hablaban sin mirarlas, cuando notaban que faltaba luz entonces se giraban y comprobaban quién había perdido. El ganador tenía entonces derecho a un deseo por aquello de que está prohibido que las estrellas fugaces sobrevuelen las ciudades. Antes, cuando empezaron a jugar de niños con unas velas que trajo ella diciendo que se las había regalado una bruja en una caja de ébano, pedían deseos de verdad: él tuvo su primer beso, ella el muñeco preferido de él, él el secreto de la cicatriz de ella, ella el secreto de los padres de él, pero no solo eso, también tuvieron un laberinto, una historia representada, una cascada. Antes el juego de las velas tenía un propósito, algo que iba más allá del premio en forma de deseo, ahora era algo más parecido a un ritual, una tradición de llamas tan pequeñas que no llegaban a verse los ojos. Los deseos de él ya no tenían forma, tenía la constante sensación de que la estaba molestando, los deseos de ella eran irse a dormir en cuanto se apagase la llama. Al final él terminó por acabar también las veladas en cuanto se acabase la llama, lo hacía por ella o quizá intentando manifestarle cuan molesto podía resultar aquel comportamiento, sea como fuere las noches se fueron haciendo más cortas y los sueños más largos. Llegaron los días en que a alguno se le olvidaba llevar su vela y sin avisos ni sorpresas dejaron de reunirse. Sin embargo en un determinado momento se vieron un domingo y decidieron dar un paseo que acabó en la azotea, donde se iluminaron unos segundos a la luz de un mechero. Comprendieron que se habían hecho mayores y en ese momento y no antes fueron conscientes de lo que habían perdido, algo que se podía sentir pero no saber. Así pues él fue pretendiendo que volviesen a subir llegada la noche. Ella no traía ya velas, así que lo hacía él, pero como estaba en su naturaleza se enfadó y dejó de traerlas esperando que ella lo viese, pero ella no lo vio, o no hizo nada, que es peor. Y un relámpago sonó en la tormenta que solo se podía prever por el olor, ella conoció a otra persona lejos de aquella azotea, aquel edificio y aquella vida diminuta que uno construye sin querer y que te hacen ver cómo de grande son en verdad las cosas y lo desprotegido que estás. Ella conoció a alguien y al principio dejó de faltar a las veladas, luego empezó a llevar al nuevo a la azotea. Él no volvió a pisar el cielo, desde la ventana abierta parecía verse más claro. Pero las cosas pasan, y el tiempo pasó, ella y su novio pasaron, él pasó. Llegó un día en que ella llevaba una de esas prendas de mangas increíblemente largas, un día en que el cielo estaba precioso, como si hubiese un dios que después de haber estado pintando quisiese preguntarnos qué nos parecía. Así que se hizo con una cámara y subió a la azotea. Como os podréis imaginar allí había dos velas y un chico sentado, pero no es que se hubiese dado una casualidad, es que hacía ya un tiempo que él subía de noche, pero no a esperar a nadie, sino a esperarse a sí mismo. Encendía las velas: si ganaba la de más allá se iba a casa y no volvía, si ganaba la suya volvía la noche siguiente, siempre hacía trampas.

martes, 21 de febrero de 2017

Los agujeros

Al bebé le hacen gracia
los agujeros
y los va señalando
El abuelo sonríe
y los va nombrando
Boca
oreja
nariz
ano
corazón
boca
de nuevo

Las vírgenes

Los católicos del mundo no sé
pero aquí en España
se muestra más devoción
a las vírgenes que a Dios.
Y no me extraña
no es tan fácil confiar
en quien lleva
el libro negro a sus espaldas
donde sale retratado
y cuenta cómo
te arrasa una ciudad
te manda las plagas
o te mata al hijo.
Es más fácil sentirse querido
por una mujer bondadosa
que sufrió lo que sufrió
y que por todo arma lleva
un niño bajo el brazo.

El niño hollybuidiano

Se baja del coche como un gánster
se quita el cinturón como una cartuchera
masca el chicle como si fuera tabaco
y odia a los del colegio St. Elizabeth
como si fueran los rojos.
Y a ver qué pasa cuando crezca
el niño hollybuidiano.

Mírame las yemas

Mírame las yemas
valen más que mis ojos
si no te recuerdan
al menos quieren hacerlo
y no son como los ojos
que se enturbian
y se irritan
si les llevo la yema
para que se concilien
y puedan hablar de ti
Que yo sé que si me voy a casa
no te voy a ver
que sé que si voy a la universidad
por la tarde y a otra facultad
sería posible verte
que sé que yendo a un barrio
de noche y a las luces
podría verte con probabilidad
Y sé también
que si voy a tu casa
y llamo a la puerta
tú me verás
pero yo nunca lo volveré a hacer.
Uno siente cómo gira la tierra
y se cae hacia un lado
se choca contra la pared
y le llueven los libros.
No se defiende
abre los brazos
porque el dolor es cosa
de vivos y de vivientes
y uno no se identifica
con las cosas de este lado
se identifica más
con lo que hay detrás
de los ojos
un mundo tan confuso
y tan
triste
porque las cosas de ese lado
han venido a éste
y han hecho girar la tierra
aulas pálidas
y ahora no siente el dolor
sino en los ojos
pero le gustaría sentirlo

viernes, 17 de febrero de 2017

La casa del árbol

En el barrio donde desafina la luna un niño miraba desde la segunda planta de un edificio de dos plantas el solar que se encontraba en la misma calle. Pensaba que le gustaba que hubiesen crecido arbustos gracias al abandono, pero sobre todo le gustaba el árbol que había en el centro, un buen árbol, de aspecto fuerte y ramas que se extendían hacia arriba como si fuesen las venas del cielo. Sin duda era un buen árbol, habría que hacer algo con él, aprovecharlo de alguna manera. Eso lo pensaba hace dos años.
Ahora, dos años después, descubrió una cosa cuando iba camino del colegio. Pasaba cada día por lo menos dos veces delante del solar, y ahora había descubierto en el corazón de la copa del árbol una pequeña construcción que más que casa del árbol habría de llamarse cabaña del árbol. Pablo no dejó de pensar en aquella caseta lo que duraron las clases, pensaba que aquella misma tarde iría y subiría la escalera de cuerdas. ¿Quién la habitaría? Se imaginaba subiendo las escaleras y encontrándose con una persona leyendo, o dos jugando a las cartas, o ninguna, encontrándose él solo, ¿qué haría si así fuera? Podría coger algo para devolverlo más adelante, esperar al dueño… o convertirse él en el dueño, ¿sería acaso eso posible? A la vuelta del colegio pasó delante del solar, pensando que iría después de merendar, recordando que hace años él había tenido esa misma idea.
Sin embargo, después de los deberes que le exigió la madre y la fruta que le exigió el padre, después de salir a la calle, de llegar al árbol, al final de la escalera de cuerdas se encontró una gruesa manta en forma de puerta y un cartel que rezaba:
Contraseña.
Y él no sabía la contraseña, pero no le importaba, alzó la mano para descorrer la cortina y
—Contraseña —dijo la cabeza de la niña que justo había asomado.
—No la sé, ¿me la puedes decir?
—Contraseña —y dentro se oyeron más voces, algunas repetían la misma palabra.
—Por favor, dejadme pasar.
Entonces varias manos salieron de dentro y empezaron a agitar la escalera. El niño gritó que parasen y cuando cayó al suelo estaba llorando.
Se fue a casa con la seguridad de que vendrían, le pedirían perdón y le invitarían a entrar en su casa del árbol, pero nadie vino, solo la noche. Estuvo pensando en la cabeza de la niña, la conocía, era una vecina y ahora que lo pensaba podía ser que el solar perteneciese a su familia, pero nunca se habían llevado mal, ¿por qué no dejarle jugar? En el destierro de su cuarto, doblado como una factura y echado sobre la cama, pensó en la niña, pensó que la odiaba, pensó que la odiaba mucho más por estar llorando en ese momento cuando no debía llorar y los niños eran tontos y quién diablos quiere una casa en un árbol, es ridículo, las casa están para ser grandes y estar en la tierra.
Al día siguiente no fue hasta el árbol, pero por la tarde lo vigiló desde la ventana. Cuando el cielo abrió la paleta empezaron a bajar niños por la escalera de cuerdas, conocía a la niña y a un par más de vecinos, el resto eran desconocidos. Cuando ya se habían marchado y un perro empezó a corear a lo lejos el sonido del sistema de alarma de un coche, el niño bajó, alcanzó el árbol y subió. Arriba había una mesa, unos posters, una baraja de cartas, un cojín y algunos libros. Se sentó, caminó en círculos y le volvió la rabia. Aquello no servía, ya no, aquello no tenía sentido sin los otros niños, esos mismos niños que no le dejaban jugar. Contraseña, contraseña, contraseña, ¿cuál sería? Por si acaso empezó a buscar dibujos en la madera, pero solo dio con una marca natural de la madera en forma de cedilla. También miró entre los libros, y, cuando no hubo dado con nada, atacó. Arrancó la puerta corrediza, lanzó la mesa que con la caída sufrió la fractura de dos patas, arrancó los posters y decidió llevarse los libros y el cojín, pero una vez abajo cambió de opinión respecto a éste último, lo restregó por el suelo y lo lanzo con fuerza intentando perderlo entre los arbustos. Aquella noche fue feliz preparando respuestas para cuando vinieran a exigirle los libros e intentando prever sus venganzas, aunque lo cierto es que lo suyo ya había sido una venganza.
Pero no vinieron a por los libros ni a por explicaciones, la tarde siguiente descubrió que la mesa ya no estaba rota a los pies del árbol y que la manta volvía a encontrarse como cortina en la entrada, la única diferencia fue que a la hora de marcharse los niños lograron recoger la escalera y llevársela consigo. Él aun así fue e intentó escalar de esa forma tan fácil que muestran en televisión, pero viendo que era imposible hacerles daño acabó pensando en venganzas fantasiosas como talar el árbol o prenderle fuego. Una semana después volvió a escalar estando los niños dentro. Llevaba consigo los libros hurtados y las mejores justificaciones que había logrado pensar, pero la respuesta fue la misma: Contraseña. Y no, ésta al parecer nada tenía que ver con una cedilla o los temas de los libros o los posters.
Los niños se siguieron reuniendo, él no, pero se acostumbró. Uno se acostumbra a no mirar más allá en la calle, a que la rabia ocupe treinta metros cuadrados avanzando como chocolate caliente, a que uno agite el árbol de su propio jardín llamándolo endeble, incapaz de soportar una casa y a unos amigos más inseguros que el propio árbol.

jueves, 9 de febrero de 2017

La bombilla

¿Te dejan llevar bombillas en el avión?
¿Y a mí me dejan?
Creo recordar que no te dejan bajar
la ventanilla,
por eso de que si ya no se fuma
que todos duerman.
Sería divertido sacarla
de ese bolsillo que está a la altura
del corazón
y que acaba estando a la altura
del riñón
y que se iluminase
por tanta electricidad
que flota en el ambiente
porque el avión no vuela
sino flota,
porque las nubes arden
y echan rayos
y esta bombilla podría encenderse
y encender las miradas de los viajeros
y que cuando el avión se apague
y quede en tierra
nosotros sigamos volando.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Lo que yo quiero

Yo no quiero ser otra responsabilidad, yo no quiero ser los martes. Yo no quiero que de pronto te pares y pienses que se te ha olvidado. Yo lo que quiero es que mires el calendario, que no esté escrito mi nombre y que sin embargo recorras los meses con el dedo, las semanas de días en blanco, y des dos golpes sobre el papel, sonrías y digas aquí está bien. Que me veas cuando quieras, pero que quieras verme. Que en ocasiones deslices al bolsillo uno de tus caramelos, reservándomelo, pero que no sientas la obligación de llamarme cuando encuentres una bolsa en la puerta. Que alguna vez te pares, dejes de cepillarte el pelo, y pienses en qué estaré haciendo, que estires el cuello por ver si el calendario sonríe, y que sonrías tú si imaginas que justo en ese momento te ando yo escribiendo.

Porque querer

Te quiero porque...
y ya vas mal
no se quiere porque...
porque estás diciendo
que no quieres
a la persona,
que quieres a sus dedines
a su forma de caminar
o de saltar al vacío,
que la quieres por partes
y aunque las quieras a todas
(las partes)
no quieres nada.
La persona está
atravesándolas
y solo cuando te pierdes
más allá
y te ilumina esa persona,
la persona de verdad,
solo entonces puedes quererla
y la quieres de verdad.

domingo, 5 de febrero de 2017

La niña del paque

Estás en un parque y una niña se acerca a pedirte que juegues con ella. Lo haces y te lo pasas realmente bien. Entonces la niña empieza a correr y tú la sigues. Corre por las calles cada vez más grises y tú la sigues. Al final llega a una plaza y ya no te apetece jugar, pero cuando te das la vuelta descubres la calle cortada. Miras el resto de calles pero por ninguna se puede pasar, la niña te dice que han cortado todas las calles que llevan a la plaza y que ya no hay forma de salir. Después de dar varias vueltas buscando una salida descubres que la niña ya no está. Entonces te sientas en el suelo, en mitad de la plaza, y recuerdas cuando había una niña y jugabais en un parque.