Él se
acerca gateando sobre las sábanas, ella durante un momento se siente un
acantilado donde van a morir las olas, luego lo piensa, qué tontería, y se deja
abrazar desde atrás, aunque aún sigue muy quieta.
—El
sábado es el gran día —le susurra a través del pelo.
—Sí,
mi amor —ella coge una mano y la lleva desde su cintura hasta los labios.
Ese
día pasa despacio y después muy rápido. Ella se las ingenia para salir sin
decir nada especial, él está muy contento porque al fin sale todo bien. Va a la
cocina con la intención de preparar un plato sofisticado pero lo deja a medias
cuando recuerda que aún tiene que llamar a la floristería y al hotel donde se
alojará la tía. Luego las llamadas se hacen más, y a amigos y familiares les
dice lo mismo, con la felicidad del discurso bien montado, que todo ya está
casi, que a ella se la ve encantada pero muy nerviosa, te dejo que se me quema
algo. Pero no se le puede quemar nada porque el fuego no está encendido, el
aceite no ha tomado su espacio, no se diluye por la superficie negra con la
rapidez de los pasos de ella que busca pisar las hojas más secas porque siempre
se dijo que nunca se casaría en verano. Los árboles no son uniformes en esa
época, andan pintados de los colores que la gente no viste. Los pasos siempre
le llevan al parque y de ahí a una fuente, a una estatua y a un hombre que hace
de estatua, este segundo lo hace tan bien que ella siempre le acaba dando el dinero a la
figura oxidada y su caballo. A veces sale del parque para incursiones
nocturnas, pero le gustaría saber de una vez por qué le agobian los espacios abiertos
si están vacíos, ella disfruta de las aglomeraciones en las que uno no puede
moverse apenas, en las que el sudor, el tacto y los olores contribuyen a crear
algo un poco superior. Su rayuela es muy larga y va pisando las hojas dando
saltos, hay hojas secas muy nutridas que estallan con menos sonido del que
merecerían, ella las va pisando sabiendo que se van a acabar y que por tanto es
mejor verlas morir cuando antes. Cuando se quiere dar cuenta ha salido del
parque, al cielo lo cruza la línea del metal de la puerta, puede volver… o
volver, allí no hay nada, es una zona que desconoce y no le gusta, sin duda lo
único que puede hacer es volver, y por eso no lo hace, esto será su particular
despedida de soltera. Las calles no son bonitas ni la gente parece amable, los
quioscos están cerrados. Las palomas llevan parches en el ojo y esclavizan a
pájaros más pequeños, y sin embargo hay una tienda de instrumentos de la que no
sale música y ella ya lo sabía, se da cuenta, conoce esa tienda y que dentro
hay un hombre que escribe historias en cuadernos de pentagramas, y si ella no
sabe por qué lo sabe es porque no quiere pensarlo, porque igual no es el
acantilado de las olas, igual es alguien asomada a éste. Desde donde está no
puede ver siquiera a través del escaparate, y la decisión de acercarse
desaparece mientras deshace el camino lo más deprisa que puede pero sin entrar en
temas mayores. Tardaría menos sin pasar por el parque, menos aún cogiendo un
autobús, pero quiere volver a cruzar la verja para que esas calles y esa tienda
se conviertan en una pecera que se encuentra en lo profundo del parque, algo
bien determinado para no volver a tocarlo.
En
casa hay pescado y a ella se le olvida protestar, tampoco come, y él disfruta
de sus nervios, piensa que es una pena que ya no se haga aquello de cortar la
tarta con una espada, se pregunta si no estarán a tiempo de contratarlo. Esa
noche él cede en cuanto a su determinación de no tener sexo la semana antes de
la boda, lo hacen en la postura de la mañana, él abrazándola por detrás, ella
sintiendo las olas que la embisten. Al día siguiente tiene muy claro lo que
tiene que hacer, está casi contenta, se despide con un beso. Corre por el
parque para llegar enseguida a su otro parque, cerrar esa puerta será cerrar la
verja. Las calles siguen grises y los barrenderos parecen no haberse movido desde
el día anterior. Se imagina entrando en la tienda, él levantando la vista, y
entonces… mejor ni siquiera pensarlo, que surja, ella entrando en la tienda, él
levantando la vista. Cuando llega, respira y entra, hay otros clientes y él
está ocupado y ni siquiera es él. Le dan ganas de gritar, después se traga sus
palabras y entonces le dan ganas de romper cosas. Se siente increíblemente sola
entre violines, teclados y atriles. Pasea pensando qué pensaría la gente al ver
a una mujer joven llorando en una mierda de tienda de música. Entonces los
otros clientes se van sin comprar nada, el dependiente se da la vuelta para
atenderla y de pronto sí era él y ella no entiende cómo pudo estar tan segura
de que no lo era viéndole de espaldas. Había querido entrar con decisión, una
determinación silenciosa y asentada, y de alguna forma darle a entender que
aquello, algo, lo que fuera, había terminado, incluso había pensado hacerlo sin
darle opción a hablar, pero ahora de pronto están así, tan cerca, y ella sin
estar en una elevación de terreno y además con los ojos casi llorando. Se
pregunta si él no la reconocerá, y se promete que si es así lo compensará no
tocando un instrumento en su vida, pero él sonríe. Él sonríe y dice:
—Hola.
Y
ella piensa muchas cosas muy deprisa y con una voz que desde luego no es la
suya dice:
—Hola.
Y
entonces tiene ganas de decirle que se va a casar el sábado, que él tendría que
estar muy orgulloso de ella, que no le está invitando, que solo quería
decírselo, que no es una traición porque no hay nada que traicionar, que me
parece ridículo que trabajes aquí y te tengas que poner un mono negro con
corcheas pintadas en blanco cuando yo te imaginaba haciendo muchas cosas mucho
más grandes y que si desde que dejamos de vernos no has hecho nada con tu vida
no puedo dejar de pensar que yo tengo la culpa y eso me hace sentir mal ¿sabes? Me hace sentir horriblemente mal y ahora me ahogo y no quiero porque es
desagradable y ya no me gusta llorar, yo solo quiero ser feliz y si te quedaste
colgado de una rama yo no tengo más alternativa que sacudir el árbol hasta que
te caigas, más y más fuerte, porque haz tu vida, haz tu vida a tu manera y sé
feliz pero no me lo hagas saber porque yo también quiero ser feliz y creo que
para ser feliz necesito que no existas en mi vida y cuando te pueda olvidar
será como despertar de un sueño y volveré a reconocer las cosas, los objetos,
las caras y si no no sé qué haré porque no me gusta pensar en estas cosas y en
general no me gusta pensar en nada y el sábado me caso y tampoco quiero pensar
en eso.
Pero
no dice nada.
Solo
hablan de cómo han sido las cosas en los últimos años, de cómo él ahora es el
encargado de la tienda, de que su grupo ahora da algunos conciertos, de cómo
ella no ha hecho nada relevante como para mostrar en una conversación así. De
la boda no habla, siente que hablar de terceras personas sería un insulto, y
sin embargo cuando sale y vuelve despacio hacia el parque repasando la
conversación una y otra vez, tiene la seguridad de que él lo sabe, sabe que se
va a casar, lo sabe y eso le da pavor y a la vez le calienta el pecho.
Él
comenta que hubiera sido divertido que no vivieran juntos ya desde antes, que
le gusta la imagen de estrenar la casa nueva con el novio llevando a la novia en brazos. Ella asiente y sonríe mientras él le ata algo del vestido a la
espalda. El novio no debe ver a la novia antes de la boda, le susurra al espejo
antes de que ambos se suban al coche y ella de blanco y él de negro lleguen a
la iglesia donde les han reservado un sitio para aparcar. Ya dentro, con todos
sentados, ellos dos delante y flores por todas partes, en el momento de hable
ahora o calle para siempre, que él determinó que se diría sí o sí, ella mira
hacia la puerta del fondo deseando el terror de ver cómo se abre. El cura
continúa y ella se pregunta si no suena en el ambiente el sonido de una flauta
dulce. Le mira a él que la mira con el anillo en la mano. Sí, están sonando
flautas.
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