miércoles, 25 de noviembre de 2015

En tu silencio mudo

No sé cómo se conocieron, pero sé que él siempre sonreía cuando abría la puerta y la veía allí, a oscuras. Ella a veces venía porque fuera llovía y necesitaba secarse, a veces estaba triste y otras tan solo le necesitaba, las que menos. Él le preparaba bebidas frías en verano y calientes en otoño, podía saber si ella tenía hambre por el color de sus mejillas y siempre tenía café recién hecho. Su casa no era muy grande, pero si se hacía tarde le cedía su cama de matrimonio para echarse él en el sofá. Le escuchaba si quería hablar, sin presionarla nunca, pero jamás le hablaba, porque era mudo.
Sin embargo, contra lo que pueda parecer, ella no le soportaba. Enseguida se cansaba de su amabilidad, de sus bastantes años más, de su calva, de su tripa exageradamente redonda y de su silencio acompañado siempre de aquella estúpida sonrisa. Ella necesitaba a otro tipo de hombres, unos que por definición la trataban mal y le hacían volver a aquél recibidor oscuro, aquel salón de luz blanca y a aquellas sábanas grises que en invierno se volvían un santuario. También se sentía mal por eso, porque ella era mala con un hombre que daba igual lo que le hiciese, si le insultaba, robaba o ignoraba, porque él sonreía de forma triste y se marchaba un rato al baño, para después salir y volver a preparar café.
Llegado el momento ella decidió darle algunos buenos detalles, creyendo que un buen acto puede arreglar toda una mala trayectoria, así le regaló flores y le pidió si podía quedarse aquella foto suya que había en el marco violeta, cuando lo pidió él arrugó la frente, extrañado, y después asintió dos veces. Para ella tener aquella horrible cara en la cartera era un horror, al principio, para pasar a ser una especie de amuleto después, algo así como aquella casa en miniatura y portátil, de hecho, si acercaba la nariz a la imagen creía poder oler café recién hecho.
En una ocasión llegó llorando, y ante la puerta, sobre el felpudo, descubrió una llave y una nota, ésta decía “estaré fuera un par de días, te he dejado la cena preparada”. Era la primera vez, no que escuchase su voz, sino que la leía. Ella, por supuesto, se asustó de que él hubiese previsto su llegada, pero después de entrar fueron otros los pensamientos ocuparon su mente. Aquella casa, por extraño que pudiese parecer, era más pequeña sin la gorda figura del mudo, y ella, como en un ritual, decidió vivir allí hasta su regreso. Repasó armarios y cajones en una lenta inspección, viendo los calcetines perfectamente colocados y sin encontrar ningún secreto, ni una sola palabra escrita de su puño y letra. Tuvo que evitar contener la risa al encontrar un pequeño armario completamente lleno de botes del mejor café. No había ceniceros, pero ella sabía que si algún día, al llegar a aquella casa, sacaba un cigarrillo, aparecería uno mágicamente. La primera noche no durmió, la segunda se prometió dejar en paz para siempre a aquel hombre.
Desde el amanecer de las nubes de un día de perros, ella permaneció escondida en los soportales de la acera de enfrente. Estuvo allí horas hasta que finalmente le vio aparecer, entonces se marchó sintiendo que había cerrado el círculo.

Tuvieron que pasar dos años, el tiempo suficiente para olvidar a quien te ha cuidado. Entonces un día a ella le asaltó una mujer por la calle. Al principio creyó que le intentaba vender algo o estafar, pero entonces la llamó por su nombre y empezó a prestar atención. Aquella mujer de pelo corto, negro y rizado le comunicó que su padre, Juan Finisterre, había muerto y que quería comunicarle cuando sería el entierro además de darle la dirección del notario que le hablaría de las cosas que aquel hombre le había dejado en herencia. Ella no entendía nada, no le sonaba ese nombre, hasta que se le ocurrió preguntar “¿Ese hombre era el mudo?” y como la mujer del pelo negro no entendía, le mostró la foto que guardaba en la cartera. “Sí, es él”, dijo su hija, “pero jamás fue mudo”.

martes, 24 de noviembre de 2015

Marta es una estación

Como un fumador el tabaco, como un bebedor la bebida, así se necesitaban. Yo a ella la conocí cuando fue necesario o intervino la casualidad, pero él era amigo mío y de hecho, a través de lo me contaba, a ella llegué a conocerla de una forma que le hubiese asustado.
Podías preguntarles si tenían una relación y su respuesta sería que entre ellos había algo, pero que no sabrían bien qué era. A ella le gustaba decirle que le esperaba en el Retiro, sin aclarar hora ni lugar, y él ya sabía que estaría leyendo en algún banco y que había que jugar a encontrarla, a las horas del mediodía o del principio de la tarde, porque noviembre era frío y para ellos siempre era noviembre. Jugaban a muchas cosas, pero sobre todo jugaban a besarse diferente, procurando que nunca sus besos se volviesen monótonos y reacios a darse. A él le gustaba tocarla, en cualquier parte del cuerpo y bajo o sobre la ropa, daba igual, pero le gustaba sentirla, porque todo en ella tenía algo diferente a las demás personas. A ella le gustaba esperar a que en algún momento de la conversación él desapareciese, sus ojos se apagasen y empezase a hablar, simplemente hablar, como hacía él, en ese monólogo tan extraño del que salían palabras maravillosas que al volver a casa, si se acordaba, ella apuntaba en un cuaderno del que jamás le habló.

Un día él, que se llamaba Javier, me pidió salir a dar una vuelta, y pese a ser domingo, muchas cosas por hacer y un transporte público horroroso, le dije que me cambiaba de ropa y salía. La verdad es que pensaba que acababan de romper y me correspondía ser diana de miserias, ataques y mocos, tarea que aceptaría dignamente sin pedir jamás nada a cambio. Lo bueno de vernos en persona sería que solo tendría que escucharle para poder ayudar sin tener que abrir la boca, y jamás haciéndole ver las incongruencias que dijese en el momento. Pero sin embargo me encontré con un él decaído al que no le había pasado nada.
Me contó que le asustaba algo, un fantasma que le había producido el pensar y que ahora anidaba detrás de los ojos, en su punto muerto. Me dijo que sentía algo por Marta, la chica, su chica, y que aunque eso era algo obvio se había empezado a preguntar que dónde residía lo que sentía y de qué naturaleza era, y ahí había tenido miedo, porque pudiendo analizar todo lo que había sentido antes de Marta incluso al principio de Marta, ahora se encontraba con que Marta estaba cuando no la pensaba y dónde no estaba, ahora Marta era un tercer pulmón, me dijo, algo capaz de empañarle los ojos y dolerle el pecho. A punto estuve de bromear recogiendo antiguas bromas nuestras, que no hay mariposas en el estómago, sino gases, que si había mariposas qué faena que me las he comido. Pero él me dijo que pensar en ella podía robarle el calor del cuerpo y hacerle sentirse cansado, que le dolía no sabía dónde, que solo estando con ella podía olvidarse de aquella mierda, que solo escuchándola hablar despreocupada podía ser feliz. Habíamos recorrido medio Madrid bajo la atenta mirada del frío cuando se echó a llorar.
Los fantasmas de Javi me preocupaban solo en parte, porque mi vida en aquel momento estaba tan desordenada que me cansaba el solo ponerme a pensar en cómo resolverla. Pero la verdad es que mientras yo hacía lo que fuera que hiciese, Javier lloraba de rabia sin saber por qué, sufriendo por algo de lo que solo nos podría hablar un psicoanalista. Al final me dijo que lo suyo con Marta estaba acabado, que había muerto, y yo cometí el error de preguntarle que por qué lo decía, si se les veía tan bien. Él se enfadó conmigo y solo algo de alcohol le hizo perdonarme. Me contó que un día la vio sentada, con el libro en el regazo, y un hombre de pie, enfrente, hablando con ella, y solo con verles así, sin que ninguno girase la vista hacia donde estaba él para y le sonriesen, se dio la vuelta y se marchó para enviar media hora después un mensaje diciendo que aquel día no podría ir, a lo que ella le contestó que no pasaba nada, que no se preocupase, y entonces, por primera vez, él sintió celos, se la imaginó acostándose con aquel hombre y lanzó con fuerza el teléfono contra la cama.
Ella seguía con sus juegos o adivinanzas, pero a él ahora le cansaban, no las entendía, le pedía la respuesta. Y eso a ella le decepcionó, el que él ahora le preguntase que qué quería decir, que quedaban a tal hora, que estaba muy ocupado, que en toda la semana no podrían verse, pero que si quería podían hablar por mensajes.
Al final, después de un mes sin verse, él dejó de escribirle y responder a sus llamadas y mensajes, se escondió y evitó lugares de encuentro fácil, y ella, desesperada al principio y triste después, vino a hablar conmigo y me pidió un favor. Yo fui a ver a un ojeroso y mal vestido Javier y le di un abrazo, lo siento tío, pero ella te ha dejado.

Como en una película y creyendo olvidarse de noviembre marchándose a donde hubiese nieve, Javier huyó a las montañas del norte, a un pueblo de cincuenta y siete habitantes. Ningún abrigo puede calentarte cuando el frío viene de dentro. Fui a verle dos veces, y ambas se mostró festivo, extrañamente contento, pero aquello era una farsa, lo sabía yo, lo sabía él, lo sabía Madrid, pero no lo sabía ella, que le iba olvidando con la progresión de una tortuga, a medida que cada pareja nueva le curaba una herida distinta.

Llegó el verano, un verano literal, abrasador en la capital. Yo dejé a la chica con la que estaba, porque el verano destroza relaciones y crea unas nuevas, efímeras. Y recibí soltero a un Javier que parecía haber decrecido un metro. Le presenté a un total de cinco mujeres, se acostó con cuatro y dos creyeron quedarse enamoradas de él, pero Javier parecía pasar sobre ellas como quien pasa sobre una almohada, y cuando le pregunté que qué coño hacía me dijo que ninguna era Marta, y no solo eso, sino que ni siquiera se le parecían. Entonces decidí contarle la amarga, extraña, erosionada y salpicante verdad, Marta se iba a casar.

Javier volvió a huir, y cuando volvió había enfermado de motu proprio. Me muero por ella, me dijo, pero no me muero por amor.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Una extraña soledad

Qué desagradable situación, qué incómodo. Para empezar el acostarse vestido de traje, te limita los movimientos, te hace sudar en un lugar tan reducido. Pero sobre todo el espacio, no logro recordar si los pies chocan con la madera porque ésta fue concebida así, porque ha menguado o por si yo he crecido, no lo sé, no lo recuerdo, pero el resultado es que las suelas de mis zapatos rozan con la madera, tanto que podría ponerme a zapatear, y no solo eso, sino que si levanto un poco uno de los pies, su punta choca también con más madera. Me muevo como un pez vivo que cae a tierra, agitándome frenéticamente, chocando contra las paredes de madera que me rodean, pero al final me canso, no consigo dormir, así que me pongo a hacer fuerza y aparto la losa de mármol.
El aire fresco me abofetea y me limpia, me ventila y se lleva la caspa y el polvo. Cierro los ojos, me quito las legañas y estiro los brazos desperezándome, volviendo así a maldecir el llevar traje. Me levanto y vuelvo a empujar la losa de mármol colocándola como debía estar cuando me encontraba debajo. Me siento sobre ella.
Veo el césped de los tramos de jardín mojado y me lamento por haberme perdido aquella mañana la visión del jardinero con mostacho tarareando la nueva canción de moda. Pero tal vez no sea regado sino rocío, porque la mañana ha amanecido húmeda.
Veo al guardia jugando a dar vueltas con un dedo al manojo de llaves, veo a los pájaros que hace horas que se levantaron para piar y volar de rama en rama. Lo bueno de aquel punto del cementerio es que no se oyen los coches, aquí si está presente eso de “descansa en paz”.
Aparece la señora Noelia, tan mayor que no ha logrado envejecer en diez años más de lo que ya estaba. Por costumbre y no tristeza llega hasta la tumba de su marido y le deja cerca de la lápida un racimo pequeño de flores. Entonces me mira de reojo, y con la sonrisa secreta de una abuela a su nieto, se acerca hasta mí y me da una rosa. Me la alcanza a una distancia prudencial, porque los años no han logrado que se acostumbre plenamente a un hombre muerto, y yo cojo la flor por la parte más baja del tallo, que inmediatamente se ennegrece, y le dedico una sonrisa y un gesto con la cabeza.
Me gusta aquella rosa, me gustan las flores en general, porque aunque no se muevan en ellas se aprecia la vida y la fragilidad que los hombres se esfuerzan por ocultar. La huelo y alcanzo su olor a ceniza, pero sé que no es la rosa la que huele a ceniza, que el problema es mío, porque a los muertos les pasa como a los fumadores, que pierden el olfato. Me encantaría coger entre el dedo gordo y el índice cada uno de los pétalos y apreciar su suavidad, pero sé que si lo hago inmediatamente se secarán y pudrirán a un tiempo.
Es curioso, en vida había oído que si la Muerte, con sus manos esqueléticas, te tocaba, morías al instante. Ahora creo que no es que te toque y te mate, sino que ocurre como en el espacio. El espacio es gigante y frío, y si un astronauta se quitase el caso se congelaría al instante, pero “no entra el frío, sino que se va el calor”, y aunque un astronauta con su calor no pueda calentar el espacio, está aportándole algo de calor a su inmenso frío, y eso es lo que pasa con la Muerte, si te toca tu vida abandona el cuerpo para no llegar a lograr cubrir el pozo negro que se oculta bajo la capucha.

A lo largo de la tarde, al ser un día entre semana, no pasa mucha gente, pero sí un entierro. Saludo sonriendo a la procesión de hombres y mujeres vestidos de negro, donde, para mi regocijo, veo a una plañidera. En el ataúd cerrado irá como un marinero en un submarino mi nuevo compatriota hasta que se dé cuenta, que pocas veces pasa, de que puede salir a respirar el aire libre de polvo o ceniza. Me empiezo a preguntar a cuántas de esas personas veré el Día de Todos los Santos, pero caigo en la cuenta de que ese día es el único que no me levanto, no soporto el tráfico frenético de familiares obligados por algo que ni ellos saben bien qué es.
Lo peor de estar muerto son las uñas. Yo, acostumbrado a mordérmelas en vida, descubro que crecen y crecen, provocando una horrible sensación en la punta de cada dedo.
Ya cuando el cielo se vuelve violeta aparece el mejor personaje del cementerio, un gato negro al que llamo Milus. No se pueden pasar animales al recinto, pero Milus salta cada tarde la valla para ir hasta un estrecho pasillo de nichos donde el musgo devora el mármol, y allí se sienta durante horas frente a una tumba cuya placa identificadora debió caerse hace tiempo. No sé a quién va a ver Milus, pero me imagino que será una mujer que murió joven o una bruja a quien su gato negro no ha olvidado.

Al llegar las nueve menos cuarto, los megáfonos empiezan a entonar una música horrible como indicación a la gente de que se debe ir yendo, lo cual me parece mal, porque el horario permite la presencia en el cementerio hasta las nueve, no las nueve menos cuarto. Entonces se me acerca el guardia, que sigue haciendo girar las llaves con el índice, y me dice que son horas de acostarme. Yo empujo la lápida, entro y él me vuelve a enterrar. No soporto acostarme tan temprano.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Mi cicatriz

Recuerdo que estaban ahí Mario y Julia, no sé si también Alicia. Creo que acababa de tocar un moco o algo parecido, y creo que les dije "soy un marciano" y ellos echaron a correr riendo mientras yo les perseguía. Lo malo es que aquel patio tenía forma de "L", y al girar venía corriendo en dirección contraria otro niño llamado Manuel (Manuel de Blas, no Manuel Rodrigo) y nos chocamos de tal forma que él se dio en la parte superior del cráneo y yo en la frente. Supongo que lloré y que fui a ver a las profesoras, a éstas se les descolocó el rostro. Le debí decir a la que me atendió que qué me había hecho, que quería verme en un espejo, y recuerdo que ella dijo que no, que no quería que yo me asustase. Miré hacia abajo, llevaba un jersey con franjas de colores, y vi que en cada fina hebra que sobresalía del jersey había una diminuta gota de sangre. Al final me llevó un segundo al baño (el de los niños, que era mixto) y entre los ojos llenos de lágrimas no distinguí bien que me había pasado, tenía el rostro lleno de sangre.
Cogimos un taxi y llegamos a un centro médico que me sería imposible ubicar, tal vez en Doctor Esquerdo. Recuerdo que ya no lloraba, creo que en el momento del baño tampoco lloraba ya pese a tener los ojos mojados, recuerdo que la profesora me sentó en los bancos de espera y que todos los allí presentes me miraron mientras la mujer decía en recepción “no es mi hijo, soy su profesora”. Inmediatamente me metieron a dentro y yo, en mi buena educación de niño ensangrentado, pensé que cómo es que entrábamos nosotros si allí había mucha gente esperando. No creo que me pusiesen anestesia, porque recuerdo la operación, recuerdo que me pusieron una especie de tela-plástico verde sobre los ojos, y que, filtrándose por ésta, me llegaba la luz amarilla del techo. Recuerdo a los médicos hablar sin que yo tuviese ni idea de qué pasaba, no recuerdo que me doliese.
El tiempo total de ausencia por mi parte fue de poco más de una hora, porque no recuerdo qué clase me salté pero llegué al aula de segundo de infantil cuando “la Teacher” (no recuerdo el nombre real de aquella mujer, simplemente era la Teacher) nos enseñaba la palabra “mouse” con el dibujo de un enorme ratón gris pegado ¿a la pizarra, la pared? Por supuesto cuando entré tuve mi merecido de protagonismo (¿algún niño me dijo en su dosis de dramatismo que pensaba que yo había muerto?) pero la clase no tardó en continuar.
El niño con el que me choqué, Manuel, era por entonces amigo exclusivo prácticamente de Miguel Treguerres, pero tras aquel suceso su madre me invitó a quedar una tarde con él. Vimos la película “El Dorado” que era su película favorita, y en un momento me preguntó, mientras ponía la película, que cuántos DVDs tenía, yo, creyendo que se refería al aparato reproductor en vez de a los discos, le dije extrañado que solo uno. Aquella misma noche me iban a quitar los seis puntos de la herida, y la madre de Manuel nos llevaba a los dos en coche hasta la entrada de Rivas, donde había quedado con mis padres (los dos, ¿por qué los dos? Supongo que porque iban a “operar” a su hijo) Pero en un momento, a mitad de la autopista, Manuel o yo nos levantamos un momento o hicimos un movimiento extraño y nos dimos un golpe, yo le dije a Ana, su madre, que me había hecho algo, ella paró el coche, me miró con aquella luz pésima y dijo que no veía nada, después, en el centro médico, le dijeron a mis padres que me había abierto los puntos y que debería seguir teniéndolos un tiempo.

Los hechos curiosos relacionados con todo este asunto son:

Manuel y yo nos hicimos mejores amigos (muy mejores amigos) hasta sexto de primaria (lo que quedaba de aquel curso más siete años) y después, al ir al instituto se separaron nuestros caminos y pasó a ser mi mejor amigo otro Manuel, Manuel Rodrigo en este caso.

Yo iba a natación, y por navidad se celebraba un día de juegos con un montón de colchonetas extrañas y demás, era divertidísimo y no me dejaron participar porque no me podía mojar los puntos, yo dije que mantendría el equilibrio sobre la gran colchoneta pero mis padres me dijeron que era demasiado fácil que me cayese, en su momento lloré, ahora veo que mi deseo era demasiado temerario (creo que hasta en el momento lo sabía, pero pensaba que ya mojados los puntos, ¿qué más daba seguir nadando?). De cualquier forma sí me dieron la bolsa de chuches que correspondía a cada niño, chuches que debí comerme con rabia mientras veía cómo se secaba mi hermano.

Recuerdo que un día jugamos a Harry Potter y yo pude ser Harry sin votos en contra por ser el único que tenía una cicatriz en la frente.

Por poco me queda una cicatriz cruzándome la ceja como a los macarras, pero al crecer todo se dispuso de tal forma que la cicatriz está bajo la ceja, es decir, que si levanto los pelitos se puede apreciar la línea blanca tan pequeña que en su momento me pareció tan larga como la luna.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Crónica de una impresión

Qué calentito sale el papel de la impresora. Hacía un momento la hoja estaba en mi mano, la acababa de sacar de la carpeta verde que con más de nueve años de uso por parte de mi hermano, primero, y mío, después, y que aún así no estaba desgastada, si bien tenía algunos apartados de los que jamás se sacaban ciertos papeles, pero bueno, perdón, estaba diciendo que estaba fría cuando se la he dado al hombre que vigila o regenta la sala (fría y blanca, la hoja) y éste la ha metido en la impresora y de pronto la hoja tenía impreso mi cuento “El Granero”, lo cual era de esperar, era el resultado satisfactorio de la operación, pero cuando la he recogido he sentido el calor que desprendía ésta. La impresora de este sitio (una sala de ordenadores) es un animal de cuidado, no como la impresora gordita y sedentaria de casa de mi padre, ni como la impresora-liebre de Juan Carlos, pero aún así no me esperaba que calentase las hojas. De la que volvía a mi sitio (el ordenador número 33 desde el que le había dado a “imprimir”) pensé si es que además de imprimir, en el sentido de dar tinta a un papel, también funcionaba de horno. Recordé qué comida tenía al alcance de mi mano, y no tenía cosas elaboradas, pero tampoco manzanas o un plátano, “chicles asados no” me dije, y recordé mordiéndome el labio cuando hice sin querer plástico frito (dorado y crujiente). Y bueno, hoy he leído el prólogo de un autor a su propio libro (autor tan conocido que no mencionaré) que era bueno en sí, tanto como los relatos del mismo, y en él, en algún momento, hablaba de cuando envió sus relatos a periódicos y revistas y se los publicaron, y eso, fantaseé, era lo que ocurría con “El Granero”. Por último me acordé de Lucía y su poder recientemente adquirido de saber corregir relatos, sentí algo de envidia, después pensé en Alejandro Lanchas ofendido por la corrección de Lucía, “yo no me comportaría así”, pensé, y luego pensé que tal vez sí y decidí dejar de pensar en ello. Finalmente escribí esto mientras Daniela, de pie a mi lado, me decía “hace mucho que no escribes” y yo le contestaba “esta mañana he escrito” y pensaba en terminar esto y publicarlo, porque es un texto de forma extraña pero “no está tan mal” me dije. Ah, la hoja ya se ha enfriado y ya se puede guardar, mañana la entrego.

Fondo marino

Masmanuel siempre al volver de trabajar, con el sol ya huido y las niñas dormidas, entraba en la cocina y llevaba a cabo un extraño ritual. Llenaba un vaso de agua, le echaba cucharadita y media de sal y un poco de comida para peces machacada, después se bebía de un trago el asqueroso mejunje, echaba en el vaso algo más de agua con la que limpiaba los posos y también se la bebía quitándose el sabor de la boca.
La explicación de este comportamiento venía de tiempo atrás, bastantes años, cuando Masmanuel aún se llamaba tan solo Manuel. Él era un niño y su hermano, tres años mayor, le había contado con pelos y señales cómo la langosta que habían comido el domingo pasado aún estaba viva cuando la metieron en el agua hirviendo, a Manuel se le hincharon los ojos y sintió arcadas. La comida de aquel nuevo domingo se había servido en la mesa grande con la cubertería buena, y nadie miraba si quiera a Manuel porque se había reunido toda la familia. De primer plato hubo algo, qué más da qué, pero de segundo aparecieron en su plato dos pescados, cocinados pero enteros, con cabeza, cola y espinas. Su madre le dijo que le dejase, que ya se lo limpiaba ella, pero él saltó negándose. Tenía el tenedor, el cuchillo (uno un poco extraño que al parecer era exclusivo para el pescado) y aquellos ojos marinos mirándole. Entonces tuvo una idea, cogió los trozos más grandes de pescado que su boca pudo abarcar, y, no sin dolor, tragó sin apenas masticar. La garganta le ardía y los ojos le lloraban cuando dejó en el plato lo que parecían dos fósiles hallados de la Prehistoria, su madre pensó que estaba así porque no le había gustado y le prometió que no lo volvería a comer, y él dio las gracias por un motivo distinto. Lo que ocurría era que Manuel, Masmanuel, creía haberles salvado la vida a aquellos pescados, y por eso cada día bebía un poco de mar y comida para peces, para que aquellos dos ejemplares nadasen siempre en su estómago, libres de toda cruel cocina.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

La rampa

Íñigo Pérez se escondía en la buhardilla de un bloque de pisos con su amigo y compañero Rafael Sánchez. Cuando oyeron correr a los militares escaleras arriba, Íñigo fue hasta una puerta que se camuflaba con la pared a excepción del picaporte y se metió dentro, allí, a oscuras, se dejó caer por una estrecha rampa que, como un tobogán, le conducía hasta la parte baja del edificio. Rafael, que se quedó en la buhardilla, solo tuvo que arrancar la pieza del picaporte y volver a meterla dada la vuelta, de tal modo que éste desaparecía a simple vista y no se reconocía la puerta en mitad de la pared. Tras hacer esto, Rafael corrió a sentarse, abrió un libro que tenía sobre la mesa por donde estaba el marcapáginas y fingió sobresaltarse cuando los militares echaron la puerta abajo sin llamar. El coronel le preguntó por Íñigo Pérez y él dijo que hacía más de un año que no le veía, después, como correspondía en esos casos, los militares dejaron el piso patas arriba buscando algo que ni ellos sabían bien qué era. Antes de marcharse, el coronel hizo un comentario despectivo sobre el libro abierto que Rafael tenía apoyado sobre las rodillas.

Al cabo de dos días Íñigo y Rafael escucharon de nuevo las botas sobre los escalones huecos.
—Están pesados esta semana—. Comentó el fugitivo mientras abría la puerta secreta.
Rafael volvió a sacar y meter del revés el picaporte y volvió a sentarse y a abrir el libro por donde el marcapáginas. Los soldados tiraron la puerta que no había dado tiempo a reparar y volvieron a abrir y arrojar los libros de los estantes como si fuesen a caer papeles con mensajes secretos de entre sus hojas, volvieron a volcar los cajones a ver si había doble fondo y volvieron a derribar las estanterías por puro amor al caos. Ya se iban cuando el coronel le echó un ojo al libro que tenía Rafael abierto sobre las piernas.
—Ya es curioso que en dos días no haya avanzado ni una página, señor Sánchez. Anda y ciérrelo que se nos viene preso.

Aquella noche el coronel se remangó las manos de la camisa y se la manchó de sangre. Rafael acabó por hablar pensando que ya había cumplido, y el coronel, que había tenido tanta prisa en sacarle información, esperó hasta la mañana siguiente para comprobar la veracidad de la misma.

Un par de hombres, el coronel y el esposado y dolorido Rafael llegaron a la buhardilla, allí el coronel abrió la puerta y se lanzó por la rampa. Era gracioso ver a un hombre tan serio en donde correspondería ver a un niño, bajando por el tobogán. Cuando llegó al final el coronel se sorprendió de ver que sus pies daban con una manta doblada puesta allí para aterrizar sin hacer ruido, también vio un clavo y una percha vacía enganchada en él. El cuarto secreto daba a la sala de la caldera, y al salir de ésta se vio junto a los buzones, frente a la puerta principal del bloque. Enseguida estuvieron con él los dos hombres y el prisionero, que habían decidido bajar por las escaleras.
—Ahí dentro vi una percha, ¿por qué?
Y Rafael, con el ojo morado, mostró una sonrisa sin dientes:
—¿No se da cuenta, coronel? Cada vez que venían, Íñigo se disfrazaba de militar y se camuflaba entre ustedes. Algunas veces incluso subía a registrar la buhardilla como todos, y yo me aguantaba para no reírme ahí mismo.

Con el preso en el calabozo, el coronel reflexionó durante dos horas, después mandó fusilar a sus hombres, no podía confiar en ellos.

Pero en realidad Rafael se la había colado al viejo coronel. Íñigo, cada vez que bajaba por la rampa, no se vestía de militar, sino de cartero, y cada vez que pasaba el coronel, bajaba la cabeza tapando así el rostro con la gorra y murmuraba:
—Buenos días.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Michael

Michael, de cinco años, quería saberlo todo sobre el avance de los ejércitos enemigos. Fantaseaba con plantarse en mitad de la calle principal del pueblo, frente a cuatro tanques, abrir mucho mucho la boca hasta que el labio inferior rozase el suelo y el superior se ondulase en el aire y entonces con un sonoro “Aaah” comerse uno, dos, tres ¡y hasta cuatro tanques! Y ya con ellos en la boca intentar masticarlos como quien se ha metido demasiado chicle en la boca y no puede ni abrir más la mandíbula.
Afortunadamente a Michael se lo habían llevado junto con los demás niños cuando las ametralladoras tiraron a la gente al suelo y las explosiones derrumbaron las casas.
En el nuevo pueblo a Michael le empezó a doler una muela, y cuando le llevaron frente al dentista, éste le preguntó mientras preparaba los instrumentos:
—A ver, chico, ¿qué te pasa?
Y Michael, como avergonzado, contestó:
—Que se me ha atragantado un tanque.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Las ideas

Violeta regaba con cuidado, una a una, todas las flores de la tienda. En algún momento se distrajo mirando el cielo a través del cristal del escaparate, cuando volvió en sí se percató del hombre viejo que atravesaba el callejón de enfrente y de los tres chicos que le seguían. De pronto éstos empezaron a correr y se abalanzaron sobre el anciano, él se llevó las dos manos al bolsillo derecho de atrás del pantalón mientras recibía algunos golpes, se le caían las gafas y las manos de los ladrones sacaban de sus bolsillos delanteros la cartera, las llaves y el teléfono móvil. La escena duró apenas un instante, después los chicos huyeron y Violeta corrió a socorrer al anciano. Le ayudó a levantarse y le devolvió sus gafas. Pudo ver, además, que en el bolsillo trasero izquierdo llevaba un pequeño cuaderno. Violeta le preguntó al hombre que por qué se había llevado las manos a aquel bolsillo y él contestó, mientras limpiaba las gafas con la camisa:
—Porque no quería que me robasen las ideas.

viernes, 6 de noviembre de 2015

El poema que es el tiempo

Aquel poema era fabuloso. Su autor, un hombre que a causa del poema había sido objeto de múltiples biografías, no había escrito nada más, y aun así había logrado una inmensa fama durante el siglo que siguió a su muerte. En la actualidad el mayor admirador de su única obra era un hombre extremadamente rico que casualmente había logrado su riqueza por la inspiración obtenida de aquellos versos.
Eran días de futuro y ocurrió que la presión popular obligó a crear una empresa estatal que gestionase los viajes en el tiempo, hasta entonces tema tabú. Cuanto más atrás querías ir, más debías pagar y más meses de preparación debías recibir. Nuestro hombre apenas pidió ir un siglo atrás.
Las calles estaban sucias pero reconocibles, bien supo el hombre dar con el suburbio y en él, con el chico. Estaba maravillado con que aquél fuese el poeta que tan magnífica obra había creado y, sin poder evitarlo e incumpliendo la normativa, le recitó al chico los versos del poema, pues necesitaba compartirlos con él.
Cuando se hubo ido aquel hombre tan extraño, el chico pensó largo rato en el poema que se repetía una y otra vez en su cabeza, finalmente lo apuntó. Aquellos versos que le diese un hombre extraño le cosecharon más fama de la que podría haber soñado, pero nunca reveló el secreto.

Y yo me pregunto, ¿cuándo se creó el poema? ¿En el futuro o en el pasado?

La espera

Un hombre iba caminando por una acera y de pronto se detuvo, se giró quedando de cara a la carretera y cruzó sus manos frente a él a la altura de la cintura, en posición de espera. Otro hombre, que venía por la misma acera pero en dirección contraria, llegó hasta él, le saludó con un gesto de cabeza, se giró quedando de cara a la carretera y cruzó las manos de la misma forma. Al rato llegó una mujer, inclinada hacia un lado por el peso de la bolsa que cargaba, y al llegar hasta ellos apoyó la bolsa en el suelo, les saludó con un correspondido “buenos días” y se giró también quedando de cara a la carretera. Episodios parecidos se repitieron hasta quedar siete personas allí de pie, mirando a la carretera y sin hablar.
Dicen que unas personas llaman a otras, o tal vez es la envidia o la curiosidad, pero lo cierto es que quienes estaban cerca de allí, al ver a siete personas juntas, calladas, quietas y en la misma posición, no pudieron sino acercarse a ver qué ocurría. Cada vez había más número de gente junto a los siete originales, que no parecían molestos por aquella fluctuación, lo cual aumentaba la curiosidad del qué y del por qué, haciendo que muchos aparcasen los coches lejos para acercarse andando, que otros colgasen el teléfono con un “ahora te llamo” y que apareciesen mágicos vendedores de comida, bebida y servesa fría, vendedores que surgen por generación espontánea allí donde se requiere su presencia.
Alguien, por diversión o buscando una respuesta, grabó aquello y lo subió a internet, donde lo vio un empleado menor de una cadena de noticias que acabó desencadenando que aterrizasen en el lugar un cámara y una reportera, acto declarativo de guerra al resto de medios de comunicación que no tardaron en enviar a sus corresponsales. La aparición de la prensa atrajo aún a más personas al abarrotado lugar. Los nuevos preguntaban a los otros que qué hacían allí y estos les respondían teorías absurdas o la verdad, que no sabían, pero nadie se atrevía a transmitirle la duda general a los siete originales, además de que con tanta gente ahora se encontraban inaccesibles.
El Gobierno se enteró y pidió explicaciones. Le respondieron con cuestiones jurídicas, sociológicas y políticas, pero no con la respuesta de lo que allí ocurría. Se envió a la policía para mantener el inestable orden, se mandó al servicio secreto a buscar actividad terrorista y se mandó a los consejeros a escribir cientos de magníficos discursos a cerca de las cientos de posibilidades de lo que podía estar ocurriendo, para que, llegado el momento necesario, la presidenta no tardase en aparecer en una sesión extraordinaria hablando del asunto de la manera más acertada.
Alienígenas, esa era la última opinión general y se asentó en los corazones de todos como una mezcla de temor y admiración. Ovnis, extraterrestres, marcianos. Los otros, los del más allá, los dioses. El Gobierno, al ver aparecer en las pantallas de televisión, como por arte de magia, pancartas con los mensajes “bienvenidos” o “fuera de aquí, los humanos lucharán”, no dudó en ordenar a los cazas del ejército despegar y empezar a patrullar la zona.
El primer hombre de los originales, aquel que se detuvo y quedó mirando la calzada con las manos cruzadas frente a él, comentó a nadie en concreto “no quedará mucho”. La simple frase creó un silencio sepulcral para después correr de boca en boca, en susurros. No quedará mucho, ¿para qué? ¿Algo iba a llegar o algo iba a dejar de ser? Pero, fuese lo que fuese, ¿era bueno o malo? Y para responder a esta pregunta todos los rostros se giraron hacia el hombre, buscando su semblante. Y así, con todos los ojos sudorosos y mudos puestos en los siete originales, la mujer de la bolsa, la que fue la tercera en llegar, respondió “yo tengo entendido que el autobús está ya al principio de la calle, pero que no puede avanzar porque han cortado el tráfico”.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

La imaginación de los bobos

Delante iban corriendo Helena, de siete años, y Pablo, de cuatro. Les seguía su enorme tío con pasos lentos de gigante. El pelo rubio de Helena brillaba y se ondulaba al correr, Pablo, con sus piernas cortas, corría con los brazos extendidos para mantener el equilibrio mientras intentaba no perder el ritmo de su hermana. Su tío se llamaba Augusto, y lejos de todos los eufemismos que se usasen en su casa, era retrasado. Vivía con una pensión del Estado, y sacar a sus sobrinos al parque cercano era una de las pocas tareas que se le encomendaban. Llegaron al recinto vallado dentro del cual había toboganes y construcciones a las que subirse o por las que meterse debajo, pero no columpios, estos estaban fuera del recinto. Había otros tres niños de diferentes edades con sus correspondientes madres, que saludaron afectuosamente a Helena y a Pablo, y con un gesto de cabeza y extraña sonrisa a Augusto. Una madre tomó la iniciativa y empezó a dictar los juegos, que todos los niños sin importar la edad seguían entusiasmados, pero los pequeños se cansaban pronto y el grupo se acabó disolviendo. Helena, y por lo tanto Pablo, acabaron bajo un pequeño surco de la construcción que imitaba ser una cocina con la pegatina de un horno y de una ventana abierta donde se enfriaba un pastel. También había una especie de mesa, pero esta era de verdad y no un dibujo. Helena le explicaba a Pablo cómo iba el juego, y lo hacía con sencillez y elegancia mientras cogía bolas de tierra y las amasaba, como si fuese una canción. Augusto estaba apoyado en una valla y les observaba con la boca ligeramente abierta. Helena, después de haberle enseñado a Pablo a cocinar, le dijo que era su turno, y Pablo, despacio pero denotando una gran concentración fue juntando arena sobre la mesa y después aplastándola hasta que quedaron tres montones de diferentes tamaños, colocados de mayor a menor. Entonces Helena regañó a Pablo y le dijo que mamá siempre decía que el plato más importante es el segundo, por lo que el montón de tierra más grande debía estar en el medio, y que tenían que comer poco postre porque éste tenía azúcar y les dañaba los dientes, así que el montón más pequeño era el último. Cuando habían terminado de decorar sus platos y fingían recibir halagos (pues ellos eran chefs, no simples comensales), se les acercó la madre de antes, la que dirigía los juegos, y les preguntó con una sonrisa exagerada que qué eran aquellos magníficos platos y que si le darían a probar parte de ese banquete. Helena, mirando a la mesa y nunca a la señora, explicó el primer y segundo platos, y después, cuando la señora dijo con exagerada y fingida curiosidad “¿Y este último? ¿Es el postre?” se le cedió el turno a Pablo, que lo señaló y pasados unos segundos dijo “Sí”. Una palmada atrajo todas las miradas menos la de Augusto, que mantenía la vista concentrada en los pájaros que volaban sobre el parque, y la madre que dirigía los juegos preguntó a los niños si querían ir a los columpios, pregunta que fue recibida por una ovación y los pasos apresurados de los niños. Augusto los vio marcharse. Entonces, como si volviese a la realidad tras haber estado distraído, se levantó de la valla en la que había estado apoyado, miró a los niños que ya se disputaban los dos columpios y a las madres que intentaban poner orden. Se acercó despacio a la mesa de la cocina donde habían estado jugando sus sobrinos, cogió entre sus manos el montón de tierra que estaba en primer lugar, el primer plato, y con cuidado, como si fuese un pájaro herido, se lo acercó al rostro y de pronto se lanzó a devorar la tierra a grandes y desesperados bocados.
El cielo avisaba de que no quedaba mucho para que empezase a llegar la noche, y una de las madres, subiéndose todo lo posible la cremallera de la sudadera del chándal que llevaba puesto, no dejaba de quejarse del frío que hacía ya. Esta madre estaba permanentemente junto a otra que llevaba una coleta alta, y no dejaban de hablar sin ningún contacto visual mientras sus ojos estaban siempre fijos en el grupo de niños. La otra madre apenas se les acercaba, era la que dirigía los juegos. Había calculado que no quedaba mucho para marcharse a casa, y como durante años había tenido perro conocía que la doblegación estaba ligada al cansancio, y que éste se producía fácilmente haciendo correr a los chicos. El problema es que todos querían ser perseguidos y ella no iba a correr, por lo que les dijo a Pablo y al otro niño de edad similar que ellos tenían pistolas (les cerró el puño de la mano derecha para después estirarles el dedo gordo hacia arriba y el índice hacia delante) y que solo ellos podían ser los perseguidores. Era un truco fácil de duración limitada, pero logró su efecto, todos corrían y reían, y Pablo sonreía tanto que parecía que le fuesen a explotar las mejillas. Helena se acercó a Pablo y después de fingir su muerte le dijo que era mejor si decía “pium, pium” para que el resto supiesen cuándo estaba disparando. Augusto les observaba correr con semblante de admiración, como fascinado, y de pronto pasaron un niño y una niña corriendo frente a él y tras ellas Pablo, que se paró, se encaró a Augusto y, sonriendo, dijo “pium”. Augusto parpadeó un par de veces, se llevó la mano al pecho y cuando la miró ésta estaba empapada en sangre.

lunes, 2 de noviembre de 2015

El círculo

Cuentan que esta ciudad en la antigüedad era gobernada por un consejo de ciento cincuenta ancianos que se reunían en la penumbra de una sala en forma de media circunferencia. Cuentan que un general, tras una batalla, se dio cuenta de que había luchado por los designios de unos ancianos que jamás habían portado un arma, por lo que acudió a ellos, los mató y ciento cincuenta soldados ocuparon sus asientos. Pero aquellos hombres no podían hablar de una guerra sin luchar en ella, así que la sala quedó vacía, y sin nadie que la gobernase la ciudad se perdió en la decadencia y se entró en una época oscura que desembocaría en la Edad Media.
Muchos años después la sala se volvió a ocupar por ciento cincuenta hombres más jóvenes, llamados parlamentarios. Ahora yo soy un cabo al mando del General y me encuentro en un convoy de furgones blindados con la orden de llegar al Parlamento, neutralizar su seguridad y detener a los parlamentarios. No puedo evitar preguntarme si los ciento cincuenta asientos volverán a ser ocupados por soldados y llegará de nuevo una época de oscuridad.