Se sentaban cada noche en la azotea, encendían las
velas y se ponían a hablar. Cada uno debía traer su vela, y ahí se encontraba
la gracia, porque haciendo trampas puedes hacer que la mecha sea más corta,
pero no más larga. Encendían las velas y hablaban sin mirarlas, cuando notaban
que faltaba luz entonces se giraban y comprobaban quién había perdido. El
ganador tenía entonces derecho a un deseo por aquello de que está prohibido que
las estrellas fugaces sobrevuelen las ciudades. Antes, cuando empezaron a jugar
de niños con unas velas que trajo ella diciendo que se las había regalado una
bruja en una caja de ébano, pedían deseos de verdad: él tuvo su primer beso,
ella el muñeco preferido de él, él el secreto de la cicatriz de ella, ella el
secreto de los padres de él, pero no solo eso, también tuvieron un laberinto,
una historia representada, una cascada. Antes el juego de las velas tenía un
propósito, algo que iba más allá del premio en forma de deseo, ahora era algo
más parecido a un ritual, una tradición de llamas tan pequeñas que no llegaban
a verse los ojos. Los deseos de él ya no tenían forma, tenía la constante
sensación de que la estaba molestando, los deseos de ella eran irse a dormir en
cuanto se apagase la llama. Al final él terminó por acabar también las veladas
en cuanto se acabase la llama, lo hacía por ella o quizá intentando manifestarle
cuan molesto podía resultar aquel comportamiento, sea como fuere las noches se
fueron haciendo más cortas y los sueños más largos. Llegaron los días en que a
alguno se le olvidaba llevar su vela y sin avisos ni sorpresas dejaron de
reunirse. Sin embargo en un determinado momento se vieron un domingo y
decidieron dar un paseo que acabó en la azotea, donde se iluminaron unos
segundos a la luz de un mechero. Comprendieron que se habían hecho mayores y en
ese momento y no antes fueron conscientes de lo que habían perdido, algo que se
podía sentir pero no saber. Así pues él fue pretendiendo que volviesen a subir
llegada la noche. Ella no traía ya velas, así que lo hacía él, pero como estaba
en su naturaleza se enfadó y dejó de traerlas esperando que ella lo viese, pero
ella no lo vio, o no hizo nada, que es peor. Y un relámpago sonó en la tormenta
que solo se podía prever por el olor, ella conoció a otra persona lejos de
aquella azotea, aquel edificio y aquella vida diminuta que uno construye sin
querer y que te hacen ver cómo de grande son en verdad las cosas y lo
desprotegido que estás. Ella conoció a alguien y al principio dejó de faltar a
las veladas, luego empezó a llevar al nuevo a la azotea. Él no volvió a pisar
el cielo, desde la ventana abierta parecía verse más claro. Pero las cosas
pasan, y el tiempo pasó, ella y su novio pasaron, él pasó. Llegó un día en que
ella llevaba una de esas prendas de mangas increíblemente largas, un día en que
el cielo estaba precioso, como si hubiese un dios que después de haber estado
pintando quisiese preguntarnos qué nos parecía. Así que se hizo con una cámara
y subió a la azotea. Como os podréis imaginar allí había dos velas y un chico
sentado, pero no es que se hubiese dado una casualidad, es que hacía ya un
tiempo que él subía de noche, pero no a esperar a nadie, sino a esperarse a sí
mismo. Encendía las velas: si ganaba la de más allá se iba a casa y no volvía,
si ganaba la suya volvía la noche siguiente, siempre hacía trampas.
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