miércoles, 11 de octubre de 2017

Alina

Cuando Mauricio llamó, su voz me pareció extraña, por teléfono parecía más preocupado que triste. Yo sabía que se iba a producir la llamada aquella misma tarde, no sé cómo, tan solo tenía esa certeza que se tiene cuando te van a dejar o alguien ha muerto, esa clarividencia que te trae el humo azul del cigarrillo que no se fuma. Quedó en recogerme y le esperé en la esquina por aquello de que en mi calle no se puede aparcar. Había estado seguro de que Alina se iba a morir aquella misma tarde hasta el punto de no haber hecho planes, es más, no sé si es recuerdo o imaginación el haberle dicho a los muchachos que aquel domingo no podría verles por un compromiso previo. Y ya ves, cuando crees que has fumado demasiado y que eres tonto, llama Mauricio. El pobre estaba raro, se veía que quería sentirse eficaz, dejarle el dolor a la familia, de forma que se echaba el suyo a la espalda y acababa por conducir encorvado. Todo el trayecto condujo apretando el volante con las dos manos y sin dejar de mirar al frente. Yo le repetí que cómo había venido a por mí y no había dejado que cogiera un taxi, pero sabía la respuesta: él no es un hombre de pésames, necesitaba marcharse del piso abarrotado sin importarle que ahora me fuesen a llover a mí todas las miradas de reproche por mi falta de consideración, por obligar al viudo a salir de su nicho de dolor y ropa negra. Ellos no sabían que lo agobiaban, que el preparar canapés era artificiar la situación, no sabían que él preferiría estar solo en la casa, con Alina aún sobre la cama o ya fuera, sintiéndose como de cuclillas entre las paredes de una casa que era ella y en la que él había tenido la suerte de vivir.
—Ella te quería, ¿sabes?
Y claro que lo sabía, lo que me gustaría saber es si él conocía el verdadero alcance de aquellas palabras. Por un momento se me ocurrió pensar que sí, que lo sabía todo, que sus palabras querían empezar una conversación o terminar un pensamiento, pero no, su forma de encorvarse, su tensión, ahí veía más a la madre de Alina, que a aquellas alturas ya le habría convertido en un mueble en el que poner a secar las flores del entierro. Debía estar hablando de nuestra amistad, además de que hacía mucho que Alina y yo no nos veíamos. Eso no quiere decir que la hubiese dejado de querer, que sería una barbaridad decirlo. Alina era una de esas personas a las que sigues queriendo hasta que te mueres, o a la que quieres aún más si se muere, entonces, ¿por qué no conseguía estar triste?
Al entrar le volvieron a golpear en los hombros, a cogerle de las manos, a abrazarle. Estaba por seguirle de cerca, porque veía que en cualquier momento se caía, sin embargo me decidí a preparar café por ver si me empezaban a perdonar aquellas señoras a las que no conocía ni tenía esperanzas de que me presentaran, pues era posible que ni Mauricio mismo supiese quiénes eran. Cuando el agua ya hervía, me giré buscando el azúcar y al darme la vuelta alguien ya me había robado la cafetera arrebatándome todo mérito, de forma que salí al salón pudiendo llevar solo el azucarero, las servilletas y las cucharillas, cobrándome más miradas de reproche, como si fuese yo quien intentaba robar méritos. Por un momento me salió la vena absurda y me imaginé golpeando a aquellas señoras hasta sangrar. Esperando mi turno para entrar al cuarto me replegué contra una ventana y por primera vez me di cuenta de lo oscuro que estaba el cielo, no lograba comprender cómo había pasado el tiempo desde el humo azul del cigarrillo y la llamada de Mauricio hasta ese momento. El pensar en el cigarrillo me dio ganas de fumar, así tuve que ir por el salón ofreciéndole a cada persona con el gesto sin palabras de ir mostrando la cajetilla para que ellas dijesen que no también sin palabras, solo tensando los músculos del cuello. Al terminar la rondan me giré para ver en sus caras el terror al darse cuenta de que el haber rechazado el cigarrillo les obligaría a no poder fumar más adelante sin vulnerar su sagrada educación, aunque sabía que a lo largo de la noche irían desapareciendo como desaparece la gente en las fiestas y en los velatorios. El recorrido también me sirvió para fijarme mejor en la gente; hasta ahora las amigas de la madre habían acaparado toda mi atención, pero tampoco es que hubiera mucha más gente, había una niña, vestida con un vestido blanco que si bien no era negro al menos era muy bonito, estaban los que debían ser sus padres, mayores que Mauricio y que yo mismo, a los que no encontraba una justificación más allá de que fueran familia o vecinos muy queridos. Luego el resto de la gente era bastante mayor sin llegar a ser anciana, lo que me hacía preguntar si no era verdad que Mauricio y Alina tenían amigos, que los tenían, entonces, ¿dónde estaban? Era domingo y era tarde, pero era Alina, y por aquí los trámites sociales se hacen en el velatorio y no en el funeral. Podía ser que Mauricio no les hubiera llamado, y aquí me avergonzó sentirme afortunado por ser el elegido, pero también me hizo preguntarme si no debería coger yo la agenda de telefónica. Busqué a Mauricio con la mirada y comprendí que ahora la madre y él debían estar en el cuarto, la visita más delicada, así que, de pronto sintiéndome completamente fuera de lugar y sin saber dónde meter las manos, comencé a buscar cosas que hacer o sitios donde esconderme, vi la puerta cerrada del cuarto de la plancha, pero antes de decidirme siquiera vi a la niña. Estaba sola, en el reino de los muertos y de los mayores, y a la mañana siguiente tendría colegio, así que estuve sopesando cómo de acertado sería acercarme, conseguir el permiso de los padres y llevármela de la mano a un lugar apartado a inventar juegos y si eso a convertir a las señoras mayores en una hidra de muchas cabezas.
Si quería alcanzar el cuarto de la plancha lo mejor sería atajar por la cocina, que si bien era un camino más largo, al menos me libraría de atravesar el salón, pero luego habría que abrir la puerta, y eso parecía imposible ante la mirada de todos. El jugar con la niña había quedado descartado porque no sé si era miedo o pereza, pero si ella no venía a mí yo no quería tener que moverme y enfrentarme a sus padres. De pronto me asaltó la culpabilidad terrible y carnívora de pensar que por qué no estaba triste y pensando en Alina, en su vida, en nuestros recuerdos, en cuando yo había gobernado aquel salón en ausencia de Mauricio. Pero de estos pensamientos me sacó el propio Mauricio poniéndome la mano en el hombro, y en ese momento tuve la certeza de que él lo sabía todo y que el sacarme del mundo de la culpa era  su forma de decir que me perdonaba.
—Vamos —dijo.
Uno espera que una habitación así huela a algo que desconoce pero a lo que llamará olor a muerto. Esta no olía a nada especial, tampoco a cerrado, a viejo, a polvo, a incienso, a madera, no, aquella habitación directamente no olía a nada. Estoy seguro de que no había ningún olor allí, como si incluso Mauricio y yo nos hubiésemos quitado la piel antes de entrar, y aunque sé que es mentira, ahora lo recuerdo como si de fondo oliese a perfume, el perfume que Alina guardaba en un frasco azul. También al recordar la escena recuerdo las paredes, las manos sudadas de Mauricio que me ponían nervioso, las sillas a ambos lados de la cama, recuerdo incluso otros recuerdos, a mí con la Alina viva en aquella misma cama (¿dónde dormiría Mauricio los próximos días?), pero de lo último que me acuerdo al formar la imagen es de ella, o mejor dicho, de aquel cuerpo. Ya nada más entrar me alegré de hacerlo después de él, porque se me arrugó la nariz y casi lo expreso en voz alta: «esta no es Alina».
Tenía su cuerpo, su rostro ausente, su piel blanca, sus manos cruzadas sobre el regazo, pero no era ella. No sabría cómo expresarlo, pero la miré y luego miré a Mauricio para ver si había algo en su rostro, pero él la miraba con el lado que se le había muerto y casi le grito que como podía ser tan tonto de creérselo. Quise pensar entonces que el no estar apenado y ver aquel cuerpo como si no fuese el suyo no eran sino síntomas de un rechazo natural a la creencia de la muerte de un ser querido, pero fue en ese momento cuando me cruzó por el pecho una certeza o una verdad, y lo hizo tan fuerte que me tuve que apoyar en el respaldo de una silla. Mauricio me miró, pero su imagen estaba distorsionada como si le mirase desde el otro lado de una vidriera. También me vinieron unas ganas terribles de vomitar y lo único que se me ocurrió pensar fue que cómo de acertado sería vomitar allí mismo, porque en las películas se vomita ante los cadáveres, pero se hace en las escenas del crimen o en las autopsias, no en los velatorios. Pensé que si vomitaba en ese instante, delante del cuerpo y del viudo, no estaría sino delatando mi especial relación con la difunta. Lo mejor fue salirme, ir al baño, lavarme la cara y ante el espejo decirme que tenía que dar con Alina, la Alina viva que había en alguna parte.
Luego todo fue más rápido, al menos de comprender. Lo que había sentido en el cuarto había ido escalando hasta llegar a mi cabeza y ahora sabía que Alina rondaba por el piso de alguna forma que no me importaba que no fuese lógica. Tuve que buscar escusas para poder ir mirando todos los rostros, buscando una cara tan blanca debajo de un velo de luto. Yo estaba sudoroso, encogido, casi temblando, solo se me ocurría pensar que si nadie se preocupaba por el qué me pasaba o, que suponiéndolo, me dijesen siéntate y bebe algo, era porque si alguien había de decirlo eran aquellas señoras que suspiraban cada vez que me veían cruzar. Después de haber mirado en todas partes, Alina solo se podía haber escondido en el cuarto de la plancha o en cualquier otro lugar del bloque de pisos, y como en ese vecindario la media de edad es elevada y a aquellas horas los vecinos andarían en bata o ya dormidos, pensé que lo primero sería hacer aquello que antes me había dado tanto miedo pero que al final resultó no ser nada, solo acercarme a la puerta, abrir y entrar sin siquiera mirar quién podía andar mirándome, que bien visto tampoco sería nadie si allí solo me apreciaban Mauricio y tal vez la niña, y ella únicamente porque tenía pinta de ser de esos niños que se van de la mano de desconocidos.
Al entrar no estoy muy seguro de si en un momento dado se encendió la luz o si es que mis ojos se aclararon de pronto. Frente a mí estaba la tabla de planchar como si fuese el mostrador de una tienda, y al otro lado Alina, vestida de blanco, que ni sonreía ni parecía triste. Empecé a dudar sobre si debía saludar o cómo debía comportarme, y ante la duda decidí comportarme como lo hacía de niño:
—¿Eres un fantasma?
Entonces ella sonrió y pareció que todo iría rodado.
—¿No has visto mi cuerpo en el otro cuarto?
—Parecía de plástico.
—¿Habías visto un muerto antes?
—No lo recuerdo —ella parecía ella, pero notaba una distancia entre los dos no justificada por la muerte—. Creo que ahora deberías besarme.
—¿Quieres que te bese?
—Quiero comprobar si eres auténtica.
—¿Si lo fuera te besaría?
—Si estuvieses viva y yo llegase al cuarto en el que ahora descansas, lo harías.
—Ahora debes salir.
—¿No vas a contestarme?
—Debes salir porque a Mauricio le van a fallar las piernas, quiero que le cojas antes de que caiga al suelo.
La miré durante un segundo que pareció eterno, durante ese mismo segundo me giré, y después de todo aquello, su figura iluminada quedando a mi espalda, abrí la puerta y corrí hacia el centro del salón, donde aquellas gentes se llevaban las manos a la boca mientras contemplaban cómo el viudo caía de espaldas en lo que parecía ser mucha menos velocidad de la que acostumbran a invertir los objetos cuando caen, como dándome tiempo a llegar, pasar mis brazos por debajo de los suyos, acordarle un buen aterrizaje sobre la alfombra y susurrarle cosas buenas al oído. Mauricio necesitaba descansar, pero eso no sirvió de señal a la congregación para que se marchara, es más, pareció darles más poder en cuanto ahora el marido sí que les necesitaba en estas sus peores horas. El sofá de pronto resultó ser algo diminuto en lo que uno no podía tumbarse, y por la cara de la madre de Alina adiviné que había sido regalo suyo. Entonces yo tomé la iniciativa con un carisma tal que aquellas mujeres, aterrorizadas por lo que proponía, no pudieron oponerse. Mi ímpetu venía por la idea de que en cuanto quisiera podría abrir una puerta y volver a verla, era como si en el ensayo de una función en la que yo era actor, pidiese salir antes de tiempo porque tenía una cita. Entonces Mauricio acabó en la cama de matrimonio, al lado del cuerpo sin vida de su mujer, al que hubo que mover casi medio metro a un lado. Se me ocurrió pensar que si Mauricio de pronto despertaba y la veía ahí, con los ojos cerrados y la luz apagada, podría pensar que todo había sido un sueño, pero ahora que conocía la verdad era incapaz de otorgarle ninguna seriedad a un cadáver.
Sin embargo cuando volví a entrar, casi con la ilusión de un niño, el cuarto estaba vacío. Una nota había dejado sobre la tabla de la plancha:

Búscame en la sala

Y yo pensé que por qué en algún momento habríamos interrumpido aquella historia en la que solo nos hacíamos daño cuando pensábamos en su marido o en mi amigo. Abrir la puerta y echar un vistazo resultó ser algo increíblemente tedioso. ¿Dónde podría estar Alina? No la veía allí presente, y si estaba metida en algún otro cuerpo, como se supone que hacen los fantasmas, podría estar en el de cualquiera, conociéndola incluso en el de su madre, o en el suyo propio para dar el espectáculo de una resurrección. Saqué la cajetilla y volví a darme una vuelta ofreciendo cigarrillos, lo hacía todo muy deprisa porque en verdad no me importaba nada, solo iba mirando los rostros, buscándola, y cuando hube terminado, sin saber quién podía ser, me desesperé pensando que o bien ella me daba una pista o me saldría de aquel piso, cogería un taxi y vería si los fantasmas le siguen a uno pidiéndole disculpas. Pero entonces caí en la cuenta de la única persona a la que no le había ofrecido tabaco era la pequeña que, con un dedo apoyado en el labio y mirando hacia el techo, vestía de blanco y había estado evitando mirarme todo aquel rato.
Utilicé la cocina como pasillo para pasar al otro lado del salón y salir por la puerta que me dejaba junto a ella. Allí la cogí del brazo y la llevé conmigo porque sus padres no miraban y ella no dijo nada, aunque no me hubiera importado que cualquiera de las dos cosas hubiera ocurrido. En el ascensor me puse de rodillas para que mi cara quedase a la altura de la suya.
—¿Eres tú? Dime ¿Eres tú?
Ella me miraba con unos ojos que debían comprender la amplitud del mundo. Al llegar al vestíbulo la cogí de la mano, y al salir a la calle, al frío insoportable que hacía de pronto, empecé a correr sin soltarla, sintiéndola como un lastre a mi velocidad.
Después de las calles llegamos a los parques, ella no había dicho nada, pero oía los gritos más allá, los lobos, los depredadores que nos querían alcanzar a Alina y a mí. Entonces sentí cómo sus piernas no daban más de sí y paraba. A mí la inercia me llevó a quedarme un par de metros más allá, mirándola a ella y a quienes venían detrás.
—¡Vamos, Alina, no hay tiempo!
Pero ya estaban aquí. Sus padres, que me insultaron desde lejos, como con miedo; Mauricio, que estaba casi llorando y me abrazó diciendo que esto nos afectaba a todos, que no había que dejarse llevar. Y mientras Mauricio lloraba en mi hombro vi cómo se la llevaban y cómo giraba ella su cara, pura e inocente, y me sonreía. Os juro que sonreía.

martes, 3 de octubre de 2017

Los ojos antes de la boda

Él se acerca gateando sobre las sábanas, ella durante un momento se siente un acantilado donde van a morir las olas, luego lo piensa, qué tontería, y se deja abrazar desde atrás, aunque aún sigue muy quieta.
—El sábado es el gran día —le susurra a través del pelo.
—Sí, mi amor —ella coge una mano y la lleva desde su cintura hasta los labios.
Ese día pasa despacio y después muy rápido. Ella se las ingenia para salir sin decir nada especial, él está muy contento porque al fin sale todo bien. Va a la cocina con la intención de preparar un plato sofisticado pero lo deja a medias cuando recuerda que aún tiene que llamar a la floristería y al hotel donde se alojará la tía. Luego las llamadas se hacen más, y a amigos y familiares les dice lo mismo, con la felicidad del discurso bien montado, que todo ya está casi, que a ella se la ve encantada pero muy nerviosa, te dejo que se me quema algo. Pero no se le puede quemar nada porque el fuego no está encendido, el aceite no ha tomado su espacio, no se diluye por la superficie negra con la rapidez de los pasos de ella que busca pisar las hojas más secas porque siempre se dijo que nunca se casaría en verano. Los árboles no son uniformes en esa época, andan pintados de los colores que la gente no viste. Los pasos siempre le llevan al parque y de ahí a una fuente, a una estatua y a un hombre que hace de estatua, este segundo lo hace tan bien que ella siempre le acaba dando el dinero a la figura oxidada y su caballo. A veces sale del parque para incursiones nocturnas, pero le gustaría saber de una vez por qué le agobian los espacios abiertos si están vacíos, ella disfruta de las aglomeraciones en las que uno no puede moverse apenas, en las que el sudor, el tacto y los olores contribuyen a crear algo un poco superior. Su rayuela es muy larga y va pisando las hojas dando saltos, hay hojas secas muy nutridas que estallan con menos sonido del que merecerían, ella las va pisando sabiendo que se van a acabar y que por tanto es mejor verlas morir cuando antes. Cuando se quiere dar cuenta ha salido del parque, al cielo lo cruza la línea del metal de la puerta, puede volver… o volver, allí no hay nada, es una zona que desconoce y no le gusta, sin duda lo único que puede hacer es volver, y por eso no lo hace, esto será su particular despedida de soltera. Las calles no son bonitas ni la gente parece amable, los quioscos están cerrados. Las palomas llevan parches en el ojo y esclavizan a pájaros más pequeños, y sin embargo hay una tienda de instrumentos de la que no sale música y ella ya lo sabía, se da cuenta, conoce esa tienda y que dentro hay un hombre que escribe historias en cuadernos de pentagramas, y si ella no sabe por qué lo sabe es porque no quiere pensarlo, porque igual no es el acantilado de las olas, igual es alguien asomada a éste. Desde donde está no puede ver siquiera a través del escaparate, y la decisión de acercarse desaparece mientras deshace el camino lo más deprisa que puede pero sin entrar en temas mayores. Tardaría menos sin pasar por el parque, menos aún cogiendo un autobús, pero quiere volver a cruzar la verja para que esas calles y esa tienda se conviertan en una pecera que se encuentra en lo profundo del parque, algo bien determinado para no volver a tocarlo.
En casa hay pescado y a ella se le olvida protestar, tampoco come, y él disfruta de sus nervios, piensa que es una pena que ya no se haga aquello de cortar la tarta con una espada, se pregunta si no estarán a tiempo de contratarlo. Esa noche él cede en cuanto a su determinación de no tener sexo la semana antes de la boda, lo hacen en la postura de la mañana, él abrazándola por detrás, ella sintiendo las olas que la embisten. Al día siguiente tiene muy claro lo que tiene que hacer, está casi contenta, se despide con un beso. Corre por el parque para llegar enseguida a su otro parque, cerrar esa puerta será cerrar la verja. Las calles siguen grises y los barrenderos parecen no haberse movido desde el día anterior. Se imagina entrando en la tienda, él levantando la vista, y entonces… mejor ni siquiera pensarlo, que surja, ella entrando en la tienda, él levantando la vista. Cuando llega, respira y entra, hay otros clientes y él está ocupado y ni siquiera es él. Le dan ganas de gritar, después se traga sus palabras y entonces le dan ganas de romper cosas. Se siente increíblemente sola entre violines, teclados y atriles. Pasea pensando qué pensaría la gente al ver a una mujer joven llorando en una mierda de tienda de música. Entonces los otros clientes se van sin comprar nada, el dependiente se da la vuelta para atenderla y de pronto sí era él y ella no entiende cómo pudo estar tan segura de que no lo era viéndole de espaldas. Había querido entrar con decisión, una determinación silenciosa y asentada, y de alguna forma darle a entender que aquello, algo, lo que fuera, había terminado, incluso había pensado hacerlo sin darle opción a hablar, pero ahora de pronto están así, tan cerca, y ella sin estar en una elevación de terreno y además con los ojos casi llorando. Se pregunta si él no la reconocerá, y se promete que si es así lo compensará no tocando un instrumento en su vida, pero él sonríe. Él sonríe y dice:
—Hola.
Y ella piensa muchas cosas muy deprisa y con una voz que desde luego no es la suya dice:
—Hola.
Y entonces tiene ganas de decirle que se va a casar el sábado, que él tendría que estar muy orgulloso de ella, que no le está invitando, que solo quería decírselo, que no es una traición porque no hay nada que traicionar, que me parece ridículo que trabajes aquí y te tengas que poner un mono negro con corcheas pintadas en blanco cuando yo te imaginaba haciendo muchas cosas mucho más grandes y que si desde que dejamos de vernos no has hecho nada con tu vida no puedo dejar de pensar que yo tengo la culpa y eso me hace sentir mal ¿sabes? Me hace sentir horriblemente mal y ahora me ahogo y no quiero porque es desagradable y ya no me gusta llorar, yo solo quiero ser feliz y si te quedaste colgado de una rama yo no tengo más alternativa que sacudir el árbol hasta que te caigas, más y más fuerte, porque haz tu vida, haz tu vida a tu manera y sé feliz pero no me lo hagas saber porque yo también quiero ser feliz y creo que para ser feliz necesito que no existas en mi vida y cuando te pueda olvidar será como despertar de un sueño y volveré a reconocer las cosas, los objetos, las caras y si no no sé qué haré porque no me gusta pensar en estas cosas y en general no me gusta pensar en nada y el sábado me caso y tampoco quiero pensar en eso.
Pero no dice nada.
Solo hablan de cómo han sido las cosas en los últimos años, de cómo él ahora es el encargado de la tienda, de que su grupo ahora da algunos conciertos, de cómo ella no ha hecho nada relevante como para mostrar en una conversación así. De la boda no habla, siente que hablar de terceras personas sería un insulto, y sin embargo cuando sale y vuelve despacio hacia el parque repasando la conversación una y otra vez, tiene la seguridad de que él lo sabe, sabe que se va a casar, lo sabe y eso le da pavor y a la vez le calienta el pecho.
Él comenta que hubiera sido divertido que no vivieran juntos ya desde antes, que le gusta la imagen de estrenar la casa nueva con el novio llevando a la novia en brazos. Ella asiente y sonríe mientras él le ata algo del vestido a la espalda. El novio no debe ver a la novia antes de la boda, le susurra al espejo antes de que ambos se suban al coche y ella de blanco y él de negro lleguen a la iglesia donde les han reservado un sitio para aparcar. Ya dentro, con todos sentados, ellos dos delante y flores por todas partes, en el momento de hable ahora o calle para siempre, que él determinó que se diría sí o sí, ella mira hacia la puerta del fondo deseando el terror de ver cómo se abre. El cura continúa y ella se pregunta si no suena en el ambiente el sonido de una flauta dulce. Le mira a él que la mira con el anillo en la mano. Sí, están sonando flautas.

lunes, 24 de julio de 2017

Estos quince días
habrá fiestas
habrá bailes
yo prometo no aprender a fumar

estos quince días no estaré
y no os miento
tampoco estará mi presencia

podéis liberar la sangre
miraros a los ojos
y descubrir en qué os parecéis

estos días sed libres sin mí
comeos el banquete
y cuando vuelva
contadme las sobras

viernes, 14 de julio de 2017

Sunrise

Siente los ojos dolidos, es el efecto del sol y del sueño en un cuerpo por la mañana, cuando aún no se han levantado las defensas. Camina como evitando chocarse con las cosas y aparentando toda la normalidad posible para que la gente no se le quede mirando. Antes se quedó dormido en un parque. Se había sentado a leer en un banco de piedra,  pero al no haber respaldo se tenía que inclinar demasiado hacia adelante, así que puso la mochila como almohada y se tumbó a leer. El sol le atacaba un ojo desde un hueco entre las ramas del árbol, así que lo cerró. Luego, en cualquier momento, se quedó dormido. El libro por suerte quedó abierto contra su pecho, y digo con suerte porque las últimas diez hojas las había leído sin ganas y después, con el marcapáginas sobre la hierba, le habría sido imposible ubicarse. Durmió un sueño raro como cuando te echas la siesta con calor o como cuando duermes en un viaje y después te duele el cuello. Sobre él, en el árbol, más de diez cotorras gritaban y graznaban de una forma insoportable, pero como el sonido procedía de la naturaleza se dejaba pasar. Cuando las cotorras iniciaron el vuelo, él se despertó. El sueño había estado bien, sin sueños, un lapsus de tiempo, probablemente el mejor momento de la mañana. Lo malo ocurrió al despertar, el saber que ya no podría dormir y que todo lo que había ocurrido antes se reafirmaba como cierto. Entonces comenzó a caminar volviendo a algún sitio, al hogar sin novedad, con la pereza de haber llegado a alguna parte y ahora tener que volver. Metía los labios en la boca a la hora de resoplar, porque el aire que le salía por la nariz le parecía caliente y molesto, en general sentía toda su piel y el contorno de sus ojos extremadamente sensibles, como debía sentirse quien se recupera de unas quemaduras graves. Quería que cualquier cosa o persona le distrajese de su ruta, él no podía hacer nada, ya había hecho mucho tumbándose en un banco a perder un tiempo sin determinar, así que ahora debía ser algo ajeno aquello que le obligase a poder desentenderse de sí mismo. Le valía desde que le atropellasen hasta que una niña se agarrase a sus piernas y llorando le suplicase ayuda. Miraba a la gente con asco. Les odiaba y sin embargo era incapaz de independizarse de su opinión. La única forma de que él les abriese su amplio corazón (hoy dormido o enterrado) era individualizarse ante sus ojos y portarse bien, aunque esto último muchas veces tampoco era necesario. Ya estaba cerca de casa, hoy no soportaba su cercanía, otros días sí, otros días no querría salir por nada del mundo. Al menos andando su mente derivaba y dejaba de sentir, pero las esperas al transporte público, más largas por ser un día de verano, consumían su paciencia y le hacían sentir ira u odio, una sensación abrasadora que salía de él a borbotones y chocaba contra las paredes y amenazaba con empujar a la gente o aplastarla. En el portal dudó, podía subir en ascensor, lo cual estaba bien por no tener que caminar, o subir por las escaleras, lo que le haría gastar menos electricidad y le daba la posibilidad de cansarse y poder dormir de nuevo. Subía despacio, saboreando el escalón, pensando que ya solo le salvaría de llegar a su piso que un carrito rodase desesperado escaleras abajo hacia su encuentro. A pesar de subir a pie por gastar también menos luz, un detector automático le fue encendiendo las bombillas de cada rellano. Al llegar abrió la puerta como quien se rinde. Entró para mirar las persianas bajadas, quizá esa noche hiciese fresco y se formase una fina brisa ecuestre. Seguir adentrándose en la oscuridad sería continuar el día, así que se sienta en el sofá, cerca de la entrada, y se extiende un poco. De hecho se saca de las extremidades y empieza a crecer desmesuradamente, tanto que la espalda supera el respaldo y cae hacia atrás, mientras los brazos y las piernas lo siguen ocupando todo. Se vuelve un amasijo de carne, pero como no sabe dónde están los ojos, al fin puede dejar de sentirlos.

miércoles, 12 de julio de 2017

Nicho de hojas secas en la ventana

El abuelo, ya en el pasillo, suspira y vuelva a abrir la puerta.
—¿Qué pasa?
—Yo no he dicho nada, abuelo.
—No, claro que no has dicho nada, pero estás pensando, tiquitiquitiqui, y piensas tan alto como las hormigas.
—No sé, abuelo, todos pensamos. Si vamos a seguir hablando, ¿te importa encender la luz?
El abuelo lo hace y se sienta en la única silla del cuarto. La silla de su nieto es muy pequeña porque es para un niño, pero es en la que él se ha sentado cada noche desde hace muchos años, exceptuando fiestas y fines de semana.
—Dime, truhán, ¿qué maquinas?
—No maquino nada, aitona, solo es que me da pena que ya no me cuentes cuentos.
—Y qué cuentos habría de contarte, si ya eres un chico grande.
—Los de siempre, lo que has vivido.
—Pequeño mentiroso, todo eso han sido siempre mentiras, y lo sabes. Yo nunca he pisado un barco.
—Ya lo sé, pero me gustaba imaginarte haciendo aquello que me estuvieses narrando. Abuelo, yo sé qué es mentira y qué no. Sé que es mentira el amor de mis padres, verdad que adivinas las tormentas, mentira que existan más planetas, verdad que te sacarías el corazón y antes de caer muerto me abrirías el pecho y lo cambiarías por el mío si fuera necesario. Yo sé esas cosas.
—Es que eres un crío listo, por eso ya no te cuento cuentos, porque eres más listo que yo.
—Pero piénsalo, si soy así es por ti, porque papá y mamá…
—Mamá y papá.
—Don Cacerol y la bella Catalina.
—Y yo batiéndome con tu padre por raptar a tu madre.
—Y mamá sustituyendo a papá cuando se cansaba.
—Y tú naciendo mientras tanto en el cuarto de al lado.
—Abuelo, te echo de menos.
—Y yo echo de menos correr. ¡Cada uno a lo suyo!
—Pero abuelo, ¡aún puedes correr, cuéntame que corres!
—Y cómo voy al baño también. Anda, mocoso, que se ha hecho tarde, mañana desempolvo un libro para leerte.
El abuelo se levanta, apaga la luz y cierra la puerta. De nuevo en el pasillo baja la cabeza.

—Maldito cabrón, con ese ruido no va a dejar dormir a nadie en esta casa —abre de nuevo la puerta y habla mientras entra—. Va, va, ya te cuento un cuento, ¡pero deja de pensar!

viernes, 30 de junio de 2017

las gemelas jugaban en el jardín
tía Ana lavaba los platos
daba igual que nadie hubiera comido
los bajaba del armario y los volvía a fregar
herencia de una locura
que siempre nos ha sido confortable
Pablo ya tenía cinco años
y lloraba porque las gemelas no querían jugar con él
pero luego lo olvidaba
cuando un conejo atravesaba el jardín
y ambos se perdían hasta la noche
el tío estaba en su despacho
y solo bajaba cada diez años
tía Ana le enviaba a la sirvienta con la comida
preguntándose si seguiría vivo
y obteniendo la respuesta en los gemidos de ella
solo nos reuníamos en la cena
-el cuadro del tío comía por él-
las gemelas hablaban en alemán
aunque la tía me dijo que era una lengua inventada
Pablo movía frenético los pies bajo la mesa
que no llegaban al suelo
pensando en dragones y en cómo llamar la atención
la tía me pedía novedades del mundo
y yo respondía que estaba allí por escapar de él
también me preguntaba por mamá
y yo la miraba sorprendido
diciendo que la creía hija única
después llovieron los heridos
literalmente
a la decimoquinta de paracaidistas
les tirotearon antes de tocar el suelo
las criadas de las casas vecinas
y el médico rural
montaron un hospital de campaña
en el campamento de los scouts
siendo las gemelas enfermeras
tía Ana cocinera
Pablo el guardián
y yo el cura sin sotana
que cavaba y daba
la extremaunción
más tarde, aburridos los dioses
llegaron la paz y la pobreza
los camiones se llevaron a los soldados
a otros se los llevó la tierra
y a mí me recogió un coche negro
el tío me dijo adiós tras la puerta
tía Ana me hizo el almuerzo y me dio un beso
las gemelas me habían cosido una canción
y compuesto una muñeca
Pablo me susurró un secreto:
él había parado la guerra
en el coche, de regreso
se me ocurrió la verdad
aquellos días habían sido
perturbadoramente
lo más feliz que esta realidad
podía encontrar

lunes, 26 de junio de 2017

Último giro

Está de puntillas y eso de alguna forma es hacer trampa, así que da un par de pasos atrás y planta las suelas de los pies contra los azulejos. Mete también los brazos para tener dentro cuanta más cantidad de piel. Entonces gira la cabeza y mira el jardín; el Sol ya ha pasado la esquina de la casa y su marca solo se ve en la copa de los setos más altos. Ahora, sin sol, ya no podrá secarse tumbado, así que haber sacado un libro es una tontería, se secará enrollado en la toalla y después entrará en casa a sentir eso que se siente cuando te quitas el bañador, y se duchará. Da un par de pasos más y se detiene con el agua a la altura de la parte inicial de la tripa, sin duda la peor parte, así que se detiene con el falso deseo de que el cuerpo se acostumbre al frío, frío que no es frío excepto en la tripa, a la que cualquier temperatura daña. Se mira los brazos, le hace gracia sacarlos y meterlos como si atravesar la superficie del agua fuese como atravesar un haz de luz, aunque la luz no es tan suave. Entonces siente una especie de agobio, piensa de qué puede tratarse y se da cuenta de que se trata de todo un poco, se trata del día improductivo, sí, pero éste abre la puerta a todo lo demás, a los últimos tiempos donde al final ha dejado de poder ir solucionando los problemas y ahora todo es un torrente de cosas invisibles que atacan como ahora, o como cuando no quiere levantarse de la cama porque ahí fuera todo es demasiado grande, o como cuando suspira ante lo inevitable y tiene que recurrir a la imaginación para crear fantasmas y poder matarlos. Piensa en soluciones, en soluciones a días como éste, pero entonces siente el agobio de conocerse y saber que su saliva es humo. Necesita distraerse. Las palomas son nuevas, antes no había palomas aquí, como son nuevas nada les ataca y se las ve muy gordas, tanto que les cuesta volar, alguien le dijo que comían unos frutos rojos y entonces, lo que le recuerda a que ha decidido bañarse antes de entrar a la ducha, pero entonces él está sucio, y pensar en que está lleno de escamas asquerosas que se desprenden de su cuerpo y se disuelven en el agua para luego convivir con quien entrará en la piscina más limpio, como una persona normal, le agobia también. Necesita distraerse y no hay insectos ahogándose cerca, necesita distraerse y los vecinos están callados. Silva las últimas notas que le vienen a la cabeza, no recuerda si la canción a la que pertenecen la escuchaba él o la escuchaba su hermano, pero son notas tranquilas, una melodía bonita, ha aprendido mucho sobre música en los últimos días, ahora ve a los compositores como verdaderos genios o artistas, recuerda una escuela para compositores sobre la que leyó hace algún tiempo, pero esos pensamientos mejor desecharlos, porque últimamente no ha dejado de oír que lo que no haces de niño ya nunca lo harás del todo bien, y eso le veta tantos caminos, le veta todos menos uno, y ese tampoco es un gran camino. Ahora va viendo cómo todos sus pensamientos acaban por tornar el mismo camino, uno bastante peligroso al que no quiere asomarse porque no entiende por qué está ahí, porque él está bien, es un chico joven que disfruta de las cosas de las que disfruta la gente. Vuelve a silbar las notas, siente que aunque la buscase no vendría otra canción a su cabeza. Vuelve a silbar y entonces se imagina a un vecino tras el seto, sentado, leyendo, harto ya de la misma tonada, y en ese momento deja de silbar. Cuenta hasta dos y se detiene de golpe, divertido por lo que casi acaba de hacer: hace ya tiempo, para enfrentarse a las cosas inmediatas y a las que no nos atrevemos, desarrolló el sistema de contar hasta tres, es decir, en cuanto termina de contar debe hacer aquello que se había propuesto, dando igual todo lo demás, y como es una regla que ha cumplido siempre, tiene miedo de contar hasta tres cuando no deba, porque entonces se tendría que lanzar inmediatamente a hacer algo que igual tan solo se le había ocurrido inconscientemente y en verdad no quiere hacerlo, o es imposible o, lo más probable, es una locura. Pero, ¿qué es lo que ha estado a punto de hacer ahora? Sencillo: sumergirse en el agua. Entonces lo piensa con detenimiento; puede bucear, dejar de acostumbrarse a la temperatura del agua y generar su propio calor en el corazón de la piscina, pero bucear no es tan sencillo como sumergirse, debe hacer largos buceando, como han hecho siempre su hermano y él, sorprendiendo a la gente en las piscinas comunitarias al realizar dos largos seguidos o como aquella vez en que grabaron a su hermano cuando logró hacer tres. Desde el verano pasado no hace largos, no se ha bañado en una piscina siquiera, así que está desentrenado. Piensa cuántos hacer y se da cuenta de que el reto empieza a los tres largos, pero igual no lo consigue, se le da bien prever sus derrotas, así que ha de concederse un deseo si lo logra, aunque esto también tiene su lado negativo, ya que si no lo consigue no se cumplirá aquello que pida. Lo piensa y de pronto le asalta una revelación, si lo consigue no ganará una apuesta, tan solo se sentirá bien, si consigue hacer los tres largos buceando se sentirá bien. Se mentaliza y se zambulle; todo pasa muy deprisa, parece no decidir nada, como si todo se hiciese por inercia. Se da impulso con la pared y nada rozando el suelo, con los brazos pegados al cuerpo e impulsándose con un movimiento de hombros. Es la forma de nadar de su hermano y ahora a él le está saliendo de forma natural, le impresiona que funcione mejor que la brazada a la que está acostumbrado. Sin embargo el primer problema aparece al terminar el primer largo, ya que tarda demasiado en lograr darse la vuelta e impulsarse con los pies en la nueva pared. Además, en el transcurso del segundo largo, siente un dolor en la planta del pie derecho y se da cuenta de que se le ha agarrotado. No puede siquiera permitirse pensar en él, pero probablemente el pie esté doblado, con el músculo completamente tenso, sin poder volver a estirarse, y así, sin un pie, termina el segundo largo y se tiene que impulsar en la pared con una sola pierna. Al fin ha llegado al tercer largo, está claro que lo va a logar, aunque tuviera que agarrarse con las uñas al suelo azulejo por azulejo, pero se le hace muy difícil porque le duele impulsarse con la pierna herida, lo que hace que no se pueda impulsar con ninguna, y eso lo desbarata todo, porque esa forma de bucear, aunque aparente ser solo un movimiento de hombros, es una sincronización de todo el cuerpo como si fuesen olas que recorren la espalda de un brazo al otro, y donde la ayuda de las piernas es vital, así que de pronto tiene que avanzar moviendo los brazos, como si apartase el agua que se encontrase delante de él, y es un avance eficaz pero lento, cada brazada le hace avanzar, pero le hace avanzar una distancia determinada después de la cual se queda quieto y necesita de un nuevo impulso. Ya ha llegado, casi, casi lo ha logrado, se encuentra en la parte honda de la piscina y piensa si impulsarse con el pie bueno desde el suelo para recorrer la distancia que le queda en diagonal y alcanzar la pared casi en el mismo momento en que saque la cabeza para respirar, y de hecho, no aguantando más la respiración, se impulsa. Sin embargo, terminado el tercer largo, aterriza a mitad de la pared, solo tiene que estirar la espalda para tomar aire, para haber ganado, pero él no piensa, no piensa en lo que hace, ni piensa en el dolor del pie, de hecho lleva mucho tiempo sin pensar de veras, así que se da la vuelta y desde la pared se impulsa hasta el fondo. Solo con el impulso llega a la mitad de la piscina, y entonces avanza de una forma extraña, como convulsionándose, utilizando de todas las técnicas posibles, brazos y cuerpo, y así toma aire apoyándose en la pared que da fin al cuarto largo. Le parece oler a regaliz, el pecho se le mueve agitado, el pie chilla mientras hace movimientos para desentumecerlo. Siente frío en el pecho, no tiene muy claro qué significa el cuarto largo, pero decide salir ya de la piscina y envolverse enseguida en una toalla.

domingo, 18 de junio de 2017

Paraíso

Deja el plato que estaba fregando en la pila, suspira y mira al cielo.
—Desde entonces, nublado. Anda que no es rencoroso ni nada.
Baja la vista y ve de nuevo los platos que aún le quedan por fregar. Los niños podrían ayudarla, pero prefieren jugar y correr como si aún fuesen otros tiempos. Si levanta la vista solo ve el árbol y el jardín, y más allá la valla que lo delimita. Qué locura, antes hubiese sido impensable que necesitasen una valla. Escucha a los niños jugar a la entrada de la casa y decide ir a ver cómo están.

—Partún.
—No, ese sí está bien puesto: tortuuuga. Es un nombre largo porque es un animal lento. El tuyo es para un animal rápido, como el guepardo.
—Pues el guepardo se llamará partún.
—¡No! Al guepardo le queda bien guepardo.
—Pero guepardo es un nombre largo, como tortuga. Que el guepardo se llame partún y la tortuga guepardo.
—¡Pero a mí me gusta guepardo!
—¡Lo que pasa es que no me dejas cambiar ningún nombre!
Entonces les sorprende la voz de su madre:
—Niños, qué pasa aquí.
—¡Abel no me deja poner nombres!
—¡Es que los suyos son muy feos!
—Os he dicho muchas veces que dejéis a los animales como están, papá y yo ya les pusimos el nombre a todos. Si queréis podéis ponerle nombre a los insectos pequeños.
—¡Pero yo quiero llamar partún a la tortuga!
—Pues ese será su nombre, desde ahora esa tortuga se llamará Partún. ¡Y no quiero oír hablar más del tema!

Adán, que entra por el jardín de atrás, recorre la distancia hasta la casa caminando deprisa con la cabeza gacha y sin dejar de fumar. Ya en la puerta da una última calada, tira al suelo la colilla, la pisa y mira al árbol.
—Un manzano, un manzano tenía que ser, me cago en la leche —se quita el sombrero y al entrar cambia el tono de voz—. Hola, cariño, qué tal el día.
—Cómo quieres que vaya, pero mira el cielo, siempre negro, así se amargan hasta los diablos. A ver cuándo hablas con él, que ya es hora, no sé, una cosa es que estemos aquí abajo y otra que no podamos ver el Sol. ¡Si no fuera por nosotros no sabría ni cómo se llama! No me negarás que su enfado es del todo desproporcionado.
—Ya sabes que él y yo no nos hablamos—dice Adán despacio, mientras cuelga el abrigo—. Tendremos que buscar a quien nos haga el favor.
—Pero cómo que no habláis, ¿te crees que soy tonta? Dime, dime, ¿quién se levanta en mitad de la noche y acaba de rodillas en el salón? Lo que pasa es que me sigues echando la culpa a mí, ¡y no fue mi culpa! ¿Me oyes? Fue tu amiguita Lilith.
—No era Lilith, era el otro. Además, esa no es la cuestión, el problema es que tuviste que desobedecerle, ¡lo dejó muy claro!
—Se pasaba el día diciendo frases ambiguas y de pronto dice que no toquemos el puñetero árbol, pues qué quieres que te diga, si dentro de un mundo en el que podemos hacer lo que sea me dicen que no puedo comerme una manzana pues me suena a broma. Si me sale un animal diciendo que coja la dichosa manzana y en principio los animales los creó él, pues yo creo que es un recado, una prueba de valentía o algo así. Y la culpa es suya por permitir que sus enemigos se le cuelen disfrazados en el jardín.
—¿Te habló una serpiente y lo viste normal? Dime, cariño, ¿cuántos jodidos animales hablaban allí arriba?
—¡Pues tú y yo sin ir más lejos! Pero dime, ¿qué le pides por las noches? Oh, señor, yo soy bueno, tu favorito, oh, señor, la culpa fue toda de Eva, que es mala y es débil, por favor, señor, déjala aquí sufriendo y devuélvenos a los niños y a mí al cielo, ¡al fin y al cabo aún me quedan más costillas!
—Cállate de una maldita vez, ¿me oyes? Esto es culpa tuya. Antes vivíamos bien, teníamos comida y hasta podíamos ir desnudos. Habría sido un buen lugar para los niños.
Adán se vuelve a poner el abrigo, coge el sombrero y mientras sale por la puerta, Eva le grita:
—¿Ahora te preocupan los niños? ¡Pues podrías empezar haciéndoles caso! —y continua murmurando—: antes le ponía nombre hasta a las piedras que veía diferentes, pero cuando nacieron los niños tuve que ponerles yo el nombre, mientras él estaba ahí, sentado a los pies de la cama, con la mirada perdida. Ojalá hubiera salido él de mi pecho, sin duda las cosas hubieran sido distintas.

—¡Qué no!
—¡Te digo que sí!
—¡Retíralo!
—¡Quita, me haces daño!
—¡Niños! ¿Se puede saber qué pasa?
—Abel dice que es su favorito.
—¿De quién?
Caín señala a las nubes sin llegar a estirar del todo el dedo ni el brazo.
—Pero cómo va a ser ninguno su favorito, no digáis tonterías. Él nunca sería tan cruel de preferir a uno antes que al otro.
—¡Que sí, que me lo ha dicho!
—¡Que no!
Y Eva entra en casa dejándoles pelear. Solo hay que esperar a que crezcan, entonces se tratarán bien, como buenos hermanos.

viernes, 26 de mayo de 2017

Las plumas por el suelo de la sala

y me daba vergüenza que me vieran las alas.
                                             Gloria Fuertes



La música de ambiente había hecho tan bien su trabajo que ya ni se oía, ahora era algo más, como el suelo brillante o las ventanas tintadas. Los murmullos y las risas eran ahora la verdadera música de ambiente. Yo había llegado invitada, casi arrastrada, sin recordar bien cómo había acabado por encontrarme sentada en aquel sofá, con aquella copa en la mano, entre aquellas personas tan bien vestidas a las que una no puede imaginarse existiendo fuera de un local como ese, con otra ropa y en labores cotidianas. Me molestaba lo de la espalda sentada en aquella postura y no dejaba de moverme de la misma forma que cuando descubres tarde en la ropa una etiqueta que no deja de rozar. Todos vestían tan bien, hasta el camarero parecía vestir mejor que yo, y sin embargo nadie me miraba, ni quien hablaba en cada momento ni el resto; no dejaba de fijarme en sus rostros buscando descubrir aquel que me mirase y cuya mirada fuese subiendo por el pecho, solidificando la sonrisa, hasta el hombro, y entonces un poco más allá. Lo cierto es que no había caído hasta que me senté y me di cuenta por la molestia, sin embargo me habían invitado desde un principio, sabiéndolo porque era evidente, aunque siempre quedaba la posibilidad de que quisiesen el espectáculo, reírse de mí, de hecho la sala y la gente parecían idóneas para ello, ellos y yo, alguien tan diferente que era imposible sentir lástima. Sin embargo nada pasaba, me aventuré a participar en algunas conversaciones, a beber por hacer algo con la copa, y hasta mi anfitrión pareció sonreír como indicando que por eso me había traído, no por lo que se podía ver sino por lo que podía aportar. Pero en un momento dado entraron más personas, entró una mujer morena, una de esas personas cuyas miradas lo abarcan todo enseguida y parecen enmarcar a cada persona en un rectángulo privándola de todo, dejándola indefensa. Estuve segura entonces de que en aquella postura se me veía demasiado, así que empecé a moverme intentando ocultarlo, pero la persona que tenía al lado creyó que me quería levantar y se levantó a su vez dejándome paso. Por un momento todos me miraron, y yo no sabía cómo decir que no, que no quería levantarme, que solo intentaba ocultar aquello que todos veían y sobre lo que seguro hablarían más tarde. Lo más natural me pareció levantarme, seguir la escena, porque no hay nada más difícil que no seguir lo que se espera que hagas dentro de un contexto social, pero una vez de pie me pregunté qué hacer, porque de pronto me sentía desamparada allí, en el pasillo entre las mesas. No podía ir a la barra porque el camarero siempre estaba al alcance de la mano, tampoco podía marcharme sin haber dicho nada antes de levantarme y con la mujer reciente mirando. Solo me quedaba ir al baño, al otro lado de la sala, con la espalda completamente a la vista, enseñándoles a todos las alas. Llegué caminando con pasos cortos, como con miedo a caerme, con la sensación de cuando intentas evitar que suene a goma cada paso de un calzado mojado. En el baño me lavé la cara y me encerré en una cabina, ahí quise gritar y extender las alas, pero no había espacio, me hacía daño que chocasen contra las paredes y se quedasen en ese ángulo artificial, casi roto. Antes de salir pensé que lo mejor sería caminar hasta la mesa, decir sin sentarme que tenía que marcharme y terminar de cruzar la sala, pero antes de terminar de concienciarme, entró alguien y me sentí obligada a salir. Con la luz distinta me pareció que todo el mundo se callaba y me miraba, que sus miradas se repartían en cada ala. La mujer morena sonreía comentando algo en el oído de su acompañante, entonces él me miró y yo caminé apresura, casi corriendo, hasta mi mesa, donde después de sentarme pasé discretamente las manos hasta la espalda y ahí tiré de la punta de las alas hacia abajo, rogando por dentro que dejasen de asomar por encima de los hombros. Tiré de ellas todo lo que pude y al final, para asegurarme de que quedaban bajas, me senté encima. El dolor me humedeció los ojos. La gente bebía y me miraba; hablaba y me miraba; sonreía, me miraba y mantenía la sonrisa como buscándole otras formas. Seguro que la mujer callaba lo que estuviera diciendo para sonreír al ver cómo me levantaba y volvía al baño, esta vez sí con la extrañeza de mi grupo. Allí, delante del espejo, extendí las alas. Eran bien bonitas, lo pensé así, en pasado, mientras el cuchillo hurtado de la mesa, mientras las plumas caían como años. Luego volví a la mesa, mucho más tranquila. Notaba la espalda húmeda, pero por primera vez en mucho tiempo me sentí integrada.

Los desmontables

Cuando se abrían las puertas y volvían a la ciudad los soldados, al niño le gustaba mirar a los mutilados, que con la cabeza gacha iban sentados en los carros, escondidos tras los caballos. El niño siempre veía miembros cercenados, siempre igual, siempre la falta de piernas y brazos. Se ponía de puntillas esperando encontrar algo nuevo; le impresionaba la imagen de un soldado sin cabeza, ya de baja, volviendo a casa una mañana tras comprar el periódico y dar un paseo. Sentado en la mesa, después de rezar y empezando a comer, miraba la silla vacía y se imaginaba una taza levantándose sola y el sonido de ser sorbida: a su padre le estalló una granada.

martes, 2 de mayo de 2017

Quiquiriquí

El día empieza con el gallo atado junto a la cabecera de la cama. Si no quieres que te despierte en cuanto salga el sol, que es a lo que está acostumbrado, debes domarlo mediante vasos de agua la noche anterior. Es recomendable hacer lo de los vasos justo antes de acostarse, porque luego ya será imposible restar un vaso. Mamá te saludará en ruso porque está estudiando ruso, papá sigue en su irrefrenable tarea de buscar tabaco y si es día uno te llamará para decirte que aún no lo ha encontrado. La hermana está o bien en el cuarto con el novio o bien en el cuarto del novio con el novio. La Novia te habrá enviado dibujos de corazones o magdalenas con dibujos de corazones gratinados o, si es vuestro aniversario, habrá alquilado una avioneta y tendrás un corazón en el cielo. Desayuna deprisa, que el día es largo, y déjate la mitad de la comida, que aunque nadie te lo ha encargado estás al cargo de alimentar al amante, que vive desnudo en el armario de la hermana. Si aún hay tiempo (no te fíes nunca de ningún reloj de la casa, siempre es mejor comprobar la hora en internet o en la plaza de Sol) puedes saludar a tus vecinos y cortarles el césped quedándote un poco por los servicios. Si es otoño te recomiendo que te hagas una corona de hojas y si es otoño pero no hay hojas te recomiendo que no salgas de la cama en todo el día y abraces al gallo como si fuese una muñeca hinchable y tú un señor hinchable. Coge el metro en la siguiente parada a la boca de metro más cercana, porque has visto muchas películas y leído un libro y sabes que es probable que te estén esperando ahí si por algún motivo alguien te está esperando para matarte. Si sospechas que alguien puede estar trazando un plan para matarte es recomendable que le llames, os toméis un té y solucionéis las cosas. Si a pesar de la Novia hay una gitana muyguapamuyguapa que te gusta mucho y vende clínex en una esquina, deberías tener una maceta en tu cuarto, junto al gallo, en la que plantes flores blancas o violetas y cada mañana le lleves una, y si algún día no quedan flores en la maceta deberías ir al cementerio, donde la gitana madre de la gitanilla vende flores, y comprarle algunas a los ojitos de tu alma. Como últimamente en el metro hay una persona pidiendo en cada vagón suelo recomendar llevar un instrumento o una pierna rota e ir pidiendo porque un pedigüeño nunca le pide a otro ni hay dos a la vez en el mismo vagón. A estas alturas la Novia te habrá llamado tres veces, si no sabes qué decir dile que la amas, que es tu vida, que te encantaría hacerle el amor y que no hay cobertura en el tun… Luego volverá a llamar y ya le puedes decir que el otro día viste una película de dragones y que te encanta ver edificios arder porque siempre te han parecido estremecedoras las películas de bomberos. Llegados a este punto si trabajas mucha suerte, si vas a clase no vayas a clase, ve a la biblioteca o sala de estudio o similar y ponte con la tarea pendiente, ponte con los resúmenes, los esquemas, los subrayados, los rayados, los aliñados, las especias, la cocción lenta sin dejar de remover, el servido en vajilla buena, las velitas, la Novia diciendo que qué haría sin ti, el cocinero despedido diciendo que qué hace sin ti, tú diciéndote que qué coño estás haciendo y la lectura del libro de Platón, porque da igual lo que estudies, has de leer a Platón y sus movidas, en especial esa de la cuadriga por los cielos. Lo gracioso será que para cuando hayas terminado ya habrán terminado las clases, volverás a tener tarea pendiente y como siempre se te olvida el marcapáginas, mañana tendrás que volver a empezar el libro (buena suerte). Una vez libre has de esquivar a tus amigos para que te echen de menos y les des la posibilidad de tener un calendario en el que tachar los días en los que no te ven. También ahora es bueno que busques a la Novia y os queráis un poco. Cuéntale lo productivo del día y si eres de los que tratan de conquistar a la gitanilla cuéntaselo con pelos y señales alcanzándole un clínex, si se pone a llorar, de los que le has comprado a la gitana esa misma mañana. Cuando vuelvas a casa mamá te saludará en alemán, porque se ha cansado del ruso, y tú le pondrás responder con un corte de mangas o regalándole la flor que has llevado todo el día en el ojal por no habérsela podido dar a la gitana porque ese mismo día ha dado la mala suerte de que la han deportado al país de los gitanos. Como estarás cansado puedes cenar o ir directamente a la habitación de la hermana (cerrando los ojos y diciendo perdón-perdón-perdón si está con el novio) y dar un beso de buenas noches en la frente del amante. Después, en tu cuarto, sería lo suyo que fumases lentamente un cigarrillo, acordándote de los ojos de papá y maldiciendo que todas las fotografías de la casa estén en blanco y negro. Después recuerda darle cuerda al gallo y a dormir.

El lobo

Y con éste termina la colección de "los cuatro cuentos que te cuento".


Supe de un perro llamado Aquiles que le desgarró la garganta a otro llamado Héctor, y de uno llamado Weasley que se peleó con uno llamado Draco. Y es que los perros parten de la imaginación del hombre.
Por una razón desconocida, en la feria ganadera de Copablanda, el hijo de un pastor, que debía traer un perro para pastorear a las ovejas, compró un lobo. Era aún un cachorro y sus dueños no sabían qué metían en casa, aunque el gato doméstico sí pareció darse cuenta con su repentina desaparición. Al poco tiempo, ese mismo hijo se trasladó a la ciudad para continuar sus estudios, y como el lobo no parecía llevarse bien con la granja, le dejaron llevarlo con él. Allí, en la ciudad, el lobo se hizo hombre, digo perro, digo adulto, y sus increíbles estallidos de violencia fueron aplacados con golpes en el hocico, venidos de la enseñanza de los perros. El lobo se sentía ciertamente fuera de lugar. Era curioso ver a los demás canes cuando el hijo del pastor le sacaba a pasear, grande y de pasos lentos, perros y mendigos parecían ofrecerle pleitesía. Por las noches, el incondicional coro de ladridos era acallado por un único aullido, venido, sin duda, de la televisión. Sin embargo no atacaba, miraba como si lo fuese a hacer en cualquier momento, pero no atacaba. Si le pedías la patita cobraba mayor seriedad si cabe y la patita acababas por dársela tú.
El hijo del pastor volvió a casa para enterrar sus estudios y los pájaros echaron a volar cuando el animal descendió del coche. El pastor, que se había tornado duro con el hijo y su mascota, puso al lobo a pastorear a las ovejas. Desaparecieron los zorros, pero las ovejas siguieron muriendo por motivos inexplicables. Recordando las aceras, en una ocasión, el hijo del pastor salió a pasear al bosque cercano, llevándose a su compañero con él, a pesar de las advertencias del padre de que aquella era época de lobos. Y efectivamente, al llegar a la cumbre perlada, les rodearon los gruñidos. Cinco bocas enseñaron los dientes y, sobre el peñón, el lobo blanco se irguió aullando. El chico empezó a temblar, y el lobo hizo lo único que podía hacer, empezó a ladrar.

sábado, 29 de abril de 2017

Algo sobre alguien

Algo pasaba con la habitación 33, cuando llevaron allí a un paciente con neumonía se encontraron con las dos camas ocupadas cuando en las hojas de la enfermera jefe solo figuraba el hombre de las quemaduras de segundo grado. De la señora de al lado, que presentaba numerosas heridas y huesos rotos, no había constancia. La enfermera que habló con ella dictaminó que su ingreso en el hospital sí debía haber sido registrado pero que se habrían extraviado los documentos, así que allí mismo volvió a tomar nota de sus datos en unos papeles que también terminarían por perderse. El hombre de las quemaduras, al que le habían inmovilizado el cuello y no alcanzaba a ver la televisión, entabló entonces conversación con ella. Al parecer, le contó, ella se encontraba cruzando un paso de peatones, de día y con buena visibilidad, cuando un vehículo la arrolló entre lágrimas y lamentos del conductor que juró no haberla visto. Después pasó a contarle su historia, y mientras lo hacía, los enfermeros que traían la comida solían traer el menú de él pero tarde recordaban haber vuelto a olvidar el de ella. Ella estudiaba en la universidad, iba a curso por año y su vida había sido siempre exageradamente simple. Hija única, pasó mucho tiempo en casa sola cuidando de sus muñecas, de un perro al que no lograba despertar y de una televisión cuyo mando en sus manos parecía no tener nunca pilas. Su único deporte fue el ajedrez, donde el rival perdía siempre al acabársele el tiempo mientras esperaba distraído que ella realizase un movimiento que ya había hecho. En la universidad tuvieron que aprobarla a la fuerza en más de una ocasión por haber perdido su examen, y en clase, a pesar de vestir siempre colores muy vivos, compañeros y profesores se sorprendían siempre creyéndola nueva. Esta historia fue la que le contó al hombre de las quemaduras, que la escuchó sin distraerse, que se recuperó antes que ella y que nada más salir del hospital un pitido náutico de un autobús interurbano le hizo olvidarlo todo, porque menudos son esos ruidos.

Así de pronto

Así de pronto aparece y todo parece difuminarse un poco. Lo suelo prever, verlo venir, porque una angustia me toma el pecho. Luego las cosas tiemblan, se difuminan y aparece. Yo miro a la gente, a sus ojos desviados que no quieren girarse para ver su muerte inminente. Entonces trago saliva, saco el arma, me levanto y ataco. Siempre gano por la costumbre, porque la criatura parece indecisa mientras nos mira a todos nada más aparecer. Luego, manchado de sangre, aprieto los ojos, porque el cuerpo, el arma y la sangre desaparecen y mis compañeros solo ven a alguien que acaba de levantarse y moverse por el aire como un loco. Cada vez que todo vuelve a temblar, a difuminarse, yo les miro, esperando a que por una vez giren la cabeza y vean aquello antes de que yo salte a matarlo y luego se asombren y me pidan perdón, que por una vez abran la boca sin enseñarme los dientes. Entonces espero hasta el último momento, hasta que corren peligro, y ahí ya no puedo evitar sacar el arma y atacar.
Fue cosa mía pensar que igual las risas tenían razón, que estaba loco. Así todo se volvió difuso y yo apreté las manos. La criatura fijó su mirada en cada uno y se movió. Yo permanecí quieto, pensando que aquello no era verdad, que pronto desaparecería y que nadie me volvería a mirar. Pero la sangre saltó, entonces hubo gritos y yo permanecí muy quieto en mitad de aquello, pensando que ojalá esta sangre también desapareciese.

Whistdance

El estilo musical whistdance recuerda a muchos al jazz por aquello de nacer en las calles y trepar por los muros. Su origen, sin embargo, es mejor; no hay de por medio cuestiones raciales o políticas, es más, la persona del punto de mira fue un muchacho blanco de estudios medios. Resulta que en Holanda, más concretamente en Ámsterdam, se decretó que sería sancionado con multa el acoso callejero, esto es, los piropos y expresiones no deseados destinados a mujeres. El chico en cuestión vio venir a una mujer desde el otro lado del canal, y esperó a que cruzara para lanzarle un profundo silbido. Pero antes de que éste decayera, advirtió de la presencia de dos policías que desde ese mismo lado del canal supervisaban el reflote de un coche que había caído al agua. Su mirada derivó entonces al cielo y cambió la nota mientras empezaba a dar palmas moviendo los pies al ritmo, con tan buena suerte que una pareja de turistas se detuvo para mirarle y hasta la chica de antes se giró para ver qué era aquello que sonaba bien y parecía querer levantarle la falda. Pero uno de los policías comenzó a caminar hacia él, era padre de dos niñas y quería hacer todo lo posible por adecentarles el mundo mientras estuviera de servicio. Entonces ocurrió el milagro, el chico ya se ahogaba en su silbido cuando un músico callejero, violinista, negro, magnífico, se le sumó con una nota leve que le permitió coger aire y continuó junto a él sin dejar que su acompañamiento cubriese la melodía. Unos cuantos curiosos adictos a las redes sociales se fueron congregando junto al muchacho y junto al violinista, que tocaba desde el otro lado de la calle, como respondiendo a preguntas hechas por pájaros. Lo más curioso es que esta música nunca le llegó a gustar a la chica de la falda, ella la sentía como una esponja húmeda que le restregasen contra el cuello.

viernes, 21 de abril de 2017

Benicàssim

Yo había temido el viaje en autobús, los silencios incómodos provocados por estar tanto tiempo obligados a estar juntos. Sin embargo ella se sentó junto a la ventana, giró el rostro y estuvo dormida la mayor parte del camino. Yo abrí un libro, no me gustaba y lo leía distraído. Las imágenes que iba leyendo iniciaban nuevas historias en mi cabeza, y cuando volvía al libro resultaba que había pasado varias hojas leyendo sin leer. Me gustaba el color de las hojas, eso sí. En algún momento ella me miró y yo dejé de leer sin dejar de mirar el libro, esperando que me hablase, pero solo se puso a escuchar música y acabamos llegando a nuestro destino.
No había demasiada humedad, pero la sal se dejaba oler. Para tan pocos días no llevábamos más equipaje que un par de mochilas. Yo la guié hasta la casa, que se encontraba cerca y desde donde se veía la playa. Ahí sonrió por primera vez: el amplio salón con cristales por paredes, las dos terrazas, las camas en que dejarse caer. Salió a la terraza y se apoyó en la barandilla, mirando al mar, a los barcos detenidos en un punto en el que no se diferenciaban el cielo y el mar, dándoles una imagen de figuras irreales colocadas sobre la nada. No hacía demasiado calor, me disculpé por ello y ella me reprochó que no me disculpase por aquellas cosas.
Después de que saliese del baño le propuse ir a comprar. La tienda más cercana era pequeña y más cara, pero los supermercados estaban demasiado lejos como para volver andando cargados con las bolsas. Le pregunté qué desayunaba, compré los ingredientes de los platos que pensaba preparar y me hice también con mucha fruta. El pan lo compramos en una panadería en donde el dueño me conocía y me preguntó si éramos novios, yo me puse rojo diciendo que no y ella le dedicó una sonrisa ejemplar. Una vez en casa ya le pregunté qué habitación quería. Había dos con camas de matrimonio y una con dos camas individuales. Ella me dijo que le daba igual, que eligiera yo, pero sin duda una de las habitaciones de cama grande era mejor con diferencia porque era la única desde donde se veía el mar, así que así se lo indiqué, respondiéndome entonces que me quedase yo con ella. Al final le propuse, en una especie de tono de broma, dormir los dos en aquella cama, y ella me dijo que sí. Después preparamos un almuerzo rápido consistente en una ensalada de brotes tiernos con trozos de tomate y una lasaña ya hecha que solo había que calentar. Comimos en la terraza en la que daba el sol. Hablábamos poco porque teníamos mucha hambre y no dejábamos de masticar, pero luego se me ocurrió servir vino y así ya fuimos tragando mejor la comida y empezamos a hablar. Se me había olvidado preguntarle qué le había dicho a su madre, así que me contó la historia del grupo de amigas —muchas más chicas que chicos— con las que había ido a casa de una de ellas. Entonces yo me llamaba Inés y tenía un año menos, le pedí que me enseñase una foto de quién iba a ser aquellos días y me decepcioné con el resultado. Cuando ella me preguntó qué había dicho yo en casa, dije la verdad: mamá, me voy a la playa con una amiga. Después le conté como si fuera una historia la escena de la obra de teatro que acababa de leer hacía unos días y a ella le asaltó la risa, haciéndome sentir realmente bien al imaginar la risa como una cascada dorada que caía por la terraza hasta el jardín, llenando la piscina ahora vacía y dando envidia o pequeña felicidad a quienes la escuchasen. Después de comer me dijo que quería echarse media hora, le contesté que me parecía perfecto que se molestase en catarme la cama, y en cuanto oí cerrarse la puerta saqué los platos del lavavajillas y los lavé a mano. Al levantarse me encontró leyendo en la terraza, pero acababa de coger el libro, antes había estado fotografiando los barcos y a los niños que se veía jugar en la playa de piedras. Ella traía el mismo rostro de cansada. Le acaricié la mejilla y no se inmutó, yo me sentí bien. Decidimos dar un paseo; «por la derecha —le dije— llegas a la ciudad; por la izquierda, al pueblo; y en línea recta te conviertes en Alfonsina». Como a la noche íbamos a ir al pueblo, decidimos caminar por el paseo marítimo en dirección a la ciudad, que a nuestro ritmo no íbamos a alcanzar. Yo le estuve contando de cuando una pareja de halcones anidó en lo alto de uno de los tres edificios de la urbanización, tuvieron crías y diezmaron la población de palomas. También le conté el episodio, que me habían contado a su vez, de cuando una noche de tormenta el viento sopló tan fuerte que la mesa de la terraza se elevó de forma completamente vertical, como si mediase la magia, y fue lanzada con fuerza contra el árbol de delante de la casa —ahora parcialmente talado para no estropear las vistas— haciéndose pedazos. Ni que decir tiene que la nueva mesa era de plástico.
A la vuelta del paseo reservamos la comida del día siguiente en un sitio de paellas, ya anunciado antes del viaje, donde no tenían estrellas Michelin pero ni le importaba a los del lugar ni a los comensales que siempre desbordaban las mesas. Cenamos en el Botamara solo porque era la primera vez que no presencié cola en la puerta, y como era tan caro y había mediado mi cabezonería, ella me dejó invitar. A la noche fuimos caminando hasta el pueblo porque era el día de los tambores. Nos reímos a gusto bebiendo cerveza cuando el pregón empezó a anunciar todas las asociaciones culturales “de tambores y bombos” que habían acudido de toda España para poder tocar por primera vez sin demandas de ruido de por medio o sin tener que salirse de sus localidades para poder practicar su arte. Luego tocaron y pensé que había dejado de ser niño cuando vi a estos tapándose las orejas con las manos mientras que a mí solo me sangraba el oído derecho. A ella le impactó mucho, le pareció algo curioso pero no supo decirme si le había gustado o no. A la vuelta, caminando y tras otras pocas cervezas, le conté aquella ocasión en la que me encontraba solo de noche en el balcón y empezó una tormenta sin lluvia, solo de rayos y truenos: «Los rayos se quedaban un rato dibujados, como para que apreciases sus detalles que los hacían parecer raíces o ramas de un árbol, pero aun siendo tan bonitos lo impresionante eran los truenos, que sonaban largos y devastadores, como si en cualquier momento se fuera a resquebrajar el cielo.»
En casa no tardamos en ir a dormir, ya fuera por el alcohol o por ese sueño perenne que se tiene los primero días que dejas de estar a mil metros sobre el nivel del mar. A raíz de esto le cité un párrafo de la misma obra de teatro del mediodía, contándole de paso detalles de la representación, pero estos ya no le interesaron tanto. “Lástima, porque el tren es el único modo humano de viajar. El avión se parece a un milagro, pero va tan rápido que una llega con el cuerpo solo, y anda dos o tres días como una sonámbula, hasta que llega el alma atrasada.”
No se echó atrás y dormimos en la misma cama. Pero solo dormimos. Yo estuve pendiente de si la casualidad le hacía rodar hasta mí o si notaba su aliento cercano, pero creo que ella pensaba solo en dormir y durmió. Después me asaltó el miedo de que después de tantos años me volviese a salir el ronquido nocturno y la idea me tuvo en vela hasta las tres de la mañana. Esa noche soñé que en vez de grúas, el puerto y los barcos de la bahía tenían elefantes gigantes que levantaban las mercancías con sus trompas.
Al día siguiente no oí la alarma que me había puesto, pero me desperté cuando ella se levantó para ir al baño. Corrí entonces a preparar el desayuno que había pensado, pero ella se presentó en la cocina antes de que hubiera terminado y no pude evitar que me ayudase: café, zumo, fruta, tostadas, galletas y un maravilloso tomate para untar en el pan, todo presentado de una forma pretenciosa pero tierna.
Esa mañana fuimos a la playa. El sol había mejorado y quemaba dulcemente. No sé si ella se echó crema, yo desde luego no lo hice. Como la playa de arena estaba llena de gente decidimos ir a la de piedras —piedras pequeñas, como tú—, así que bajé dos sillas de plástico plegables. Una vez instalados ella se quitó la camiseta y los pantalones cortos. No la recordaba, no la recordaba de aquella forma y simulé que mi repentina excitación se debía al grupo de tres chicas que tomaban el sol habiéndose quitado la parte de arriba de sus bañadores. Ella me hizo un comentario malicioso y yo le dije, probándola, que es que la playa me mantenía el libido en auge, pero no mordió el anzuelo. Entonces, aunque el agua estaba fría, me interné hasta la cintura e imaginé a una persona tumbada bocarriba en una cama y a otra encima, tal vez haciendo un masaje. No sé si llegó la niebla o es que el agua a mi alrededor empezaba a evaporarse.
La paella nos gustó, estaba realmente buena y me animé a empezar con aquello de las propinas. Había ruidos y manteles de papel predispuestos a mancharse, pero estuvimos hablando, ella empezó a contarme cosas y yo supe cuándo callar. Fue una de esas cosas buenas que llegado el momento se recuerdan y le calman a uno.
Por la tarde ella quiso comprar un cuaderno. Encontramos una librería-papelería que si no había cerrado era porque el dueño mantenía un encendido debate desde hacía dos horas con un vecino suyo y contrincante de toda la vida. Mientras ella estaba dentro yo compré dos pulseras, me puse una y guardé la otra. Cuando ella salió no me enseñó el cuaderno que ya había guardado y yo oculté mi pulsera nueva estirando la manga. En casa fue ella la quien ocupó la terraza mientras yo consultaba los libros de la estantería del salón. Encontré uno que no conocía y que tenía muy buena pinta, lo empecé a ojear ahí sentado y me dije que era una pena que no fuera a tener tiempo de leerlo. Llegó la noche y los barcos anclados en el horizonte encendieron sus luces. Me parecieron detalles preciosos y estuve un buen tiempo haciéndoles fotografías de las que más tarde podría comprobar que estaban movidas sin que se salvase ninguna. Ella seguía escribiendo. Yo sabía que no le gustaba el pescado, pero venía preparado: hice filetes de atún a la plancha con ajos fritos y aceite. Recordaba a mi madre diciendo que en cuanto freías ajos parecía que ya habías cocinado un gran plato y me alegré del momento en que había decidido atender en la cocina. Efectivamente le gustaron. Cenamos a oscuras, sin vernos pero adivinándonos. Esa noche salimos a los bares de hogueras y estuvimos bebiendo cócteles de esos que se reservan para el verano. Llegamos a casa algo borrachos y le pregunté de nuevo si podía dormir con ella. Me respondió que claro, como la noche anterior, y yo reiteré que si ella quería yo me iba a otro cuarto. Lo que esperaba es que me detuviese con ese tono de quien ve amenazado un plan que ha estado tejiendo con cuidado, pero me respondió indiferente, que no enfadada, que hiciera lo que quisiera. Así que me fui a una de las camas pequeñas —diminuta, enana, hecha para niños que sufriesen la polio— y la rabia no me dejó dormir en toda la noche. En un momento me levanté, se oían cercanos el ruido y la música del festival que se celebraba aquellos días, y vi la mochila de ella. Me acerqué y saqué el cuaderno; había escrito muchísimo, pasaba las hojas deprisa pensando que aquel cuaderno debía ser uno anterior, y sin embargo, la primera hoja… Pero no lo leí. Ella no lo hubiese sabido pero guardé el cuaderno donde estaba. Podía arrepentirme en un futuro, pero una especie sensación de estar obrando bien me llevó a la cama y me dejó dormir las horas que quedaban. Soñé que se podía caminar y respirar debajo del agua verde, que solo nuestra estupidez de no haberlo intentado era lo que nos lo impedía.
A la mañana siguiente me desperté descansado. Por alguna extraña razón los baños de aquella casa me recordaban a cuando era niño y jugaba a tinieblas con mis amigos. En el desayuno le conté historias graciosas del juego de tinieblas y cómo todas las madres —los padres, en secreto, nos miraban con envidia— corrían a impedirnos jugar por temor a que pasaran cosas que nunca llegaron a pasar. Pero ella estaba rara, como distante. Después de limpiarme los labios con la servilleta en ese gesto que da fin a la comida, me preguntó si había leído su cuaderno. Yo le dije que no, aunque después tuve que matizar que lo había cogido pero no lo había leído, que solo quise ver la portada, bueno, que lo ojeé sin leer, que le prometía que pese a todo no había leído nada. No sé cómo había podido suponer que ella no lo sabría, que lo sabría todo y que si no siempre podría utilizar la invención justificada para edificar puentes que la alejasen de mí. Me dijo que quería dar una vuelta, sola.
Entre aburrido y agitado recordé el libro que me había llamado la atención el día anterior. Salí a la terraza y me desnudé casi entero, sintiéndome crecer bajo el sol y sin importarme que los vecinos me mirasen. Leí hasta que sonó la puerta cerrarse. Me di cuenta de que no le había dado un ejemplar de las llaves, de que debía haberlas cogido ella de cualquier parte, y esa libertad en casa doblemente ajena —de ella hacia mí y de mí hacia el dueño— me molestó de una forma extraña. Bajamos a comer a un sitio sin importancia y después fuimos a una playa que muy atentamente se tornó nublada y fría, para disgusto de dos niños de bañadores de colores, armados con pala y cubo y cubiertos por inmensos sombreros de pescador.
En llegando ya la noche, con un crepúsculo precioso en el que el sol se ocultaba por las montañas y no por el mar, no nos quedó más que encender la televisión, ¡la televisión!, sin duda el signo determinante de la muerte de un viaje que terminaría mañana. Una vez ya me había acostado, se abrió la puerta de mi cuarto y la oí entrar. Me quedé muy quieto, tan rígido que pensé que tendría que haberse notado. Ella me besó en la frente y me susurró que iba a salir a dar una vuelta, que tenía una amiga que se encontraba cerca. Y se fue, sin más. No me quedó más remedio que levantarme, acostarme, leer, ver la televisión, volver a acostarme. Me sentía tan mal, oh, pero tan mal. Y entonces me la empecé a imaginar con su amiga y los amigos de ésta, porque sin duda tendría, gentes del festival pasándoselo en grande en una noche fantástica.
Para cuando me levanté ella ya había regresado y su puerta estaba cerrada. Se me ocurrió si despertarla, se me ocurrieron muchas cosas, pero no hice ninguna. Me dediqué a limpiar la casa, terminando enseguida y deseando más polvo por primera vez en mi vida. Solo la desperté cuando ya era hora de marcharse, llamé suave con los nudillos y al abrir la puerta me la encontré vestida, sentada en la cama, mirándose los pies.
En el último vistazo a la casa vi el libro que había estado leyendo apoyado en el filo de una mesa, lo cogí y lo metí en mi mochila. Ya en el autobús nos dormimos los dos y nos las apañamos para mirar a todas partes sin tener que mirarnos. Tenía la sensación de que podía haber pasado algo que había estado muy lejos, esa sensación recurrente de que te vas de un sitio y te dejas algo.

martes, 18 de abril de 2017

Señorito dios

Estaba tumbado, y la pierna que colgaba se mecía despacio. Mirando al techo pensaba qué secreto estaría bien revelar a continuación. Estaría bien algo que les hiciera avanzar, pero no uno de esos que les hacen coger carrerilla y acabar pensando que dios no existe. Entonces entró Hermes.
—Señor, ¿le pillo ocupado?
—¿Sabes cuántas estrellas hay?
—Tantas como lunares tenía Penélope.
—Eso es, tantas como lunares tenía Penélope.
La pierna seguía meciéndose, las manos tras la nuca. Hermes carraspeó.
—Ah, sí. ¿Qué querías?
—Dicen de marketing que estarían bien algunas resurrecciones —consultó sus papeles—, cinco para ser exactos.
—Bien, bien. Entonces habré de levantarme —y se levantó—. Vamos a la sala de juntas.
Cuando llegaron a ésta, Hermes encendió el Disco. En él se mostraron de pronto mares y continentes que al ir girando una rueda se redujeron a ríos y montañas, y más tarde a prados, casas y gallinas.
—Ajá, el primer muerto. ¿Qué le ha pasado a ese?
Hermes consultó sus papeles.
—Parece que le han disparado.
—¿Esos cinco tipos de alrededor?
—Eso parece.
—¡Menudo abuso!
 —Si me deja, señor, tengo un recién nacido al que llevan a enterrar, que en caso de revivir creo que podría hacernos quedar muy bien en las encuestas de mayo…
—¡Tarde! Mira cómo se levanta, ¡cómo se mira! Ya verás la cara de los otros tipos cuando vuelva para vengarse. A ver, ¿qué me decías de un entierro?

—Señor.
—¿Sabes…?
—Penélope.
—¿Y…?
—Tu padre.
—¡Te las sabes todas!
—Señor, tengo nuevas de… del tipo ese.
—¿De Agustín?
—Sí.
—¡Ja! Me encanta, reconoce que es mi mejor apuesta desde hace por lo menos mil años.
—Le han vuelto a matar.
—¿Dónde esta vez?
—Sigue en la guerra.
—No me gusta que esté ahí, le matan demasiado rápido. ¿Cuántas veces van ya?
—¿En la guerra o en general?
—En la guerra.
—Cinco.
—¿Y en general?
—Pues… —Hermes consultó sus papeles y fue leyendo—. Le mató la mujer del bandido después de vengarse, su caballo le tiró por una cuesta, su caballo le lanzó a un río, su caballo saltó por un barranco con él encima, le mató para robarle un joven al que había salvado de ser robado, se le disparó el arma mientras la limpiaba, le mató el bandido después de que usted le reviviera, le mató de nuevo la mujer del bandido después de que Agustín matara a éste, se suicidó intentando descifrar el secreto de su inmortalidad… seis veces…
—Bueno, bueno, detente. Dime, ¿cuántas veces ha muerto por una causa noble?
—¿Noble-noble o esperando algo a cambio?
—Lo primero.
—Dieciséis.
—Tráemelo.

—Señor, le repito que no me parece buena idea.
—¿El qué?
—Lo de Agustín.
—¡Ahivá! Perdona, que estaba a otras cosas. No veas los piratas malayos cómo las lían, no vuelvo a jugar con su mitología. Dime, qué pasa.
—Está aquí Agustín, el pistolero.
—Bien.
—Quien usted va a mandar a ver a su padre.
—Sí.
—Para averiguar dónde está Penélope.
—Exactamente.
—Su padre es dios.
—Lo sé.
—Agustín es un humano.
—¡Pero inmortal!
—Porque usted lo permite, pero su padre se lo puede quitar.
—Ahí entra lo otro. Yo no quiero a Agustín por su puntería… que, por cierto, ¿cómo es?
—Acierta un dos por ciento de las veces.
—Bueno, que no le quiero por eso, que lo que me interesa es quién es. ¿Qué tenían en común todos los profetas de mi padre?
—¿La abstinencia?
—¡La bondad! Todos eran buena gente, o por lo menos mal afortunados, ¡y nuestro hombre es ambas cosas! Mi padre se pirra por la gente buena, es su dos por ciento de aciertos.

—¿Y bien? ¿Qué te dijo? ¡Cuenta!
—Me dijo que la mandó a las estrellas.
—¡Mentira! Las estrellas las sembré yo en su honor.
—…Me dijo que la mandó a visitarlas embarcada en un cometa. Que las viese una por una, para no olvidarte, pero de forma que no volvieses a desatender tus tareas. Me dijo que tardará mucho en volver, pero que cuando el tiempo acabe y el cosmos estalle, podréis volver a estar juntos.