Nathael abandonó la granja de sus padres y viajó hasta
Neferasta, la ciudad de los pensadores. Allí se sintió marginado en un mundo de
hombres vestidos con túnicas blancas que caminaban muy deprisa en todas
direcciones sin dejar de murmurar. Sin embargo, aunque estuvo poco tiempo, hizo
bastante dinero, pues compró cientos de
cajas de aceitunas a un comerciante y en mitad de la ciudad extendió un puesto
de venta de aceitunas. Los pensadores, la mitad medio escuálidos, no querían
comer pesados trozos de carne o tediosos vegetales, pero sí compraban, sin
mirar a Nathael y sin dejar de murmurar, bolsas repletas de aceitunas que iban
mordisqueando en sus largos paseos y cuyos huesos tiraban al suelo tras de sí.
Nathael abandonó la ciudad con la bolsa llena, la cabeza vacía y habiendo
provocado que en las calles de Neferasta creciesen por doquier cientos de
olivos.
Después Nathael se embarcó rumbo a la isla de Fista, pero
una tormenta desvió el barco llevándolo a Mármara, destino que no le pareció
mal y en el que se quedó. Mármara era una ciudad preciosa, capital de la Isla
de las Especias. Entre sus gentes se mezclaban todas las razas, todas las ropas.
Sin embargo no había religión, aquella era una ciudad libre de creencias, y la
gente, dentro del respeto ajeno, hacía lo que quisiese. Aquella fue una gran
experiencia para Nathael, gastó todo su dinero y creyó enamorarse tres veces.
Pero llegó el invierno, y aunque no hacía frío como tal, sí que una extraña
sensación se posó en el corazón de Nathael, así que decidió reemprender su
viaje.
Sus andares le sacaron de la civilización para llevarle a la
barbarie y después devolverle a otra civilización. En la llamada Tierra Moderna
se encontró con que todo estaba cambiado, y frente a las ideas predominaban los
ideales. Por puro placer de experiencias acabó luchando en una guerra de la
independencia de una nación. El valor temerario sumado a la sensación de que
aquello no era cierto le hizo luchar sin miedo en las batallas más importantes
de aquel siglo. Cuando aquella guerra terminó siguió enfrentándose a tiranos y
metrópolis y conoció la derrota y la victoria, y al final se cansó. Tras la que
se había jurado que sería la última guerra, vistiendo los colores de la recién
instaurada bandera, fue presentado junto con otros héroes al nuevo presidente,
y a su hija.
Sarah se llamaba aquella joven, educada y audaz, y dejaba a
todos los hombres con una sensación extraña en la garganta y la seguridad de
que jamás habían conocido a una mujer igual. Sarah no era especialmente
guapa, pero eso no impidió que Nathael se enamorase inquebrantablemente de
ella. La cortejó en secreto, pues ella ya estaba prometida, y al final, una
noche, apareció de improvisto en su balcón y le dijo con completa seriedad que
se fugase con él. Ella, creyéndole diferente a los demás hombres, le cogió el
brazo y se marcharon en un pequeño barco amparados por la noche. Su fuga
terminó por provocar una nueva guerra civil en la que el presidente se desenmascaró
como otro tirano, nada había cambiado.
Fueron varios los que intentaron llevarse a Sarah de vuelta
con su padre, y varios por tanto los que murieron a manos de Nathael o de la
propia Sarah. Y al final ella, a pesar de comprobar que él no era tan distinto,
sí terminó por cogerle un cariño especial, cálido, que sería lo más cercano al
amor que experimentaría. Pero de pronto, una primavera, en la isla de Reiras,
ella cayó en lo que parecía un resfriado de verano que no dejó de empeorar. Él,
desesperado, buscó conocimientos en Neferasta, polvos de Mármara e instrumentos de las
Tierras Modernas, pero Sarah, cuando él llegó de uno de estos viajes, ya había
muerto. Él compró Reiras, la isla en la que ella había muerto, y echó a todos los
habitantes a excepción de algunos criados. Y así pasó sus últimos días, el
hombre que más mundo había visto no se movió del panteón de aquella mujer que
ni siquiera le había llegado a amar.
Si hoy en día se busca Reiras no se encontrará, dicen que
cuando él murió la isla se la tragó el mar.
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