lunes, 7 de junio de 2021

El río es denso y arrastra cosas

 El sargento se había separado de sus tropas. Al salir de la aldea les había dado la orden de que avanzasen sin él, cruzasen el puente chico y siguiesen el camino hasta el cuartel. Por allí decir camino era decir mucho, casi había que guiarse más por el viento, el norte y el este, porque a los caminos se los iba tragando la selva y esa era una lucha que el hombre sabía perdida. Habían salido hacía tres días del cuartel para sofocar una revuelta en una aldea sin importancia y habían cumplido su misión, oh sí, sí que la habían cumplido. Si había una unidad demográfica más pequeña que aldea a eso la habían reducido. Había dos ríos ahora en aquella zona, el que pasa bajo el puente chico, al que el sargento se dirigía, y uno nuevo, rojo, que se perdía en la selva. Cabe preguntarse si el sargento sufría remordimientos en algún momento, en la noche, quizá, pero el sargento no mezclaba su trabajo con sus sentimientos, él obedecía órdenes y no buscaba más que el cumplimiento de las mismas. Solo un rostro lograba aparecerse ante él en las horas agotadoras de la siesta, no para lamentarse, sino para distraerle, como un conocido de vista con el que no se tiene relación, pero igualmente se le aparecía. Era el de un viejo chamán de una religión ya extinta que se paseaba por los mercados de una ciudad recogiendo la basura del suelo, hablando con quien pudiera y aceptando algunas limosnas que nunca pedía expresamente. Aquel hombre, que podía cruzar el bazar sin ser visto si uno no quería verle, llenaba a la gente de un sentimiento cálido y denso cuando le veían acercarse. Pues a ese hombre tuvo que hacerle el sargento arrodillarse en la plaza junto con otras doscientas personas. Fue cuando la religión tonteó con el gobierno y se produjeron persecuciones de todo aquel que rezase a un dios distinto o al mismo pero llamándole por otro nombre.

El sargento llegó al fin junto al puente chico. Venía andando y había tardado más de lo esperado. Llegó junto al puente chico o más bien junto a lo que quedaba de él. Otros viajeros allí plantados le contaron que había habido grandes lluvias en el nacimiento del río y éste había crecido tanto que lo había arrollado todo a su paso, incluyendo el puente. El sargento, como buen oficial, tenía una expresión siempre tensa y tranquila, así que sacó su pitillera, se encendió un cigarrillo y echó a andar, despacio, río abajo buscando un lugar por donde cruzar. El río, ahora cebado, parecía fluir lento, pero el sargento sabía que quien lo intentase cruzar moriría ahogado inevitablemente y su cuerpo sería enterrado en el cementerio del lecho de barro. Tiró la colilla a las aguas oscuras y aún vio unos segundos el blanco del filtro antes de desaparecer. Después vio, unos metros más allá, una hoja flotando. Era una hoja verde de una forma impecable, como el dibujo de un libro de botánica, y aunque la arrastrase la corriente parecía no tener nada que ver con las aguas, parecía levitar unos centímetros sobre ellas. El sargento echó a andar más deprisa con tal de seguirla. Varias veces tropezó y se levantó asustado creyendo haberla perdido, pero el verde de la hoja destacaba frente a los colores impuros del río. En un momento dado, donde el río empezaba a dibujar enrevesadas curvas sobre la tierra, vio cómo la hoja se acercaba a la orilla y estiró la mano para cogerla.

Cuando llegó la noche llegó también el frío. El sargento empezó a tiritar con la violencia que solo había visto en los soldados que habían enfermado con las fiebres del bosque. A duras penas encontró un pequeño claro y logró encender un fuego. Cuando éste estuvo listo pudo calentare lo suficiente como para hacerlo más grande y así formó una gran hoguera por la que habría castigado a sus subordinados, un fuego así podría ser visto desde muy lejos. Entonces, ya sentado y habiendo entrado en calor, sacó la hoja. No estaba ya mojada, pero igualmente parecía brillar como si la cubriese el rocío. De pronto oyó pasos en la negrura que se acercaban. Guardó la hoja y sacó el revólver. Entonces salió de la oscuridad el viejo chamán y se sentó frente a él. El sargento bajó el arma pero sin dejar de apuntar.
—Yo te maté —Y el anciano chamán asintió en silencio.
—Tú me mataste, pero no pareces sorprendido de verme aquí esta noche.
—Es la selva, que embruja a un hombre solo —Y el anciano negó varias veces, despacio.
—Ahora ya no estás en la selva. Si fuera de día podrías verlo, pero aquí nunca luce el sol.
—¿Estoy muerto? —El anciano asintió otra vez—. ¿Cómo he muerto?
—Siempre pensaste que morirías bajo un arma como la que sostienes, sin embargo moriste por la hoja de un árbol.
—Yo solo bajé la corriente.
—Es cierto, fuiste corriente abajo hasta llegar aquí.

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