En lo alto de la colina
hay una casa diferente, más grande y hermosa, con un gran jardín y paredes y
arcos construidos por arquitectos extranjeros. Muchas son las historias que
circulan en torno a la misma y uno no sabe a cuál atenerse, por lo que siguiendo
una especie de patriotismo familiar yo suelo contar la de mi abuelo que además
fue guardia civil y aunque esto nada tiene que ver con contar historias,
siempre le ha otorgado a sus palabras un aire de veracidad.
Don Federico Almagrande
venía de un asalto, y yendo sobre su caballo al paso por el sendero de un
bosque, con las alforjas llenas de joyas y la luna inmensa en lo alto, se
desangraba. Ya ni le dolía la herida profunda del pecho, el paso tranquilo del
caballo le recordaba a las aguas de un río y se dejaba mecer, sintiendo sueño.
Sin embargo un pensamiento le asaltó. Pensó en la muerte, pero no con terror,
sino como un camino y algo desconocido frente a lo que habría de estar
preparado. Estuvo pensando en ello y se dio cuenta de que no podía morirse
sobre el caballo, quedando su cadáver dando tumbos o cayéndose al margen de un
camino, así que pensó que estaría bien sentarse en la hierba fresca, mojada de
rocío, y apoyarse en el tronco de un árbol grande que llevase allí mucho
tiempo, y rondando esta idea estaba, buscando fuerzas para bajarse del caballo,
cuando sintió el deseo de morir en una cama. Imaginó unas sábanas blancas en la
mañana, olor a fresco y los labios salados, entonces espoleó el caballo y, a
galope, marchó a una casa cercana que conocía bien.
En la casa, situada de
alguna forma sobre el pueblo, Raimundo de Peñaroca veía a lo lejos puntos que
debían ser antorchas y oía a los perros ladrar. La luna inmensa y el olor a
sangre lo habían sacado de la cama y vestía una camisa blanca muy ancha y unos
calzones negros. Oyó también un caballo galopar y antes de que pudiese entrar a
por la escopeta vio aparecer por el camino del bosque a Federico, alguien a
quien conocía muy bien. En cuanto le vio acercarse echó aún más de menos el
arma, pero al ver la camisa roja y saber que otro se le había adelantado, pensó
en su hija y sintió pena.
—No te detengas y sigue
tu camino, ¿no oyes eso? Te están buscando, si no galopas toda la noche
perderás tu ventaja y te atraparán.
—Mi camino termina
aquí, Raimundo. De veras siento haber venido, creerás me estoy burlando de ti
pero te ofrezco un buen negocio.
—No estás para negocios
ni lo estoy yo tampoco, márchate antes de que te alcancen y me crean cómplice.
—No quiero morir en el
camino ni quiero morir matando. Te ofrezco mis alforjas, todas estas joyas, a
cambio de tu cama.
—¿De mi cama? ¿Te has
vuelto loco?
—Pediría la de tu hija
si no supiese que es una locura. Al menos dame tu cama para morir en ella,
después, mañana mismo, volverá a ser tuya.
Entonces abrió las
bolsas y le arrojó el oro que la luna, en vez de hacer dorado, volvió blanco. Y
el hombre es frágil y su honor y orgullo no son interminables, sino más bien un
muro que se puede escalar. Raimundo ayudó a Federico a bajar y después, con su
brazo sobre sus hombros, le metió en la casa, le ayudó a subir las escaleras y
le sentó en la cama, donde Federico se tumbó. Su camisa ya estaba roja y el
rojo tiñó en cuestión de segundos las sábanas, la almohada y las paredes.
Mientras tanto Raimundo teñía de dorado sus manos y su avaricia, abría bolsas,
tiraba su contenido al suelo y se arrodillaba junto a él, después lo recogía
todo y lo volvía a cargar en las alforjas. Sin embargo dio con un pequeño cofre
de madera que estaba cerrado con llave y del que no encontraba ésta, por tanto
Raimundo subió con la caja a su cuarto, pero allí descubrió que la puerta
estaba atrancada, que por más fuerte que la empujase no se abría. Así que
preguntó en un grito culposo que dónde estaba la llave. Desde dentro oyó algo
ininteligible y después Federico susurró un mensaje que pese a ser solo un hilo
de voz, cruzó la habitación, atravesó la puerta y le llegó a Raimundo
nítidamente:
—La tiene la Dama.
Entonces, antes de que
Raimundo pudiese preguntarle a qué se refería, se oyeron los perros y por una
ventana pudo ver a dos guardias civiles que se acercaban a la puerta. El
caballo cargado de tesoros había huido aterrorizado. Raimundo cogió una navaja,
salió por una puerta trasera y abandonó a galope la cuadra tras el caballo
perdido. Los guardias civiles, que ya estaban en la puerta, volvieron a montar
a toda prisa sus caballos y corrieron tras el fugitivo.
Martín, ojos
brillantes, mejillas rojas, rabo de toro, entre las hojas. Jugaba al lado de un
riachuelo, una rama era su espada, la luna su aliada, ¿y los malos? Sus
fantasmas. Hasta allí llegaban los cuentos de la monjita de ojos serenos.
Cabellera larga, voz tranquila, Martín la imaginaba junto a la orilla. Sus
cuentos y canciones, caramelos y besos, manos tan suaves y su largo pelo.
Martín jugaba, con su palo, a matar un dragón de puro estaño, y mientras juega
oye un relincho y al girarse, ante él, un caballo. La monjita y la niña cantan
a coro y en Martín se refleja el brillo del oro. Suena un relincho, suena el
camino y hasta el dragón se va sintiendo el peligro...
Raimundo desmontó y vio
en un pequeño claro, junto a un riachuelo, a un niño de ojos grandes que no
tendría más de cuatro años. El caballo estaba ahí y el niño, que ahora le miraba
a él, había estado mirando el oro. Raimundo se le acercó y levantó la navaja, entonces
pensó en algo y le preguntó si conocía a la Dama. El niño señaló el camino que
atravesaba el riachuelo, del que llegaba una voz de mujer. Raimundo bajó la
navaja, que durante un momento reflejó la luna.
Dos nuevos guardias
civiles venían por el camino del bosque. Estos estaban borrachos e iban a pie.
Llegaron a la casa donde un perro ladraba a la ventana de un cuarto del segundo
piso. Golpearon la puerta e intentaron forzarla, pero les era imposible hacerla
ceder. El perro seguía ladrando. Apuntaron a las bisagras y a la cerradura y
dispararon, pero la puerta no cedía. Riendo improvisaron antorchas y las
lanzaron sobre el tejado de la casa. El fuego se extendió rápidamente. El perro
seguía ladrando, pero al ver una especie de sustancia líquida y densa que
lentamente iba saliendo por debajo de la puerta, huyó acobardado hacia el
bosque.
La Dama era la hermana
de la luna. Era muy bella y vestía los hábitos de monja con una sencillez que
la hacían relucir más que si vistiese las ropas de una reina. Con ella, sentada
en la cama, había una niña también muy hermosa a la que le moqueaba la nariz.
Al oír que alguien se acercaba, la Dama le hizo una seña a la niña para que se
escondiese debajo de la cama. La puerta se abrió de golpe y la Dama se levantó
de la silla mostrando la lámpara de aceite ante sí. Raimundo habló:
—Así que la dama en
realidad es una puta.
—Yacer con alguien es
la máxima expresión del amor hacia Dios.
—¿Dónde está la llave?
—No sé de qué me
habláis.
—¿No estuvo aquí esta
noche Don Federico Almagrande?
—Sí, pero él no me dio
ninguna llave, me dio su corazón.
Entonces la niña desde
debajo de la cama cerró los ojos cuando algunas pequeñas gotas de sangre le
salpicaron el rostro. El tajo en diagonal había cortado la ropa, que ahora se
abría mostrando el pecho blanco y una llave colgada del cuello de la Dama. La
mujer cayó de rodillas, Raimundo le arrancó la llave y la lámpara de aceite
cayó al suelo.
Los guardias civiles encontraron
un niño muerto tumbado en un pequeño claro, bocarriba y con los brazos
abiertos. La luz de la luna, que parecía incidir solo en él, le otorgaba una
extraña expresión. De más allá provenía una luz y al acercarse vieron una
pequeña cabaña ardiendo, lo que no vieron fue a la niña que corría en la
oscuridad y de la que no se volvió a saber.
Raimundo Peñaroca llegó
por el sendero a pie, sujetando las riendas de su caballo y del de Federico.
Ante él vio una luz cegadora, una bola de fuego donde solía estar su casa. Se
pudo consolar pensando que podría reconstruirla con la fortuna que cargaba uno
de los animales, sin embargo descubrió, para su sorpresa, que el cofre cerrado
del que ahora tenía la llave se había quedado en el interior de la casa.
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