Se termina de secar el pelo y extiende la toalla lo
mejor que puede. Sobre la cama tiene ya preparados un calzoncillo blanco y unos
calcetines negros, así que se los pone. Después coge el pantalón del traje,
también estirado junto a la camisa y la americana. Los vaqueros, a los que está
acostumbrado, se suben hasta la altura de la cintura, pero un pantalón de traje
va mucho más arriba, como hasta el ombligo, y hasta ahí lo sube, abrochando los
dos botones y la pieza metálica y subiendo la cremallera. Entonces se da cuenta
y se ve obligado a desabrochárselo todo y a bajar el pantalón hasta las
rodillas mientras se pone la camisa blanca, que es nueva y reluce. Se abrocha
todos los botones, también los de las mangas, y entonces sube el pantalón que
se come la camisa, la cual queda estirada marcando su figura. Se sienta y se
calza los zapatos, que son de su padre y le quedan grandes, y tarda buscando la
forma de atarse los cordones de tal forma que le aprieten todo lo posible, para
que no le bailen al andar, pero que no arruguen el zapato. Ya está casi listo,
no se pone la corbata porque sería demasiado, porque no sabe anudársela y
porque no tiene, pero sí se pone el cinturón, que es de su padre y al que ha
tenido que hacer un agujero por su cuenta, muy alejado de los otros. El cinturón
es innecesario, el pantalón ya le queda prieto, pero debe llevarlo por
estética. Ya solo queda la americana, en la cual, al cogerla, descubre que aún
hay una etiqueta de la tienda. El traje es bueno y la etiqueta no es un pedazo
de cartón atado con plástico, sino que es caro y está atada con un hilo de
tela. Mira a un lado y a otro, si acaso buscando unas tijeras, y entonces se
acerca la etiqueta al rostro y roe el hilo con los dientes hasta romperlo.
Porque aunque la mona se vista de seda, mona se
queda.
Porque Miguel sigue siendo un bárbaro.
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