lunes, 21 de junio de 2021

La niña junto a la corriente

A Paula, la niña junto a la corriente. 


Se sentaban junto al río después del colegio. Solía llegar él antes, se sentaba en la loma verde, se abrazaba las rodillas y miraba el curso del agua hasta que se daba cuenta de que ella ya estaba sentada a su lado. Tiempo antes de que ella empezara a venir él ya iba al río, llegaba, se sentaba y hasta el anochecer no volvía a casa. Desde que venía ella volvía a casa antes, mientras aún brillaba el sol, pero visiblemente más contento.

Lo compartían todo, la comida que pudieran tener, las historias del día, el barro bajo las uñas o los pelos rubios de la niña mala que se había metido con ella habiendo perdido en consecuencia el derecho a tener un pelo tan bonito y brillante. Compartían también el silencio mirando la corriente, la suavidad y claridad del agua, el vuelo de las libélulas, las ranas que huían y el ágil maniobrar de los peces.

Pero un día ella llegó, él le dio unas migas de pan y a cambio ella dijo:
—Tengo un secreto.
Y él le preguntó que qué secreto era, pero ella no se lo quiso decir. Él no lo entendía, porque los secretos ajenos siempre habían sido para terceros y no para ellos, aquel lugar era el agujero donde iban a caer las cosas de los demás que luego ellos compartían. Y si era un secreto de ella tampoco había razón para no compartirlo. Así que él se molestó, y le molestó más aún la sonrisa que esgrimió ella al verle a él molesto.

Las tardes se fueron llenando de cosas nuevas que decían ser importantes y demandaban tiempo y así se perdieron las ocasiones de ir a sentarse junto al río. En realidad fue él quien empezó a faltar, y no hizo el esfuerzo de sacar tiempo para ir a visitarla, pese a que sabía que ella seguía sentándose junto a la corriente a esperar por algunas horas a ver si él volvía.

Años más tarde él vino de visita desde la ciudad y después del itinerario obligado acabó junto a la loma verde. Con las manos en los bolsillos miró la corriente, hoy muy estropeada y sin vida aparente, y de pronto se dio cuenta de que ella estaba a su lado, sin que la hubiese sentido acercarse. Ella no se había movido del pueblo en todos aquellos años y se le notaban en el rostro las ramas de los árboles, las sombras de las lápidas y el polvo del camino. Mantuvieron un silencio tan largo que aburrió hasta al Sol, quien se despidió con un cielo rojo y se marchó. Después él le preguntó por aquel secreto y ella le contó lo que recordaba, algo acerca de ella y de la niña rubia riéndose de él por cualquier tontería. Se despidieron y él se volvió a la ciudad guiándose por la luna.

De camino a casa pensó en que había abandonado aquella amistad hacía años por un secreto que hoy no era nada. Qué curiosa era la relación del tiempo con todo lo demás. Aunque quizá no hubiera sido solo el secreto, tal vez había habido más cosas, y le vinieron imágenes de ella cazando las libélulas para arrancarle las alas, atrapando las ranas que huían para ensartarlas en un palo y pescando con las manos desnudas para sacar a los peces del caudal y dejarlos morir sobre la hierba al sol. Pero sacudió la cabeza y se libró de aquellos recuerdos, porque en verdad qué importaban ahora.

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