Michael, de cinco años, quería saberlo todo sobre
el avance de los ejércitos enemigos. Fantaseaba con plantarse en mitad de la
calle principal del pueblo, frente a cuatro tanques, abrir mucho mucho la boca
hasta que el labio inferior rozase el suelo y el superior se ondulase en el
aire y entonces con un sonoro “Aaah” comerse uno, dos, tres ¡y hasta cuatro
tanques! Y ya con ellos en la boca intentar masticarlos como quien se ha metido
demasiado chicle en la boca y no puede ni abrir más la mandíbula.
Afortunadamente a Michael se lo habían llevado
junto con los demás niños cuando las ametralladoras tiraron a la gente al suelo
y las explosiones derrumbaron las casas.
En el nuevo pueblo a Michael le empezó a doler una
muela, y cuando le llevaron frente al dentista, éste le preguntó mientras
preparaba los instrumentos:
—A ver, chico, ¿qué te pasa?
Y Michael, como avergonzado, contestó:
—Que se me ha atragantado un tanque.
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