domingo, 15 de abril de 2018

Ángel de la fatalidad


Sería cosa extraña ponerle personalidad a los autobuses. El 4, por ejemplo, era más agresivo, mientras que el 3 era tonto y suave, recorría las calles de la gente perdida y terminaba, vacío siempre, en un polígono industrial. Por eso le gustaba a J. tener esa ruta, era la más silenciosa, silencio al que contribuía no poniendo la radio. A otros autobuses se subían señoras que conocían el nombre de los conductores, que les saludaban, les daban el aguinaldo y pasaban el trayecto con la vista fija en alguna pantalla, pero no en el 3, allí no había adolescentes que pusieran la música alta, allí todos los viajeros acababan mirando por la ventana, un poco perdidos. Esto lo sabía bien J. que les veía desde el espejo retrovisor, y le encantaba.
Era una ruta de mujeres solas, mujeres que se bajaban en lugares vacíos para protagonizar películas independientes sin cámara. La ruta acababa en un polígono en donde el autobús se detenía antes de rehacer el camino, y J. nunca retenía el descanso más de lo que debía, sabía que sus viajeros eran gente que necesitaba un horario estable a cambio de no tener nada más. Pero en su último trayecto de la tarde (ya de noche) había un desconocido que se subía en la penúltima parada y se sentaba al fondo, después el autobús se detenía en mitad de una calle vacía del polígono y, en vez de conducir hasta las cocheras, el desconocido se acercaba y pasaba a llamarse P. Fumaban juntos en la parte delantera del autobús número 3, con las luces encendidas en mitad de una calle. La luz de las farolas era de un amarillo oscuro, la del autobús era blanca. Cada día aparecía P., sin ser llamado, sin que nunca hubieran hablado sobre aquello, y J. lo agradecía enormemente, aunque sin darse cuenta. Aquel momento de fumar juntos, sin apenas hablar, resaltaba como una ausencia en la historia de J. En el instituto, por ejemplo, cuando pudo haber faltado a algunas clases para saborear las horas de la mañana en las que el sol empieza a calentar y uno se sienta mal por no hacer nada y bien por no hacerlo, o después, cuando le dio por hacer teatro y se sentía como un órgano implantado en un cuerpo que le rechazaba, allí le hubiera venido bien salir a fumar con P. cuando el aire ya estaba cargado y olía a cuero, cuando oyó a una de sus compañeras comentar a sus espaldas “el imbécil del niño este” y se sintió bien porque escuchó lo que había sentido y marcharse del grupo ya estuvo justificado para sus adentros. Un día le habló a P. sobre un vídeo que había visto donde se decía que fumar acortaba la vida y ambos se rieron juntos.
Aquel día los dos miraban hacia el techo cuando exhalaban el humo, lo hacía porque lo escupían con rabia. A J. se le pasó por la cabeza que era bueno que ninguno tuviera a nadie esperándole en casa, porque esa persona probablemente sufriría noches como aquella al volver ellos. No estaban hablando mucho, J. tenía la garganta seca y P. tenía ganas de acudir a algún gimnasio que abriese por la noche a fin de liberar la fuerza bruta sobrante de sus pensamientos. Entonces se giraron y por el pasillo del autobús, más allá de la cortina de humo, vieron un pelo rubio cortado a tazón, con dos brazos, un tronco, dos piernas y unas deportivas de marca hechas para jugar al fútbol, pero que aun brillaban por el poco uso. El niño les miró y ellos fumaron a la vez.
—Mierda, ¿y éste?
—Niño, ¿qué haces aquí? ¿Y tu mamá?
—¿Qué hacemos ahora?
—Niño, ¿sabes volver a casa solo?
—¿Y si le dejamos aquí?
—Joder, no podemos hacer eso, tendrá cuatro años.
—Si te parece me lo llevo a las cocheras, se lo dejo de sorpresa a la que limpia.
—No, a ver, se lo habrá dejado alguien.
—A mí no me han llamado de central.
—Pues llévalo allí.
—¿Pero qué te crees, qué hay una oficina de personas perdidas?
—Algún lado habrá donde puedas dejarlo.
—¿No te das cuenta de que soy responsable de todas las personas que se suben a este puto autobús?
—Bueno, a ver, no te preocupes, creo que ya sé quién es su madre.
—¿Lo dices en serio? ¿Y sabes dónde vive?
—Sí, sí, no te preocupes. Su madre es camarera y nos estuvimos viendo un tiempo. Tú arranca.

El autobús arrancó, dio la vuelta y salió del polígono. Atravesó calles amplias y mal iluminadas, rodeadas de parques y de solares. Después llegó a una urbanización de casas bajas cuyas calles no habían visto nunca un autobús. Era casi tan alto como las casas, parecía un gigante que mirase con su inmenso ojo por cada una de las ventanas. Allí, en una esquina, dejaron al niño, que se quedó mirando al autobús que se alejaba. De él lo último que se vio fueron su pelo y sus deportivas, que casi brillaban.
P. no conocía a ninguna camarera, y J. lo sabía, pero un secreto compartido se guarda mejor, solo es cuestión de pisar las colillas con más fuerza.

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