viernes, 10 de junio de 2016

Me lo contó la luna

En lo alto de la colina hay una casa diferente, más grande y hermosa, con un gran jardín y paredes y arcos construidos por arquitectos extranjeros. Muchas son las historias que circulan en torno a la misma y uno no sabe a cuál atenerse, por lo que siguiendo una especie de patriotismo familiar yo suelo contar la de mi abuelo que además fue guardia civil y aunque esto nada tiene que ver con contar historias, siempre le ha otorgado a sus palabras un aire de veracidad.

Don Federico Almagrande venía de un asalto, y yendo sobre su caballo al paso por el sendero de un bosque, con las alforjas llenas de joyas y la luna inmensa en lo alto, se desangraba. Ya ni le dolía la herida profunda del pecho, el paso tranquilo del caballo le recordaba a las aguas de un río y se dejaba mecer, sintiendo sueño. Sin embargo un pensamiento le asaltó. Pensó en la muerte, pero no con terror, sino como un camino y algo desconocido frente a lo que habría de estar preparado. Estuvo pensando en ello y se dio cuenta de que no podía morirse sobre el caballo, quedando su cadáver dando tumbos o cayéndose al margen de un camino, así que pensó que estaría bien sentarse en la hierba fresca, mojada de rocío, y apoyarse en el tronco de un árbol grande que llevase allí mucho tiempo, y rondando esta idea estaba, buscando fuerzas para bajarse del caballo, cuando sintió el deseo de morir en una cama. Imaginó unas sábanas blancas en la mañana, olor a fresco y los labios salados, entonces espoleó el caballo y, a galope, marchó a una casa cercana que conocía bien.

En la casa, situada de alguna forma sobre el pueblo, Raimundo de Peñaroca veía a lo lejos puntos que debían ser antorchas y oía a los perros ladrar. La luna inmensa y el olor a sangre lo habían sacado de la cama y vestía una camisa blanca muy ancha y unos calzones negros. Oyó también un caballo galopar y antes de que pudiese entrar a por la escopeta vio aparecer por el camino del bosque a Federico, alguien a quien conocía muy bien. En cuanto le vio acercarse echó aún más de menos el arma, pero al ver la camisa roja y saber que otro se le había adelantado, pensó en su hija y sintió pena.
—No te detengas y sigue tu camino, ¿no oyes eso? Te están buscando, si no galopas toda la noche perderás tu ventaja y te atraparán.
—Mi camino termina aquí, Raimundo. De veras siento haber venido, creerás me estoy burlando de ti pero te ofrezco un buen negocio.
—No estás para negocios ni lo estoy yo tampoco, márchate antes de que te alcancen y me crean cómplice.
—No quiero morir en el camino ni quiero morir matando. Te ofrezco mis alforjas, todas estas joyas, a cambio de tu cama.
—¿De mi cama? ¿Te has vuelto loco?
—Pediría la de tu hija si no supiese que es una locura. Al menos dame tu cama para morir en ella, después, mañana mismo, volverá a ser tuya.
Entonces abrió las bolsas y le arrojó el oro que la luna, en vez de hacer dorado, volvió blanco. Y el hombre es frágil y su honor y orgullo no son interminables, sino más bien un muro que se puede escalar. Raimundo ayudó a Federico a bajar y después, con su brazo sobre sus hombros, le metió en la casa, le ayudó a subir las escaleras y le sentó en la cama, donde Federico se tumbó. Su camisa ya estaba roja y el rojo tiñó en cuestión de segundos las sábanas, la almohada y las paredes. Mientras tanto Raimundo teñía de dorado sus manos y su avaricia, abría bolsas, tiraba su contenido al suelo y se arrodillaba junto a él, después lo recogía todo y lo volvía a cargar en las alforjas. Sin embargo dio con un pequeño cofre de madera que estaba cerrado con llave y del que no encontraba ésta, por tanto Raimundo subió con la caja a su cuarto, pero allí descubrió que la puerta estaba atrancada, que por más fuerte que la empujase no se abría. Así que preguntó en un grito culposo que dónde estaba la llave. Desde dentro oyó algo ininteligible y después Federico susurró un mensaje que pese a ser solo un hilo de voz, cruzó la habitación, atravesó la puerta y le llegó a Raimundo nítidamente:
—La tiene la Dama.
Entonces, antes de que Raimundo pudiese preguntarle a qué se refería, se oyeron los perros y por una ventana pudo ver a dos guardias civiles que se acercaban a la puerta. El caballo cargado de tesoros había huido aterrorizado. Raimundo cogió una navaja, salió por una puerta trasera y abandonó a galope la cuadra tras el caballo perdido. Los guardias civiles, que ya estaban en la puerta, volvieron a montar a toda prisa sus caballos y corrieron tras el fugitivo.

Martín, ojos brillantes, mejillas rojas, rabo de toro, entre las hojas. Jugaba al lado de un riachuelo, una rama era su espada, la luna su aliada, ¿y los malos? Sus fantasmas. Hasta allí llegaban los cuentos de la monjita de ojos serenos. Cabellera larga, voz tranquila, Martín la imaginaba junto a la orilla. Sus cuentos y canciones, caramelos y besos, manos tan suaves y su largo pelo. Martín jugaba, con su palo, a matar un dragón de puro estaño, y mientras juega oye un relincho y al girarse, ante él, un caballo. La monjita y la niña cantan a coro y en Martín se refleja el brillo del oro. Suena un relincho, suena el camino y hasta el dragón se va sintiendo el peligro...

Raimundo desmontó y vio en un pequeño claro, junto a un riachuelo, a un niño de ojos grandes que no tendría más de cuatro años. El caballo estaba ahí y el niño, que ahora le miraba a él, había estado mirando el oro. Raimundo se le acercó y levantó la navaja, entonces pensó en algo y le preguntó si conocía a la Dama. El niño señaló el camino que atravesaba el riachuelo, del que llegaba una voz de mujer. Raimundo bajó la navaja, que durante un momento reflejó la luna.

Dos nuevos guardias civiles venían por el camino del bosque. Estos estaban borrachos e iban a pie. Llegaron a la casa donde un perro ladraba a la ventana de un cuarto del segundo piso. Golpearon la puerta e intentaron forzarla, pero les era imposible hacerla ceder. El perro seguía ladrando. Apuntaron a las bisagras y a la cerradura y dispararon, pero la puerta no cedía. Riendo improvisaron antorchas y las lanzaron sobre el tejado de la casa. El fuego se extendió rápidamente. El perro seguía ladrando, pero al ver una especie de sustancia líquida y densa que lentamente iba saliendo por debajo de la puerta, huyó acobardado hacia el bosque.

La Dama era la hermana de la luna. Era muy bella y vestía los hábitos de monja con una sencillez que la hacían relucir más que si vistiese las ropas de una reina. Con ella, sentada en la cama, había una niña también muy hermosa a la que le moqueaba la nariz. Al oír que alguien se acercaba, la Dama le hizo una seña a la niña para que se escondiese debajo de la cama. La puerta se abrió de golpe y la Dama se levantó de la silla mostrando la lámpara de aceite ante sí. Raimundo habló:
—Así que la dama en realidad es una puta.
—Yacer con alguien es la máxima expresión del amor hacia Dios.
—¿Dónde está la llave?
—No sé de qué me habláis.
—¿No estuvo aquí esta noche Don Federico Almagrande?
—Sí, pero él no me dio ninguna llave, me dio su corazón.
Entonces la niña desde debajo de la cama cerró los ojos cuando algunas pequeñas gotas de sangre le salpicaron el rostro. El tajo en diagonal había cortado la ropa, que ahora se abría mostrando el pecho blanco y una llave colgada del cuello de la Dama. La mujer cayó de rodillas, Raimundo le arrancó la llave y la lámpara de aceite cayó al suelo.

Los guardias civiles encontraron un niño muerto tumbado en un pequeño claro, bocarriba y con los brazos abiertos. La luz de la luna, que parecía incidir solo en él, le otorgaba una extraña expresión. De más allá provenía una luz y al acercarse vieron una pequeña cabaña ardiendo, lo que no vieron fue a la niña que corría en la oscuridad y de la que no se volvió a saber.

Raimundo Peñaroca llegó por el sendero a pie, sujetando las riendas de su caballo y del de Federico. Ante él vio una luz cegadora, una bola de fuego donde solía estar su casa. Se pudo consolar pensando que podría reconstruirla con la fortuna que cargaba uno de los animales, sin embargo descubrió, para su sorpresa, que el cofre cerrado del que ahora tenía la llave se había quedado en el interior de la casa.

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