Hay gente a la que le hubiese gustado nacer aquí, y
conozco personas que intercambiarían sus razas como si fuesen cartas. Hay quien
se tiñe el pelo, o se opera la cara o incluso se cambia la piel. Muchos no
están de acuerdo con el sexo que les ha tocado y hasta los hay que lloran por
el momento histórico en el que han nacido. Y en este mundo de cambio de rostros
y siguiendo la senda de aquellos que se quejaban de que no se les había
preguntado si querían nacer, que les había sido impuesto, algunas personas
querían haber seguido siendo niños. No crecer, no ser un adolescente estúpido
ni un adulto triste, seguir siendo un niño volátil, hecho de aire, con las
rodillas destrozadas, que aprovecha cada día sin pensar siquiera en ello, para
quien no existe el futuro a no ser que se trate del día próximo, de su
cumpleaños, de navidad o del verano, un verano que parece un año. Estas gentes
se retrasan cuando caminan cerca de un parque y ven a los niños jugar; se
compran un perro para que sea su puente con aquellos despreocupados de la vida
y, todo sea dicho, para jugar con el animal en la intimidad del hogar como solo lo haría un crío, tirándose por el suelo y haciéndose cosquillas hasta gritar de
risa, para aparente horror de los vecinos. Esta gente no necesita un santo y
seña para reconocerse, tan solo se miran a los ojos, tal vez rojos, tal vez con
gafas, pero que siguen siendo la única parte del cuerpo que no ha envejecido, y
se reconocen. A veces se sonríen y hasta los hay que se enamoran, culposos, sí,
porque ese amor no es cosa de niños, pero lo compensan en su relación jugando y
haciendo del sexo un juego de médicos moderno y ya que no pueden pintar las
paredes con ceras, se pintan la espalda. Después se juntan en los cafés y con
la excusa de que luego les cuesta dormir no piden uno, sino que piden un
chocolate, y juntos recuerdan, pero no anécdotas cotidianas, sino historias
acontecidas cuando eran niños, aquella época tan maravillosa que brillaba y en
la que eran tan felices. Entonces gritan añorando cuando sus madres les
regañaban, las mismas madres que luego les traicionaron diciendo “cuánto has
crecido”. Gritan y en el café todos les miran, pero nadie les explica que en
aquel trocito de mundo, el trocito de los adultos, esas cosas no se hacen,
nadie les dice unas palabras que con solo ser escuchadas expían el mal que
acaben de hacer, no hay un “perdón” sincero que solucione las cosas. Estas
personas se pasan la vida siendo completamente infelices y a la vez
envidiablemente felices pues han descubierto que las vallas de los colegios, a
pesar de estar pintadas de vivos colores, cuando pasa el tiempo, cuando llueve,
el color se va y solo queda eso, la valla, que te impide avanzar, que te impide
correr, que solo te deja un patio limitado en el que jugar, un patio cada vez
más pequeño según se va creciendo. Sin embargo también hallan una felicidad que
a las personas corrientes —corriente, que palabra más gris— se les escapa,
ellos se agachan en mitad de la acera, entre gritos de sorpresa de los
viandantes, para ver una margarita que ha atravesado el asfalto, o tienen
diarios con dibujos y secretos o te tocan el brazo, te señalan el cielo y con
voz de cinco años te preguntan si alguna vez te has dado cuenta de que las
nubes son dibujos de los dioses. Estas personas no logran llegar a una nueva
niñez, envejecen y mueren, sin embargo disfrutan de ser ancianos, pues los
llamados viejos son los que en realidad están más cerca de los niños, a quienes
menos les importan las cosas, quienes vuelven a los parques, a quienes hay que
cuidar, quienes pueden jugar y, si hace falta, quienes pueden gritar en un café
con la única repercusión de que el acompañante de turno les diga que eso no se
puede hacer. En el velatorio, con el ataúd abierto, sus cuerpos arrugados
muestran una sonrisa esplendorosa, y en el entierro los adultos lloran pero los
niños no, nunca un niño lloró en su funeral.
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