Delante iban corriendo Helena, de siete años, y Pablo, de
cuatro. Les seguía su enorme tío con pasos lentos de gigante. El pelo rubio de
Helena brillaba y se ondulaba al correr, Pablo, con sus piernas cortas, corría
con los brazos extendidos para mantener el equilibrio mientras intentaba no
perder el ritmo de su hermana. Su tío se llamaba Augusto, y lejos de todos los
eufemismos que se usasen en su casa, era retrasado. Vivía con una pensión del
Estado, y sacar a sus sobrinos al parque cercano era una de las pocas tareas
que se le encomendaban. Llegaron al recinto vallado dentro del cual había
toboganes y construcciones a las que subirse o por las que meterse debajo, pero
no columpios, estos estaban fuera del recinto. Había otros tres niños de
diferentes edades con sus correspondientes madres, que saludaron afectuosamente
a Helena y a Pablo, y con un gesto de cabeza y extraña sonrisa a Augusto. Una
madre tomó la iniciativa y empezó a dictar los juegos, que todos los niños sin
importar la edad seguían entusiasmados, pero los pequeños se cansaban pronto y
el grupo se acabó disolviendo. Helena, y por lo tanto Pablo, acabaron bajo un
pequeño surco de la construcción que imitaba ser una cocina con la pegatina de
un horno y de una ventana abierta donde se enfriaba un pastel. También había
una especie de mesa, pero esta era de verdad y no un dibujo. Helena le
explicaba a Pablo cómo iba el juego, y lo hacía con sencillez y elegancia
mientras cogía bolas de tierra y las amasaba, como si fuese una canción.
Augusto estaba apoyado en una valla y les observaba con la boca ligeramente
abierta. Helena, después de haberle enseñado a Pablo a cocinar, le dijo que era
su turno, y Pablo, despacio pero denotando una gran concentración fue juntando
arena sobre la mesa y después aplastándola hasta que quedaron tres montones de
diferentes tamaños, colocados de mayor a menor. Entonces Helena regañó a Pablo
y le dijo que mamá siempre decía que el plato más importante es el segundo, por
lo que el montón de tierra más grande debía estar en el medio, y que tenían que
comer poco postre porque éste tenía azúcar y les dañaba los dientes, así que el
montón más pequeño era el último. Cuando habían terminado de decorar sus platos
y fingían recibir halagos (pues ellos eran chefs, no simples comensales), se
les acercó la madre de antes, la que dirigía los juegos, y les preguntó con una
sonrisa exagerada que qué eran aquellos magníficos platos y que si le darían a
probar parte de ese banquete. Helena, mirando a la mesa y nunca a la señora,
explicó el primer y segundo platos, y después, cuando la señora dijo con
exagerada y fingida curiosidad “¿Y este último? ¿Es el postre?” se le cedió el
turno a Pablo, que lo señaló y pasados unos segundos dijo “Sí”. Una palmada
atrajo todas las miradas menos la de Augusto, que mantenía la vista concentrada
en los pájaros que volaban sobre el parque, y la madre que dirigía los juegos
preguntó a los niños si querían ir a los columpios, pregunta que fue recibida
por una ovación y los pasos apresurados de los niños. Augusto los vio
marcharse. Entonces, como si volviese a la realidad tras haber estado distraído,
se levantó de la valla en la que había estado apoyado, miró a los niños que ya
se disputaban los dos columpios y a las madres que intentaban poner orden. Se
acercó despacio a la mesa de la cocina donde habían estado jugando sus
sobrinos, cogió entre sus manos el montón de tierra que estaba en primer lugar,
el primer plato, y con cuidado, como si fuese un pájaro herido, se lo acercó al
rostro y de pronto se lanzó a devorar la tierra a grandes y desesperados
bocados.
El cielo avisaba de que no quedaba mucho para que empezase a
llegar la noche, y una de las madres, subiéndose todo lo posible la cremallera
de la sudadera del chándal que llevaba puesto, no dejaba de quejarse del frío
que hacía ya. Esta madre estaba permanentemente junto a otra que llevaba una
coleta alta, y no dejaban de hablar sin ningún contacto visual mientras sus
ojos estaban siempre fijos en el grupo de niños. La otra madre apenas se les
acercaba, era la que dirigía los juegos. Había calculado que no quedaba mucho para
marcharse a casa, y como durante años había tenido perro conocía que la
doblegación estaba ligada al cansancio, y que éste se producía fácilmente
haciendo correr a los chicos. El problema es que todos querían ser perseguidos
y ella no iba a correr, por lo que les dijo a Pablo y al otro niño de edad
similar que ellos tenían pistolas (les cerró el puño de la mano derecha para
después estirarles el dedo gordo hacia arriba y el índice hacia delante) y que
solo ellos podían ser los perseguidores. Era un truco fácil de duración
limitada, pero logró su efecto, todos corrían y reían, y Pablo sonreía tanto
que parecía que le fuesen a explotar las mejillas. Helena se acercó a Pablo y
después de fingir su muerte le dijo que era mejor si decía “pium, pium” para
que el resto supiesen cuándo estaba disparando. Augusto les observaba correr
con semblante de admiración, como fascinado, y de pronto pasaron un niño y una
niña corriendo frente a él y tras ellas Pablo, que se paró, se encaró a Augusto
y, sonriendo, dijo “pium”. Augusto parpadeó un par de veces, se llevó la mano
al pecho y cuando la miró ésta estaba empapada en sangre.
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