No sé cómo se
conocieron, pero sé que él siempre sonreía cuando abría la puerta y la veía
allí, a oscuras. Ella a veces venía porque fuera llovía y necesitaba secarse, a
veces estaba triste y otras tan solo le necesitaba, las que menos. Él le
preparaba bebidas frías en verano y calientes en otoño, podía saber si ella
tenía hambre por el color de sus mejillas y siempre tenía café recién hecho. Su
casa no era muy grande, pero si se hacía tarde le cedía su cama de matrimonio
para echarse él en el sofá. Le escuchaba si quería hablar, sin presionarla
nunca, pero jamás le hablaba, porque era mudo.
Sin embargo, contra lo
que pueda parecer, ella no le soportaba. Enseguida se cansaba de su amabilidad,
de sus bastantes años más, de su calva, de su tripa exageradamente redonda y de
su silencio acompañado siempre de aquella estúpida sonrisa. Ella necesitaba a
otro tipo de hombres, unos que por definición la trataban mal y le hacían volver
a aquél recibidor oscuro, aquel salón de luz blanca y a aquellas sábanas grises
que en invierno se volvían un santuario. También se sentía mal por eso, porque
ella era mala con un hombre que daba igual lo que le hiciese, si le insultaba,
robaba o ignoraba, porque él sonreía de forma triste y se marchaba un rato al
baño, para después salir y volver a preparar café.
Llegado el momento
ella decidió darle algunos buenos detalles, creyendo que un buen acto puede
arreglar toda una mala trayectoria, así le regaló flores y le pidió si podía
quedarse aquella foto suya que había en el marco violeta, cuando lo pidió él
arrugó la frente, extrañado, y después asintió dos veces. Para ella tener
aquella horrible cara en la cartera era un horror, al principio, para pasar a
ser una especie de amuleto después, algo así como aquella casa en miniatura y portátil,
de hecho, si acercaba la nariz a la imagen creía poder oler café recién hecho.
En una ocasión llegó
llorando, y ante la puerta, sobre el felpudo, descubrió una llave y una nota,
ésta decía “estaré fuera un par de días, te he dejado la cena preparada”. Era
la primera vez, no que escuchase su voz, sino que la leía. Ella, por
supuesto, se asustó de que él hubiese previsto su llegada, pero después de
entrar fueron otros los pensamientos ocuparon su mente. Aquella casa, por
extraño que pudiese parecer, era más pequeña sin la gorda figura del mudo, y
ella, como en un ritual, decidió vivir allí hasta su regreso. Repasó armarios y
cajones en una lenta inspección, viendo los calcetines perfectamente colocados
y sin encontrar ningún secreto, ni una sola palabra escrita de su puño y letra.
Tuvo que evitar contener la risa al encontrar un pequeño armario completamente
lleno de botes del mejor café. No había ceniceros, pero ella sabía que si algún
día, al llegar a aquella casa, sacaba un cigarrillo, aparecería uno
mágicamente. La primera noche no durmió, la segunda se prometió dejar en paz
para siempre a aquel hombre.
Desde el amanecer de
las nubes de un día de perros, ella permaneció escondida en los soportales de
la acera de enfrente. Estuvo allí horas hasta que finalmente le vio aparecer,
entonces se marchó sintiendo que había cerrado el círculo.
Tuvieron que pasar dos
años, el tiempo suficiente para olvidar a quien te ha cuidado. Entonces un día
a ella le asaltó una mujer por la calle. Al principio creyó que le intentaba
vender algo o estafar, pero entonces la llamó por su nombre y empezó a prestar
atención. Aquella mujer de pelo corto, negro y rizado le comunicó que su padre,
Juan Finisterre, había muerto y que quería comunicarle cuando sería el entierro
además de darle la dirección del notario que le hablaría de las cosas que aquel
hombre le había dejado en herencia. Ella no entendía nada, no le sonaba ese nombre, hasta que se le
ocurrió preguntar “¿Ese hombre era el mudo?” y como la mujer del pelo negro no
entendía, le mostró la foto que guardaba en la cartera. “Sí, es él”, dijo su
hija, “pero jamás fue mudo”.