viernes, 17 de febrero de 2017

La casa del árbol

En el barrio donde desafina la luna un niño miraba desde la segunda planta de un edificio de dos plantas el solar que se encontraba en la misma calle. Pensaba que le gustaba que hubiesen crecido arbustos gracias al abandono, pero sobre todo le gustaba el árbol que había en el centro, un buen árbol, de aspecto fuerte y ramas que se extendían hacia arriba como si fuesen las venas del cielo. Sin duda era un buen árbol, habría que hacer algo con él, aprovecharlo de alguna manera. Eso lo pensaba hace dos años.
Ahora, dos años después, descubrió una cosa cuando iba camino del colegio. Pasaba cada día por lo menos dos veces delante del solar, y ahora había descubierto en el corazón de la copa del árbol una pequeña construcción que más que casa del árbol habría de llamarse cabaña del árbol. Pablo no dejó de pensar en aquella caseta lo que duraron las clases, pensaba que aquella misma tarde iría y subiría la escalera de cuerdas. ¿Quién la habitaría? Se imaginaba subiendo las escaleras y encontrándose con una persona leyendo, o dos jugando a las cartas, o ninguna, encontrándose él solo, ¿qué haría si así fuera? Podría coger algo para devolverlo más adelante, esperar al dueño… o convertirse él en el dueño, ¿sería acaso eso posible? A la vuelta del colegio pasó delante del solar, pensando que iría después de merendar, recordando que hace años él había tenido esa misma idea.
Sin embargo, después de los deberes que le exigió la madre y la fruta que le exigió el padre, después de salir a la calle, de llegar al árbol, al final de la escalera de cuerdas se encontró una gruesa manta en forma de puerta y un cartel que rezaba:
Contraseña.
Y él no sabía la contraseña, pero no le importaba, alzó la mano para descorrer la cortina y
—Contraseña —dijo la cabeza de la niña que justo había asomado.
—No la sé, ¿me la puedes decir?
—Contraseña —y dentro se oyeron más voces, algunas repetían la misma palabra.
—Por favor, dejadme pasar.
Entonces varias manos salieron de dentro y empezaron a agitar la escalera. El niño gritó que parasen y cuando cayó al suelo estaba llorando.
Se fue a casa con la seguridad de que vendrían, le pedirían perdón y le invitarían a entrar en su casa del árbol, pero nadie vino, solo la noche. Estuvo pensando en la cabeza de la niña, la conocía, era una vecina y ahora que lo pensaba podía ser que el solar perteneciese a su familia, pero nunca se habían llevado mal, ¿por qué no dejarle jugar? En el destierro de su cuarto, doblado como una factura y echado sobre la cama, pensó en la niña, pensó que la odiaba, pensó que la odiaba mucho más por estar llorando en ese momento cuando no debía llorar y los niños eran tontos y quién diablos quiere una casa en un árbol, es ridículo, las casa están para ser grandes y estar en la tierra.
Al día siguiente no fue hasta el árbol, pero por la tarde lo vigiló desde la ventana. Cuando el cielo abrió la paleta empezaron a bajar niños por la escalera de cuerdas, conocía a la niña y a un par más de vecinos, el resto eran desconocidos. Cuando ya se habían marchado y un perro empezó a corear a lo lejos el sonido del sistema de alarma de un coche, el niño bajó, alcanzó el árbol y subió. Arriba había una mesa, unos posters, una baraja de cartas, un cojín y algunos libros. Se sentó, caminó en círculos y le volvió la rabia. Aquello no servía, ya no, aquello no tenía sentido sin los otros niños, esos mismos niños que no le dejaban jugar. Contraseña, contraseña, contraseña, ¿cuál sería? Por si acaso empezó a buscar dibujos en la madera, pero solo dio con una marca natural de la madera en forma de cedilla. También miró entre los libros, y, cuando no hubo dado con nada, atacó. Arrancó la puerta corrediza, lanzó la mesa que con la caída sufrió la fractura de dos patas, arrancó los posters y decidió llevarse los libros y el cojín, pero una vez abajo cambió de opinión respecto a éste último, lo restregó por el suelo y lo lanzo con fuerza intentando perderlo entre los arbustos. Aquella noche fue feliz preparando respuestas para cuando vinieran a exigirle los libros e intentando prever sus venganzas, aunque lo cierto es que lo suyo ya había sido una venganza.
Pero no vinieron a por los libros ni a por explicaciones, la tarde siguiente descubrió que la mesa ya no estaba rota a los pies del árbol y que la manta volvía a encontrarse como cortina en la entrada, la única diferencia fue que a la hora de marcharse los niños lograron recoger la escalera y llevársela consigo. Él aun así fue e intentó escalar de esa forma tan fácil que muestran en televisión, pero viendo que era imposible hacerles daño acabó pensando en venganzas fantasiosas como talar el árbol o prenderle fuego. Una semana después volvió a escalar estando los niños dentro. Llevaba consigo los libros hurtados y las mejores justificaciones que había logrado pensar, pero la respuesta fue la misma: Contraseña. Y no, ésta al parecer nada tenía que ver con una cedilla o los temas de los libros o los posters.
Los niños se siguieron reuniendo, él no, pero se acostumbró. Uno se acostumbra a no mirar más allá en la calle, a que la rabia ocupe treinta metros cuadrados avanzando como chocolate caliente, a que uno agite el árbol de su propio jardín llamándolo endeble, incapaz de soportar una casa y a unos amigos más inseguros que el propio árbol.

No hay comentarios:

Publicar un comentario