A Jesús, María, Paul y Lur, que me trajeron la historia hecha.
En el último momento se gira para
mirarme y como si se quitara la ropa me muestra su terror, la manera en que le
brillan los ojos, cómo se queda paralizada. Me abalanzo sobre ella, la
inmovilizo, pero espero un momento antes de continuar. Me divierte. No me
divierte su sufrimiento, sino que esté a mi disposición. Me divierte poder
hacer con ella lo que quiera, matarla, por ejemplo, en cualquier momento. Finalmente
lo hago, ¿por qué? Porque no tenía nombre y yo sí lo tengo. Yo me llamo
Napoleón.
Me llaman Napoleoncito, aunque se
refieren a mí de muchas otras formas, me llaman con abreviaciones, con nombres
genéricos e incluso con sonidos ambiguos. Yo siempre sé que se están refiriendo
a mí, pero la mayor parte de las veces les ignoro. Me gusta dormir, me canso
enseguida. Si me buscas ve a mirar allá donde esté el sol, me encontrarás echado
a sus rayos. Sin embargo esa faceta mía no cuaja tan bien con mi otro carácter,
el de salir por las noches como un salvaje y recorrer los descampados haciendo
notar que todo eso es mío. Y si me encuentro con alguien que se me encara y se
atreve a retarme, ya puede ir buscando a quien le cave el hoyo. El otro día,
por ejemplo, volvía ya para casa cuando un negrito se me acercó y empezó a
gritarme, así que me lancé sobre él con el más puro estilo Duelo a garrotazos y
así acabé yo con un tajo en el costado que necesitaría puntos, ¿pero él? Él se
fue a casa sin una oreja.
Mi nombre me lo puso el hombre
que vive aquí al lado. Debe ser rico, porque su casa es inmensa, mucho más
grande que la mía, aunque nunca me ha dejado pasar. Sin embargo es amable, me
trae comida y a veces jugamos. Napoleoncito, me dice. Es un tipo simpático, me
lleva a que me suturen las heridas cuando vuelvo a casa con ellas.
El otro día me encontraba
limpiándome las uñas con la corteza de un árbol cuando se me acercó uno con
caminar sugerente. Apunte estuve de lanzarme a su cuello viendo cómo venía,
pero él era diferente, él tenía un nombre, se llamaba Silvestre. Nos caímos
bien enseguida y viendo que podía tener hambre le invité a mi casa. Fuimos
juntos todo el camino, pero al llegar yo pasé y él se quedó fuera. Estuve
esperando dentro, le indiqué que pasara, pero nada, Silvestre erre con erre con
que no podía, y al final se marchó sin haber probado bocado.
Bueno, quizá debería haber dicho
que yo, Napoleón, Napoleoncito, no soy emperador de Francia, sino que soy un
gato. Por eso no me deja entrar en su casa mi amable vecino (que sospecho que
tiene pretensiones de ser algo más) y por eso el pobre Silvestre no pudo entrar
a casa, porque la portezuela de mi caseta solo se abre ante el collar que llevo
puesto. Moderneces, vaya, cosas que le quitan a uno la legitimación de ser el
devorador nocturno.
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