miércoles, 4 de noviembre de 2015

La imaginación de los bobos

Delante iban corriendo Helena, de siete años, y Pablo, de cuatro. Les seguía su enorme tío con pasos lentos de gigante. El pelo rubio de Helena brillaba y se ondulaba al correr, Pablo, con sus piernas cortas, corría con los brazos extendidos para mantener el equilibrio mientras intentaba no perder el ritmo de su hermana. Su tío se llamaba Augusto, y lejos de todos los eufemismos que se usasen en su casa, era retrasado. Vivía con una pensión del Estado, y sacar a sus sobrinos al parque cercano era una de las pocas tareas que se le encomendaban. Llegaron al recinto vallado dentro del cual había toboganes y construcciones a las que subirse o por las que meterse debajo, pero no columpios, estos estaban fuera del recinto. Había otros tres niños de diferentes edades con sus correspondientes madres, que saludaron afectuosamente a Helena y a Pablo, y con un gesto de cabeza y extraña sonrisa a Augusto. Una madre tomó la iniciativa y empezó a dictar los juegos, que todos los niños sin importar la edad seguían entusiasmados, pero los pequeños se cansaban pronto y el grupo se acabó disolviendo. Helena, y por lo tanto Pablo, acabaron bajo un pequeño surco de la construcción que imitaba ser una cocina con la pegatina de un horno y de una ventana abierta donde se enfriaba un pastel. También había una especie de mesa, pero esta era de verdad y no un dibujo. Helena le explicaba a Pablo cómo iba el juego, y lo hacía con sencillez y elegancia mientras cogía bolas de tierra y las amasaba, como si fuese una canción. Augusto estaba apoyado en una valla y les observaba con la boca ligeramente abierta. Helena, después de haberle enseñado a Pablo a cocinar, le dijo que era su turno, y Pablo, despacio pero denotando una gran concentración fue juntando arena sobre la mesa y después aplastándola hasta que quedaron tres montones de diferentes tamaños, colocados de mayor a menor. Entonces Helena regañó a Pablo y le dijo que mamá siempre decía que el plato más importante es el segundo, por lo que el montón de tierra más grande debía estar en el medio, y que tenían que comer poco postre porque éste tenía azúcar y les dañaba los dientes, así que el montón más pequeño era el último. Cuando habían terminado de decorar sus platos y fingían recibir halagos (pues ellos eran chefs, no simples comensales), se les acercó la madre de antes, la que dirigía los juegos, y les preguntó con una sonrisa exagerada que qué eran aquellos magníficos platos y que si le darían a probar parte de ese banquete. Helena, mirando a la mesa y nunca a la señora, explicó el primer y segundo platos, y después, cuando la señora dijo con exagerada y fingida curiosidad “¿Y este último? ¿Es el postre?” se le cedió el turno a Pablo, que lo señaló y pasados unos segundos dijo “Sí”. Una palmada atrajo todas las miradas menos la de Augusto, que mantenía la vista concentrada en los pájaros que volaban sobre el parque, y la madre que dirigía los juegos preguntó a los niños si querían ir a los columpios, pregunta que fue recibida por una ovación y los pasos apresurados de los niños. Augusto los vio marcharse. Entonces, como si volviese a la realidad tras haber estado distraído, se levantó de la valla en la que había estado apoyado, miró a los niños que ya se disputaban los dos columpios y a las madres que intentaban poner orden. Se acercó despacio a la mesa de la cocina donde habían estado jugando sus sobrinos, cogió entre sus manos el montón de tierra que estaba en primer lugar, el primer plato, y con cuidado, como si fuese un pájaro herido, se lo acercó al rostro y de pronto se lanzó a devorar la tierra a grandes y desesperados bocados.
El cielo avisaba de que no quedaba mucho para que empezase a llegar la noche, y una de las madres, subiéndose todo lo posible la cremallera de la sudadera del chándal que llevaba puesto, no dejaba de quejarse del frío que hacía ya. Esta madre estaba permanentemente junto a otra que llevaba una coleta alta, y no dejaban de hablar sin ningún contacto visual mientras sus ojos estaban siempre fijos en el grupo de niños. La otra madre apenas se les acercaba, era la que dirigía los juegos. Había calculado que no quedaba mucho para marcharse a casa, y como durante años había tenido perro conocía que la doblegación estaba ligada al cansancio, y que éste se producía fácilmente haciendo correr a los chicos. El problema es que todos querían ser perseguidos y ella no iba a correr, por lo que les dijo a Pablo y al otro niño de edad similar que ellos tenían pistolas (les cerró el puño de la mano derecha para después estirarles el dedo gordo hacia arriba y el índice hacia delante) y que solo ellos podían ser los perseguidores. Era un truco fácil de duración limitada, pero logró su efecto, todos corrían y reían, y Pablo sonreía tanto que parecía que le fuesen a explotar las mejillas. Helena se acercó a Pablo y después de fingir su muerte le dijo que era mejor si decía “pium, pium” para que el resto supiesen cuándo estaba disparando. Augusto les observaba correr con semblante de admiración, como fascinado, y de pronto pasaron un niño y una niña corriendo frente a él y tras ellas Pablo, que se paró, se encaró a Augusto y, sonriendo, dijo “pium”. Augusto parpadeó un par de veces, se llevó la mano al pecho y cuando la miró ésta estaba empapada en sangre.

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