El emperador era joven y extremadamente poderoso,
sin embargo temía, tal como le había enseñado su padre, al pueblo, pueblo que
no lograba imaginar más que como la multitud de personas que llenaban la plaza situada
frente al palacio en los grandes acontecimientos.
Fue por esto por lo que el emperador aceptó con
entusiasmo la idea de un viajero que proponía situar una serie de cristales
desde el balcón imperial hasta la plaza de tal forma que cada uno ampliase su
imagen como si fuese una lupa y así cada cristal —proporcionalmente más grande—
le iría convirtiendo en un gigante de cara al pueblo, que finalmente solo
vería su descomunal estatura en un cristal de la altura del palacio situado
frente a ellos.
El emperador apareció monstruosamente grande aquel
día nublado. Llevaba puestas sus mejores prendas y la gente, después de gritar
de pavor, se arrodilló hincando sus frentes en la grava. Sin embargo las
nubes se apartaron y apareció el sol, el cual incidió sobre el cristal más
grande, que llevó la luz hasta el siguiente y así hasta que la luz del sol,
guiada por aquellas lupas, abrasó al emperador como si fuese una hormiga.
Cuando la gente levantó la vista vieron a través de la lupa a su emperador
bailando con el fuego y convirtiéndose en pura ceniza, no pudieron sino
aplaudir llorando ante aquel bellísimo espectáculo,
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