lunes, 24 de septiembre de 2018

La pelea con el diablo


A veces nos escapábamos e íbamos al pueblo después de haber terminado nuestras tareas. Llevaba a Jaime conmigo porque como mamá no volvía hasta tarde, no podía dejarle solo en casa, aunque en verdad me pesaba ir tirando de su brazo, haciendo a veces que sus piernas volasen sobre aquel camino de polvo que iba de la casa al pueblo. Antes de llegar solo había una casa, una finca enorme en donde vivía Don Eusebio, el terrateniente, a quienes todos odiaban y debían dinero a partes iguales. Más allá, la villa, el pueblo, que no era nada pero lo era todo. Yo llevaba a Jaime a la taberna porque allí siempre había alguien que contaba alguna historia a cambio de que le pagasen la bebida. La verdad es que casi todas las historias, que vendían como milagros vividos por ellos mismos, no eran más que cuentos improvisados, pero la gente, aunque se quejaba, invitaba a bebida de todas formas porque por aquellos años al pueblo no había llegado todavía el cine. Así, aunque mamá que pegaba a la vuelta a casa y Jaime acababa llorando de puro cansancio, solía escaparme al pueblo al terminar mis tareas.
Aquel día había de cuclillas sobre la barra un hombre que apenas solía beber solo a beber. Cuando se le veía andaba en busca de negocios, de mujeres o de pelea, aunque otras veces, como aquella, venía a contar alguna anécdota. Para cuando llegamos ya había empezado:
—Os juro que se me echó encima, así, con la mano en alto —mientras decía esto se levantó y dijo más por cómo que se movió que por las palabras que utilizaba.
—¿Estás seguro de que era él?
—¿Qué si era él? ¡Por dios! No sabía quién era la muchacha, ¿pero él? ¡Joder, era el puto Diablo! —y al decir esto corrió un murmullo entre todos que Jaime y yo aprovechamos para escabullirnos y colocarnos al fondo de la sala.
—¿Y qué pasó después?
—¡Eso! ¿Te dio?
—¿Que si me dio? ¡Por dios, no! Tenía un cuchillo que parecía una espada, si me llega a dar con eso no estoy aquí hoy —e hizo una pausa para beber que creo que estaba más justificada por la tensión del relato—. Bueno, que le esquivé pero de la misma tropecé y caí al suelo, con la mala suerte de que rompí el candil que desparramó el aceite por el suelo, dando más luz, y así pude ver a la muchacha medio desnuda y al Diablo mirándome… como eso, como un diablo. Así que yo me levanté de un salto y por el enfado de que me hubiera hecho caer me lancé a él también hecho una fiera. No os podéis creer, yo cogiendo al mismísimo Diablo por el cuello, a él cayéndosele el cuchillo y los dos dando vueltas por el suelo.
—Juan, vámonos ya, estoy cansado.
—Cállate, acabamos de llegar, deja que termine la historia.
—Entonces el Diablo terminó sobre mí, intentando ahogarme, pero yo vi que el cuchillo acababa en los pies de la muchacha, así que le grité «¡niña, pásame eso!», pero nada, que ella, al oírme, se dio cuenta de que seguía allí, así que pegó un grito y se fue corriendo ¡con el vestido aún abierto y las tetas dando brincos!— y aquí consiguió que los compadres riesen con él—. Bueno, que la niña corriendo, yo cagándome en sus muertos y el Diablo sobre mí, todo su enorme cuerpo aplastándome el pecho, y os preguntaréis qué hice para librarme al terror sobre la tierra ¿no? ¡Pues un rodillazo en sus partes!
—¿Pero es que el Diablo tiene huevos?— y rieron todos, yo también quise reír, pero Jaime se puso a hacerme preguntas sobre detalles de la historia que no entendía.
—Joder si los tiene, y bien grandes que deben ser pues se hizo una bola gritando de dolor. Pero yo no me esperé y corrí a coger el cuchillo, para cuando se había levantado yo ya le apuntaba ¡y se le ocurrió suplicarme!
—¿Y qué hiciste, le dejaste huir?
—¡Por dios no! Esa era la mía, digo la nuestra. Le pegué un corte en todo pecho, y para cuando se le ocurrió bajar la cabeza a mirar, ya le había cortado también en el brazo y la pierna. El desalmado salió corriendo del granero y yo le perseguí por el prado cortándole alguna parte cada vez que le alcanzaba.
—¿Y qué pasó entonces?— la gente ya no reía, una especie de murmullo silencioso se colocaba entre ellos como una ola suave.
—Nada, que llegamos hasta la falda del cerro y allí ya cayó muerto.
—¿Y qué fue de su cuerpo?
—Lo tapé con unas rocas.
—¡Al amparo de los cuervos debiste dejarlo!— pero en vez de risas, los gritos de apoyo parecían estar más bien marcados por la rabia.
—Bueno, que vaya quien quiera y le despoje de lo que quede, yo me llevé sus botas. Aquí, amigos, podéis ver las botas del mismo Diablo.

—¿Y te gustaron sus botas?
—Sí, Jaime, eran muy bonitas.
—Eran preciosas, yo quiero tener unas botas iguales. ¿Crees que mamá me las comprará?
—No creo que tengamos dinero— decía yo al pasar por la finca de Don Eusebio, donde, en el cartel en el que estaba inscrito el nombre de la finca, alguien había escrito debajo «el Diablo».

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