Cuando
Mauricio llamó, su voz me pareció extraña, por teléfono parecía más preocupado
que triste. Yo sabía que se iba a producir la llamada aquella misma tarde, no
sé cómo, tan solo tenía esa certeza que se tiene cuando te van a dejar o
alguien ha muerto, esa clarividencia que te trae el humo azul del cigarrillo
que no se fuma. Quedó en recogerme y le esperé en la esquina por aquello de que
en mi calle no se puede aparcar. Había estado seguro de que Alina se iba a
morir aquella misma tarde hasta el punto de no haber hecho planes, es más, no sé
si es recuerdo o imaginación el haberle dicho a los muchachos que aquel domingo
no podría verles por un compromiso previo. Y ya ves, cuando crees que has
fumado demasiado y que eres tonto, llama Mauricio. El pobre estaba raro, se
veía que quería sentirse eficaz, dejarle el dolor a la familia, de forma que se
echaba el suyo a la espalda y acababa por conducir encorvado. Todo el trayecto
condujo apretando el volante con las dos manos y sin dejar de mirar al frente.
Yo le repetí que cómo había venido a por mí y no había dejado que cogiera un
taxi, pero sabía la respuesta: él no es un hombre de pésames, necesitaba
marcharse del piso abarrotado sin importarle que ahora me fuesen a llover a mí
todas las miradas de reproche por mi falta de consideración, por obligar al
viudo a salir de su nicho de dolor y ropa negra. Ellos no sabían que lo
agobiaban, que el preparar canapés era artificiar la situación, no sabían que
él preferiría estar solo en la casa, con Alina aún sobre la cama o ya fuera,
sintiéndose como de cuclillas entre las paredes de una casa que era ella y en
la que él había tenido la suerte de vivir.
—Ella
te quería, ¿sabes?
Y
claro que lo sabía, lo que me gustaría saber es si él conocía el verdadero
alcance de aquellas palabras. Por un momento se me ocurrió pensar que sí, que
lo sabía todo, que sus palabras querían empezar una conversación o terminar un
pensamiento, pero no, su forma de encorvarse, su tensión, ahí veía más a la
madre de Alina, que a aquellas alturas ya le habría convertido en un mueble en
el que poner a secar las flores del entierro. Debía estar hablando de nuestra
amistad, además de que hacía mucho que Alina y yo no nos veíamos. Eso no quiere
decir que la hubiese dejado de querer, que sería una barbaridad decirlo. Alina era
una de esas personas a las que sigues queriendo hasta que te mueres, o a la que
quieres aún más si se muere, entonces, ¿por qué no conseguía estar triste?
Al
entrar le volvieron a golpear en los hombros, a cogerle de las manos, a
abrazarle. Estaba por seguirle de cerca, porque veía que en cualquier momento
se caía, sin embargo me decidí a preparar café por ver si me empezaban a
perdonar aquellas señoras a las que no conocía ni tenía esperanzas de que me
presentaran, pues era posible que ni Mauricio mismo supiese quiénes eran.
Cuando el agua ya hervía, me giré buscando el azúcar y al darme la vuelta
alguien ya me había robado la cafetera arrebatándome todo mérito, de forma que
salí al salón pudiendo llevar solo el azucarero, las servilletas y las
cucharillas, cobrándome más miradas de reproche, como si fuese yo quien
intentaba robar méritos. Por un momento me salió la vena absurda y me imaginé
golpeando a aquellas señoras hasta sangrar. Esperando mi turno para entrar al
cuarto me replegué contra una ventana y por primera vez me di cuenta de lo
oscuro que estaba el cielo, no lograba comprender cómo había pasado el tiempo
desde el humo azul del cigarrillo y la llamada de Mauricio hasta ese momento. El
pensar en el cigarrillo me dio ganas de fumar, así tuve que ir por el salón
ofreciéndole a cada persona con el gesto sin palabras de ir mostrando la
cajetilla para que ellas dijesen que no también sin palabras, solo tensando los
músculos del cuello. Al terminar la rondan me giré para ver en sus caras el
terror al darse cuenta de que el haber rechazado el cigarrillo les obligaría a
no poder fumar más adelante sin vulnerar su sagrada educación, aunque sabía que
a lo largo de la noche irían desapareciendo como desaparece la gente en las
fiestas y en los velatorios. El recorrido también me sirvió para fijarme mejor
en la gente; hasta ahora las amigas de la madre habían acaparado toda mi
atención, pero tampoco es que hubiera mucha más gente, había una niña, vestida
con un vestido blanco que si bien no era negro al menos era muy bonito, estaban
los que debían ser sus padres, mayores que Mauricio y que yo mismo, a los que
no encontraba una justificación más allá de que fueran familia o vecinos muy
queridos. Luego el resto de la gente era bastante mayor sin llegar a ser
anciana, lo que me hacía preguntar si no era verdad que Mauricio y Alina tenían
amigos, que los tenían, entonces, ¿dónde estaban? Era domingo y era tarde, pero
era Alina, y por aquí los trámites sociales se hacen en el velatorio y no en el
funeral. Podía ser que Mauricio no les hubiera llamado, y aquí me avergonzó
sentirme afortunado por ser el elegido, pero también me hizo preguntarme si no
debería coger yo la agenda de telefónica. Busqué a Mauricio con la mirada y
comprendí que ahora la madre y él debían estar en el cuarto, la visita más
delicada, así que, de pronto sintiéndome completamente fuera de lugar y sin
saber dónde meter las manos, comencé a buscar cosas que hacer o sitios donde
esconderme, vi la puerta cerrada del cuarto de la plancha, pero antes de
decidirme siquiera vi a la niña. Estaba sola, en el reino de los muertos y de los
mayores, y a la mañana siguiente tendría colegio, así que estuve sopesando cómo
de acertado sería acercarme, conseguir el permiso de los padres y llevármela de
la mano a un lugar apartado a inventar juegos y si eso a convertir a las
señoras mayores en una hidra de muchas cabezas.
Si
quería alcanzar el cuarto de la plancha lo mejor sería atajar por la cocina,
que si bien era un camino más largo, al menos me libraría de atravesar el salón,
pero luego habría que abrir la puerta, y eso parecía imposible ante la mirada
de todos. El jugar con la niña había quedado descartado porque no sé si era
miedo o pereza, pero si ella no venía a mí yo no quería tener que moverme y
enfrentarme a sus padres. De pronto me asaltó la culpabilidad terrible y
carnívora de pensar que por qué no estaba triste y pensando en Alina, en su
vida, en nuestros recuerdos, en cuando yo había gobernado aquel salón en
ausencia de Mauricio. Pero de estos pensamientos me sacó el propio Mauricio
poniéndome la mano en el hombro, y en ese momento tuve la certeza de que él lo
sabía todo y que el sacarme del mundo de la culpa era su forma de decir que me perdonaba.
—Vamos
—dijo.
Uno
espera que una habitación así huela a algo que desconoce pero a lo que llamará
olor a muerto. Esta no olía a nada especial, tampoco a cerrado, a viejo, a
polvo, a incienso, a madera, no, aquella habitación directamente no olía a
nada. Estoy seguro de que no había ningún olor allí, como si incluso Mauricio y
yo nos hubiésemos quitado la piel antes de entrar, y aunque sé que es mentira,
ahora lo recuerdo como si de fondo oliese a perfume, el perfume que Alina guardaba
en un frasco azul. También al recordar la escena recuerdo las paredes, las
manos sudadas de Mauricio que me ponían nervioso, las sillas a ambos lados de
la cama, recuerdo incluso otros recuerdos, a mí con la Alina viva en aquella misma
cama (¿dónde dormiría Mauricio los próximos días?), pero de lo último que me
acuerdo al formar la imagen es de ella, o mejor dicho, de aquel cuerpo. Ya nada
más entrar me alegré de hacerlo después de él, porque se me arrugó la nariz y
casi lo expreso en voz alta: «esta no es Alina».
Tenía
su cuerpo, su rostro ausente, su piel blanca, sus manos cruzadas sobre el
regazo, pero no era ella. No sabría cómo expresarlo, pero la miré y luego miré
a Mauricio para ver si había algo en su rostro, pero él la miraba con el lado
que se le había muerto y casi le grito que como podía ser tan tonto de
creérselo. Quise pensar entonces que el no estar apenado y ver aquel cuerpo
como si no fuese el suyo no eran sino síntomas de un rechazo natural a la
creencia de la muerte de un ser querido, pero fue en ese momento cuando me cruzó
por el pecho una certeza o una verdad, y lo hizo tan fuerte que me tuve que
apoyar en el respaldo de una silla. Mauricio me miró, pero su imagen estaba
distorsionada como si le mirase desde el otro lado de una vidriera. También me
vinieron unas ganas terribles de vomitar y lo único que se me ocurrió pensar
fue que cómo de acertado sería vomitar allí mismo, porque en las películas se
vomita ante los cadáveres, pero se hace en las escenas del crimen o en las
autopsias, no en los velatorios. Pensé que si vomitaba en ese instante, delante
del cuerpo y del viudo, no estaría sino delatando mi especial relación con la
difunta. Lo mejor fue salirme, ir al baño, lavarme la cara y ante el espejo
decirme que tenía que dar con Alina, la Alina viva que había en alguna parte.
Luego
todo fue más rápido, al menos de comprender. Lo que había sentido en el cuarto
había ido escalando hasta llegar a mi cabeza y ahora sabía que Alina rondaba
por el piso de alguna forma que no me importaba que no fuese lógica. Tuve que
buscar escusas para poder ir mirando todos los rostros, buscando una cara tan
blanca debajo de un velo de luto. Yo estaba sudoroso, encogido, casi temblando,
solo se me ocurría pensar que si nadie se preocupaba por el qué me pasaba o,
que suponiéndolo, me dijesen siéntate y bebe algo, era porque si alguien había
de decirlo eran aquellas señoras que suspiraban cada vez que me veían cruzar.
Después de haber mirado en todas partes, Alina solo se podía haber escondido en
el cuarto de la plancha o en cualquier otro lugar del bloque de pisos, y como
en ese vecindario la media de edad es elevada y a aquellas horas los vecinos
andarían en bata o ya dormidos, pensé que lo primero sería hacer aquello que
antes me había dado tanto miedo pero que al final resultó no ser nada, solo
acercarme a la puerta, abrir y entrar sin siquiera mirar quién podía andar
mirándome, que bien visto tampoco sería nadie si allí solo me apreciaban
Mauricio y tal vez la niña, y ella únicamente porque tenía pinta de ser de esos
niños que se van de la mano de desconocidos.
Al
entrar no estoy muy seguro de si en un momento dado se encendió la luz o si es
que mis ojos se aclararon de pronto. Frente a mí estaba la tabla de planchar
como si fuese el mostrador de una tienda, y al otro lado Alina, vestida de blanco,
que ni sonreía ni parecía triste. Empecé a dudar sobre si debía saludar o cómo
debía comportarme, y ante la duda decidí comportarme como lo hacía de niño:
—¿Eres
un fantasma?
Entonces
ella sonrió y pareció que todo iría rodado.
—¿No
has visto mi cuerpo en el otro cuarto?
—Parecía
de plástico.
—¿Habías
visto un muerto antes?
—No
lo recuerdo —ella parecía ella, pero notaba una distancia entre los dos no
justificada por la muerte—. Creo que ahora deberías besarme.
—¿Quieres
que te bese?
—Quiero
comprobar si eres auténtica.
—¿Si
lo fuera te besaría?
—Si estuvieses
viva y yo llegase al cuarto en el que ahora descansas, lo harías.
—Ahora
debes salir.
—¿No
vas a contestarme?
—Debes
salir porque a Mauricio le van a fallar las piernas, quiero que le cojas antes
de que caiga al suelo.
La
miré durante un segundo que pareció eterno, durante ese mismo segundo me giré,
y después de todo aquello, su figura iluminada quedando a mi espalda, abrí la
puerta y corrí hacia el centro del salón, donde aquellas gentes se llevaban las
manos a la boca mientras contemplaban cómo el viudo caía de espaldas en lo que
parecía ser mucha menos velocidad de la que acostumbran a invertir los objetos
cuando caen, como dándome tiempo a llegar, pasar mis brazos por debajo de los
suyos, acordarle un buen aterrizaje sobre la alfombra y susurrarle cosas buenas
al oído. Mauricio necesitaba descansar, pero eso no sirvió de señal a la congregación
para que se marchara, es más, pareció darles más poder en cuanto ahora el
marido sí que les necesitaba en estas sus peores horas. El sofá de pronto
resultó ser algo diminuto en lo que uno no podía tumbarse, y por la cara de la
madre de Alina adiviné que había sido regalo suyo. Entonces yo tomé la
iniciativa con un carisma tal que aquellas mujeres, aterrorizadas por lo que
proponía, no pudieron oponerse. Mi ímpetu venía por la idea de que en cuanto
quisiera podría abrir una puerta y volver a verla, era como si en el ensayo de
una función en la que yo era actor, pidiese salir antes de tiempo porque tenía una
cita. Entonces Mauricio acabó en la cama de matrimonio, al lado del cuerpo sin
vida de su mujer, al que hubo que mover casi medio metro a un lado. Se me
ocurrió pensar que si Mauricio de pronto despertaba y la veía ahí, con los ojos
cerrados y la luz apagada, podría pensar que todo había sido un sueño, pero ahora
que conocía la verdad era incapaz de otorgarle ninguna seriedad a un cadáver.
Sin
embargo cuando volví a entrar, casi con la ilusión de un niño, el cuarto estaba
vacío. Una nota había dejado sobre la tabla de la plancha:
Búscame en la sala
Y yo
pensé que por qué en algún momento habríamos interrumpido aquella historia en
la que solo nos hacíamos daño cuando pensábamos en su marido o en mi amigo.
Abrir la puerta y echar un vistazo resultó ser algo increíblemente tedioso.
¿Dónde podría estar Alina? No la veía allí presente, y si estaba metida en
algún otro cuerpo, como se supone que hacen los fantasmas, podría estar en el
de cualquiera, conociéndola incluso en el de su madre, o en el suyo propio para
dar el espectáculo de una resurrección. Saqué la cajetilla y volví a darme una
vuelta ofreciendo cigarrillos, lo hacía todo muy deprisa porque en verdad no me
importaba nada, solo iba mirando los rostros, buscándola, y cuando hube
terminado, sin saber quién podía ser, me desesperé pensando que o bien ella me
daba una pista o me saldría de aquel piso, cogería un taxi y vería si los
fantasmas le siguen a uno pidiéndole disculpas. Pero entonces caí en la cuenta
de la única persona a la que no le había ofrecido tabaco era la pequeña que, con
un dedo apoyado en el labio y mirando hacia el techo, vestía de blanco y había
estado evitando mirarme todo aquel rato.
Utilicé
la cocina como pasillo para pasar al otro lado del salón y salir por la puerta
que me dejaba junto a ella. Allí la cogí del brazo y la llevé conmigo porque
sus padres no miraban y ella no dijo nada, aunque no me hubiera importado que
cualquiera de las dos cosas hubiera ocurrido. En el ascensor me puse de
rodillas para que mi cara quedase a la altura de la suya.
—¿Eres
tú? Dime ¿Eres tú?
Ella me
miraba con unos ojos que debían comprender la amplitud del mundo. Al llegar al
vestíbulo la cogí de la mano, y al salir a la calle, al frío insoportable que
hacía de pronto, empecé a correr sin soltarla, sintiéndola como un lastre a mi
velocidad.
Después
de las calles llegamos a los parques, ella no había dicho nada, pero oía los
gritos más allá, los lobos, los depredadores que nos querían alcanzar a Alina y
a mí. Entonces sentí cómo sus piernas no daban más de sí y paraba. A mí la
inercia me llevó a quedarme un par de metros más allá, mirándola a ella y a
quienes venían detrás.
—¡Vamos,
Alina, no hay tiempo!
Pero
ya estaban aquí. Sus padres, que me insultaron desde lejos, como con miedo;
Mauricio, que estaba casi llorando y me abrazó diciendo que esto nos afectaba a
todos, que no había que dejarse llevar. Y mientras Mauricio lloraba en mi
hombro vi cómo se la llevaban y cómo giraba ella su cara, pura e inocente, y me
sonreía. Os juro que sonreía.