En la tarde de algún día
del año 1960, un hombre trabajador, padre de familia, cobró su sueldo y decidió
emborracharse. Las últimas crónicas que se recogieron después le situaban en
tres tabernas diferentes a lo largo de la noche, después desapareció. La familia,
que ya empezaba a vestir algo parecido al luto, le buscó desde la mañana
siguiente. Se le esperaba echado en una calzada, en un prostíbulo o, dios no lo
quiera, muerto. Y así, varios días después, se halló un cuerpo flotando
bocabajo en el río. Estaba hinchado, con síntomas de descomposición acelerados
y el rostro picoteado por los peces. Los bolsillos vacíos, la ropa corriente.
No se podía saber si el muerto era el desaparecido, pero la viuda lo sintió
así, así que la policía rellenó los papeles y se le fue a enterrar. Sin
embargo, camino ya del camposanto, otra familia vestida de negro detuvo la
caravana. Las distintas viudas se increparon, ambas querían cargar con el
muerto. No había ninguna prueba de quién era él, ni de la causa de la muerte, ni
la procedencia de sus zapatos, y como el marido de ambas mujeres había
desaparecido en fechas similares, bien podía ser el muerto de ambas. Al final,
la tumba, pagada por la primera familia, contó con dos lápidas, pagadas por la
segunda, en cada una de las cuales se le daba un nombre y apellidos, y aunque
ambas mujeres sentían un inmenso rencor por el muerto, que más allá de morirse
no había llegado a llevar a casa el dinero del último mes, compitieron por
escribirle los epitafios más bellos. Pero esto no termina aquí, y es que a lo
largo de las semanas siguientes, más y más familias acudieron al camposanto y a
las casas de luto para denunciar que el cuerpo encontrado era su cuerpo perdido
y así el gobierno llegó a recibir hasta cincuenta y siete solicitudes de
pensión por viudedad, teniendo que denegarlas todas.
Durante veinte años,
aquella tumba, que escondía un cuerpo anónimo, recibió más flores que ninguna
otra personalidad del país, y en 1980, cuando llegó al gobierno un ministro
joven con creencias de poder cambiar el mundo y le propuso a las familias
realizar un análisis a los restos para resolver el misterio de quién se
trataba, su propuesta fue rechazada por todas y cada una de ellas, todas
preferían llorarle a un muerto que odiar a un desaparecido.
Hace algunos años, el escritor
Juan Muñoz, después de conocer esta historia y escuchar la canción aquella de
“no estaba muerto, estaba de parranda”, escribió un relato en el cual todos
aquellos desaparecidos se encontraban juntos, bebiendo, en una taberna del más
allá.
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