martes, 3 de octubre de 2017

Los ojos antes de la boda

Él se acerca gateando sobre las sábanas, ella durante un momento se siente un acantilado donde van a morir las olas, luego lo piensa, qué tontería, y se deja abrazar desde atrás, aunque aún sigue muy quieta.
—El sábado es el gran día —le susurra a través del pelo.
—Sí, mi amor —ella coge una mano y la lleva desde su cintura hasta los labios.
Ese día pasa despacio y después muy rápido. Ella se las ingenia para salir sin decir nada especial, él está muy contento porque al fin sale todo bien. Va a la cocina con la intención de preparar un plato sofisticado pero lo deja a medias cuando recuerda que aún tiene que llamar a la floristería y al hotel donde se alojará la tía. Luego las llamadas se hacen más, y a amigos y familiares les dice lo mismo, con la felicidad del discurso bien montado, que todo ya está casi, que a ella se la ve encantada pero muy nerviosa, te dejo que se me quema algo. Pero no se le puede quemar nada porque el fuego no está encendido, el aceite no ha tomado su espacio, no se diluye por la superficie negra con la rapidez de los pasos de ella que busca pisar las hojas más secas porque siempre se dijo que nunca se casaría en verano. Los árboles no son uniformes en esa época, andan pintados de los colores que la gente no viste. Los pasos siempre le llevan al parque y de ahí a una fuente, a una estatua y a un hombre que hace de estatua, este segundo lo hace tan bien que ella siempre le acaba dando el dinero a la figura oxidada y su caballo. A veces sale del parque para incursiones nocturnas, pero le gustaría saber de una vez por qué le agobian los espacios abiertos si están vacíos, ella disfruta de las aglomeraciones en las que uno no puede moverse apenas, en las que el sudor, el tacto y los olores contribuyen a crear algo un poco superior. Su rayuela es muy larga y va pisando las hojas dando saltos, hay hojas secas muy nutridas que estallan con menos sonido del que merecerían, ella las va pisando sabiendo que se van a acabar y que por tanto es mejor verlas morir cuando antes. Cuando se quiere dar cuenta ha salido del parque, al cielo lo cruza la línea del metal de la puerta, puede volver… o volver, allí no hay nada, es una zona que desconoce y no le gusta, sin duda lo único que puede hacer es volver, y por eso no lo hace, esto será su particular despedida de soltera. Las calles no son bonitas ni la gente parece amable, los quioscos están cerrados. Las palomas llevan parches en el ojo y esclavizan a pájaros más pequeños, y sin embargo hay una tienda de instrumentos de la que no sale música y ella ya lo sabía, se da cuenta, conoce esa tienda y que dentro hay un hombre que escribe historias en cuadernos de pentagramas, y si ella no sabe por qué lo sabe es porque no quiere pensarlo, porque igual no es el acantilado de las olas, igual es alguien asomada a éste. Desde donde está no puede ver siquiera a través del escaparate, y la decisión de acercarse desaparece mientras deshace el camino lo más deprisa que puede pero sin entrar en temas mayores. Tardaría menos sin pasar por el parque, menos aún cogiendo un autobús, pero quiere volver a cruzar la verja para que esas calles y esa tienda se conviertan en una pecera que se encuentra en lo profundo del parque, algo bien determinado para no volver a tocarlo.
En casa hay pescado y a ella se le olvida protestar, tampoco come, y él disfruta de sus nervios, piensa que es una pena que ya no se haga aquello de cortar la tarta con una espada, se pregunta si no estarán a tiempo de contratarlo. Esa noche él cede en cuanto a su determinación de no tener sexo la semana antes de la boda, lo hacen en la postura de la mañana, él abrazándola por detrás, ella sintiendo las olas que la embisten. Al día siguiente tiene muy claro lo que tiene que hacer, está casi contenta, se despide con un beso. Corre por el parque para llegar enseguida a su otro parque, cerrar esa puerta será cerrar la verja. Las calles siguen grises y los barrenderos parecen no haberse movido desde el día anterior. Se imagina entrando en la tienda, él levantando la vista, y entonces… mejor ni siquiera pensarlo, que surja, ella entrando en la tienda, él levantando la vista. Cuando llega, respira y entra, hay otros clientes y él está ocupado y ni siquiera es él. Le dan ganas de gritar, después se traga sus palabras y entonces le dan ganas de romper cosas. Se siente increíblemente sola entre violines, teclados y atriles. Pasea pensando qué pensaría la gente al ver a una mujer joven llorando en una mierda de tienda de música. Entonces los otros clientes se van sin comprar nada, el dependiente se da la vuelta para atenderla y de pronto sí era él y ella no entiende cómo pudo estar tan segura de que no lo era viéndole de espaldas. Había querido entrar con decisión, una determinación silenciosa y asentada, y de alguna forma darle a entender que aquello, algo, lo que fuera, había terminado, incluso había pensado hacerlo sin darle opción a hablar, pero ahora de pronto están así, tan cerca, y ella sin estar en una elevación de terreno y además con los ojos casi llorando. Se pregunta si él no la reconocerá, y se promete que si es así lo compensará no tocando un instrumento en su vida, pero él sonríe. Él sonríe y dice:
—Hola.
Y ella piensa muchas cosas muy deprisa y con una voz que desde luego no es la suya dice:
—Hola.
Y entonces tiene ganas de decirle que se va a casar el sábado, que él tendría que estar muy orgulloso de ella, que no le está invitando, que solo quería decírselo, que no es una traición porque no hay nada que traicionar, que me parece ridículo que trabajes aquí y te tengas que poner un mono negro con corcheas pintadas en blanco cuando yo te imaginaba haciendo muchas cosas mucho más grandes y que si desde que dejamos de vernos no has hecho nada con tu vida no puedo dejar de pensar que yo tengo la culpa y eso me hace sentir mal ¿sabes? Me hace sentir horriblemente mal y ahora me ahogo y no quiero porque es desagradable y ya no me gusta llorar, yo solo quiero ser feliz y si te quedaste colgado de una rama yo no tengo más alternativa que sacudir el árbol hasta que te caigas, más y más fuerte, porque haz tu vida, haz tu vida a tu manera y sé feliz pero no me lo hagas saber porque yo también quiero ser feliz y creo que para ser feliz necesito que no existas en mi vida y cuando te pueda olvidar será como despertar de un sueño y volveré a reconocer las cosas, los objetos, las caras y si no no sé qué haré porque no me gusta pensar en estas cosas y en general no me gusta pensar en nada y el sábado me caso y tampoco quiero pensar en eso.
Pero no dice nada.
Solo hablan de cómo han sido las cosas en los últimos años, de cómo él ahora es el encargado de la tienda, de que su grupo ahora da algunos conciertos, de cómo ella no ha hecho nada relevante como para mostrar en una conversación así. De la boda no habla, siente que hablar de terceras personas sería un insulto, y sin embargo cuando sale y vuelve despacio hacia el parque repasando la conversación una y otra vez, tiene la seguridad de que él lo sabe, sabe que se va a casar, lo sabe y eso le da pavor y a la vez le calienta el pecho.
Él comenta que hubiera sido divertido que no vivieran juntos ya desde antes, que le gusta la imagen de estrenar la casa nueva con el novio llevando a la novia en brazos. Ella asiente y sonríe mientras él le ata algo del vestido a la espalda. El novio no debe ver a la novia antes de la boda, le susurra al espejo antes de que ambos se suban al coche y ella de blanco y él de negro lleguen a la iglesia donde les han reservado un sitio para aparcar. Ya dentro, con todos sentados, ellos dos delante y flores por todas partes, en el momento de hable ahora o calle para siempre, que él determinó que se diría sí o sí, ella mira hacia la puerta del fondo deseando el terror de ver cómo se abre. El cura continúa y ella se pregunta si no suena en el ambiente el sonido de una flauta dulce. Le mira a él que la mira con el anillo en la mano. Sí, están sonando flautas.

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