viernes, 30 de enero de 2015

Uno a uno fue vendiendo sus castillos, regalando los muebles a los que habían sido criados de toda la vida y soltando a los caballos, pese a que estos fuesen a ser capturados poco después.
Así fue tachando cosas de una lista emborronada, quitándose una especie de peso con cada cosa de la que se deshacía, sintiéndose más libre y pudiendo respirar mejor.
Finalmente, cuando no tenía ya prácticamente nada, miró horrorizado todo el dinero que había conseguido sin ser ese su objetivo. Fue entregando grandes sumas a asociaciones benéficas, pero esto resultaba agotador, pues había que encontrarlas y luego cuidar que el dinero llegase a su destino sin que unas manos sucias lo enturbiasen antes, así que acabó entregando fajos a los mendigos, lo malo es que se extendió la voz de aquél que regalaba enormes sumas de dinero. Se vio obligado huir de la gente encolerizada que le perseguía pese a que les lanzase nubes de billetes. Cuando logró obtener la suficiente distancia, decidió quemar el dinero, y aun así la gente le pegó y arrancó la tela de algunos bolsillos buscando en ellos dinero y joyas de aquél que, iluso, se dejaba manosear por seres que durante un momento dejaban de ser humanos.
Liberándose había conseguido sentir de nuevo esa presión en el pecho y la garganta, esa fuerza agónica que hace sufrir y llena los ojos de lágrimas. Pensó en el suicidio, y sin haber descartado del todo la idea, subió al pico más cercano con todas sus posesiones: sus botas, su traje negro y su bastón.
Y allí, sobre aquel espectáculo indescriptible se sintió el caminante sobre el mar de nubes de Friedrich, y se imaginó nunca bajar, desaparecer simplemente como desaparece el sol cada atardecer, aunque luego vuelva a salir.

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