—¿Qué es eso?
—Es mi pez.
El niño sujetaba una cosita roja con las dos manos
apretadas contra el pecho.
—¿Cómo se llama?
—Se llama Apolo.
La cámara daba a la escena un aspecto de película
de los ochenta. A la mujer que preguntaba no se la veía, ella sujetaba la cámara.
—¿No debería estar en el agua?
—No —. El niño parecía completamente sereno.
—¿Por qué?
—Porque está muerto.
—¿Está en el cielo, con los angelitos?
—No, está muerto. Los peces no van al cielo.
—¿Y qué vas a hacer con él?
—Tirarlo ahí —el niño separó una de las manos del
pecho y señaló algo, la cámara giró y enfocó el retrete.
—¿Y por qué no lo haces?
—Porque me quiero despedir de él.
—Entonces despídete —. El niño dejó ver el pequeño
pez rojo con la tripa blanca que tenía en las manos y lo besó una vez. Después
lo miró y lo besó tres veces más. —Vamos.
El niño se acercó al retrete y dejó caer el pez al
agua inclinando las manos hacia delante, como si éste estuviese vivo y lo
dejase caer en una pecera llena de agua. Al instante le dio al botón de la
cisterna y el pez empezó a dar vueltas a gran velocidad hasta que desapareció.
El niño miró un instante el agua ya en calma y después a la cámara con lo que
parecía un amago de sonrisa que se descompuso al instante. Entrecerró los ojos
y apretó los labios para volver a abrirlos mientras empezaba a llorar, aún sin
lágrimas, con un quejido prolongado y desgarrador. Volvió a cerrar la boca, se
apretó la tripa con las manos y se inclinó ligeramente hacia delante
mientras el quejido daba paso a las lágrimas y los sonidos propios del llanto.
—¿Qué pasa? —preguntó la voz.
—Apolo —se le entendió al niño.
Otra persona apareció en escena, solo se veía
parte del cuerpo, parecía una mujer. El niño corrió hacia ella y se abrazó a
su tripa apretando su cara contra el estampado de flores de la camiseta.
Todavía se le oyó murmurar “Apolo” antes de que se acabase la grabación.
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