domingo, 26 de febrero de 2017

Las veladas

Se sentaban cada noche en la azotea, encendían las velas y se ponían a hablar. Cada uno debía traer su vela, y ahí se encontraba la gracia, porque haciendo trampas puedes hacer que la mecha sea más corta, pero no más larga. Encendían las velas y hablaban sin mirarlas, cuando notaban que faltaba luz entonces se giraban y comprobaban quién había perdido. El ganador tenía entonces derecho a un deseo por aquello de que está prohibido que las estrellas fugaces sobrevuelen las ciudades. Antes, cuando empezaron a jugar de niños con unas velas que trajo ella diciendo que se las había regalado una bruja en una caja de ébano, pedían deseos de verdad: él tuvo su primer beso, ella el muñeco preferido de él, él el secreto de la cicatriz de ella, ella el secreto de los padres de él, pero no solo eso, también tuvieron un laberinto, una historia representada, una cascada. Antes el juego de las velas tenía un propósito, algo que iba más allá del premio en forma de deseo, ahora era algo más parecido a un ritual, una tradición de llamas tan pequeñas que no llegaban a verse los ojos. Los deseos de él ya no tenían forma, tenía la constante sensación de que la estaba molestando, los deseos de ella eran irse a dormir en cuanto se apagase la llama. Al final él terminó por acabar también las veladas en cuanto se acabase la llama, lo hacía por ella o quizá intentando manifestarle cuan molesto podía resultar aquel comportamiento, sea como fuere las noches se fueron haciendo más cortas y los sueños más largos. Llegaron los días en que a alguno se le olvidaba llevar su vela y sin avisos ni sorpresas dejaron de reunirse. Sin embargo en un determinado momento se vieron un domingo y decidieron dar un paseo que acabó en la azotea, donde se iluminaron unos segundos a la luz de un mechero. Comprendieron que se habían hecho mayores y en ese momento y no antes fueron conscientes de lo que habían perdido, algo que se podía sentir pero no saber. Así pues él fue pretendiendo que volviesen a subir llegada la noche. Ella no traía ya velas, así que lo hacía él, pero como estaba en su naturaleza se enfadó y dejó de traerlas esperando que ella lo viese, pero ella no lo vio, o no hizo nada, que es peor. Y un relámpago sonó en la tormenta que solo se podía prever por el olor, ella conoció a otra persona lejos de aquella azotea, aquel edificio y aquella vida diminuta que uno construye sin querer y que te hacen ver cómo de grande son en verdad las cosas y lo desprotegido que estás. Ella conoció a alguien y al principio dejó de faltar a las veladas, luego empezó a llevar al nuevo a la azotea. Él no volvió a pisar el cielo, desde la ventana abierta parecía verse más claro. Pero las cosas pasan, y el tiempo pasó, ella y su novio pasaron, él pasó. Llegó un día en que ella llevaba una de esas prendas de mangas increíblemente largas, un día en que el cielo estaba precioso, como si hubiese un dios que después de haber estado pintando quisiese preguntarnos qué nos parecía. Así que se hizo con una cámara y subió a la azotea. Como os podréis imaginar allí había dos velas y un chico sentado, pero no es que se hubiese dado una casualidad, es que hacía ya un tiempo que él subía de noche, pero no a esperar a nadie, sino a esperarse a sí mismo. Encendía las velas: si ganaba la de más allá se iba a casa y no volvía, si ganaba la suya volvía la noche siguiente, siempre hacía trampas.

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