Cuando se abrían las
puertas y volvían a la ciudad los soldados, al niño le gustaba mirar a los
mutilados, que con la cabeza gacha iban sentados en los carros, escondidos tras
los caballos. El niño siempre veía miembros cercenados, siempre igual, siempre
la falta de piernas y brazos. Se ponía de puntillas esperando encontrar algo nuevo;
le impresionaba la imagen de un soldado sin cabeza, ya de baja, volviendo a
casa una mañana tras comprar el periódico y dar un paseo. Sentado en la mesa,
después de rezar y empezando a comer, miraba la silla vacía y se imaginaba una
taza levantándose sola y el sonido de ser sorbida: a su padre le estalló una
granada.
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