En el
barrio donde desafina la luna un niño miraba desde la segunda planta de un
edificio de dos plantas el solar que se encontraba en la misma calle. Pensaba
que le gustaba que hubiesen crecido arbustos gracias al abandono, pero sobre
todo le gustaba el árbol que había en el centro, un buen árbol, de aspecto
fuerte y ramas que se extendían hacia arriba como si fuesen las venas del
cielo. Sin duda era un buen árbol, habría que hacer algo con él, aprovecharlo
de alguna manera. Eso lo pensaba hace dos años.
Ahora,
dos años después, descubrió una cosa cuando iba camino del colegio. Pasaba cada
día por lo menos dos veces delante del solar, y ahora había descubierto en el
corazón de la copa del árbol una pequeña construcción que más que casa del
árbol habría de llamarse cabaña del árbol. Pablo no dejó de pensar en aquella
caseta lo que duraron las clases, pensaba que aquella misma tarde iría y
subiría la escalera de cuerdas. ¿Quién la habitaría? Se imaginaba subiendo las
escaleras y encontrándose con una persona leyendo, o dos jugando a las cartas,
o ninguna, encontrándose él solo, ¿qué haría si así fuera? Podría coger algo
para devolverlo más adelante, esperar al dueño… o convertirse él en el dueño,
¿sería acaso eso posible? A la vuelta del colegio pasó delante del solar,
pensando que iría después de merendar, recordando que hace años él había tenido
esa misma idea.
Sin
embargo, después de los deberes que le exigió la madre y la fruta que le exigió
el padre, después de salir a la calle, de llegar al árbol, al final de la
escalera de cuerdas se encontró una gruesa manta en forma de puerta y un cartel
que rezaba:
Contraseña.
Y él
no sabía la contraseña, pero no le importaba, alzó la mano para descorrer la
cortina y
—Contraseña
—dijo la cabeza de la niña que justo había asomado.
—No
la sé, ¿me la puedes decir?
—Contraseña
—y dentro se oyeron más voces, algunas repetían la misma palabra.
—Por
favor, dejadme pasar.
Entonces
varias manos salieron de dentro y empezaron a agitar la escalera. El niño gritó
que parasen y cuando cayó al suelo estaba llorando.
Se
fue a casa con la seguridad de que vendrían, le pedirían perdón y le invitarían
a entrar en su casa del árbol, pero nadie vino, solo la noche. Estuvo pensando
en la cabeza de la niña, la conocía, era una vecina y ahora que lo pensaba
podía ser que el solar perteneciese a su familia, pero nunca se habían llevado
mal, ¿por qué no dejarle jugar? En el destierro de su cuarto, doblado como una
factura y echado sobre la cama, pensó en la niña, pensó que la odiaba, pensó
que la odiaba mucho más por estar llorando en ese momento cuando no debía
llorar y los niños eran tontos y quién diablos quiere una casa en un árbol, es
ridículo, las casa están para ser grandes y estar en la tierra.
Al
día siguiente no fue hasta el árbol, pero por la tarde lo vigiló desde la
ventana. Cuando el cielo abrió la paleta empezaron a bajar niños por la
escalera de cuerdas, conocía a la niña y a un par más de vecinos, el resto eran
desconocidos. Cuando ya se habían marchado y un perro empezó a corear a lo
lejos el sonido del sistema de alarma de un coche, el niño bajó, alcanzó el
árbol y subió. Arriba había una mesa, unos posters, una baraja de cartas, un
cojín y algunos libros. Se sentó, caminó en círculos y le volvió la rabia.
Aquello no servía, ya no, aquello no tenía sentido sin los otros niños, esos
mismos niños que no le dejaban jugar. Contraseña, contraseña, contraseña, ¿cuál
sería? Por si acaso empezó a buscar dibujos en la madera, pero solo dio con una
marca natural de la madera en forma de cedilla. También miró entre los libros,
y, cuando no hubo dado con nada, atacó. Arrancó la puerta corrediza, lanzó la
mesa que con la caída sufrió la fractura de dos patas, arrancó los posters y
decidió llevarse los libros y el cojín, pero una vez abajo cambió de opinión
respecto a éste último, lo restregó por el suelo y lo lanzo con fuerza
intentando perderlo entre los arbustos. Aquella noche fue feliz preparando
respuestas para cuando vinieran a exigirle los libros e intentando prever sus
venganzas, aunque lo cierto es que lo suyo ya había sido una venganza.
Pero
no vinieron a por los libros ni a por explicaciones, la tarde siguiente
descubrió que la mesa ya no estaba rota a los pies del árbol y que la manta
volvía a encontrarse como cortina en la entrada, la única diferencia fue que a
la hora de marcharse los niños lograron recoger la escalera y llevársela
consigo. Él aun así fue e intentó escalar de esa forma tan fácil que muestran
en televisión, pero viendo que era imposible hacerles daño acabó pensando en venganzas
fantasiosas como talar el árbol o prenderle fuego. Una semana después volvió a
escalar estando los niños dentro. Llevaba consigo los libros hurtados y las
mejores justificaciones que había logrado pensar, pero la respuesta fue la
misma: Contraseña. Y no, ésta al parecer nada tenía que ver con una cedilla o
los temas de los libros o los posters.
Los
niños se siguieron reuniendo, él no, pero se acostumbró. Uno se acostumbra a no
mirar más allá en la calle, a que la rabia ocupe treinta metros cuadrados
avanzando como chocolate caliente, a que uno agite el árbol de su propio jardín
llamándolo endeble, incapaz de soportar una casa y a unos amigos más inseguros
que el propio árbol.
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