El examen estaba suspenso y por eso ya llevaban un
rato ahí, en la revisión. Los profesores habían anunciado que la nota no se iba
a cambiar, pero no en su caso, sino en el de todos. Demasiados exámenes
suspensos y la regla de que iban a seguir suspensos, esa injusticia, en opinión
del alumno, era la razón de que siguiese ahí, preguntando nimiedades sobre su
examen a los dos profesores. Era una tortura lenta, el sol incidía fuerte sobre
el despacho y los profesores se habían quitado la americana, la corbata y
remangado las mangas. Él tenía calor, pero ya que estaba convencido de que en
parte había sido castigado por llevar unas ropas que no les gustaban a los
profesores, se había aprovechado de esa idea ya formada para acudir con
camiseta y pantalón corto. Estaría suspenso, pero las manchas de humedad en
sobacos y espalda del profesor gordo —feo y gordo, el hombre siempre entraba en
clase como si viniese de correr la maratón, ahogándose con su propia mierda,
probablemente— eran una victoria. Al grande lo mataba el calor, al pequeño la
exasperación. Al final le dijeron que ya estaba, que había de acudir a la
recuperación, que no había más que hablar. Fue entonces cuando él se dio la
vuelta y les explicó que buscaban suspender al máximo número de alumnos para
agravar las matrículas, que no sabían ni dar clase ni su forma de examinar
tenía el más mínimo sentido, que no sabía por qué se sorprendían de que tanta
gente faltase a sus clases, que les deseaba la más profunda de las tristezas.
No fue ninguna sorpresa cuando supo que había
suspendido también la recuperación. Entonces se matriculó el curso siguiente
con otro profesor y al poco de empezar las clases acudió a una tutoría, allí le
dijo:
—Ya he suspendido a dos profesores, ándese usted con
cuidado.
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