En el momento de la lucha los cortes resbalan en
las escamas y el fuego las vuelve negras sin llegar a tocarte la piel. Al
final, en la victoria, la gente te felicita y te da palmadas en la espalda,
palmadas que no sientes debido a las escamas. Entonces te apartas y con
paciencia empiezas a desprenderte de aquello que has usado como armadura. Las
escamas grandes pesan como metal entre los dedos y son fáciles de retirar, pero
a medida que se van haciendo más pequeñas el proceso se vuelve más lento y tiendes
exasperarte. Finalmente quedan aquellas que han servido para cubrir los huecos
entre las escamas mayores, unas del tamaño de una uña. Éstas se te adhieren a
las yemas de los dedos, a las palmas, a las muñecas incluso. Coges una sola
entre dos dedos y al abrirlos ves que no cae, entonces la coges con otros dos
dedos y los agitas hasta que logras que se desprenda, pero al lograrlo miras
las manos, la ropa, la piel, todas esas pequeñas escamas que antes te han
salvado y ahora están acabando contigo. Pruebas a frotar con fuerza una palma
contra la otra, notas cómo se te clavan y cómo apenas caen, cómo resbalan al
tacto y cómo se incrustan en la piel hasta estar al nivel de ésta, sin
sobresalir de tal forma que tienes que arrancarlas clavándotelas por debajo de
las uñas de los dedos correspondientes. Y ahí es cuando te dan ganas de salir
corriendo, de chocar contra las ramas que encuentres, de frotarte en el barro y
de acabar sumergiéndote en una fuente de agua, y sin lugar a dudas lo harías si
supieras que eso te librará de ellas, pero bien sabes que no es así. No podrás
hacer que las escamas brillantes se despeguen de una forma rápida. Nada de
correr y sumergirte porque verás que las escamas aún siguen ahí, anegadas a tu
piel. Y mientras flotas sentir que puestas en las yemas te impiden dar
brazadas, que las piernas se te hacen pesadas y torpes y que crees ahogarte en
un charco donde en realidad solo saltas como un pez vivo que pronto se ahogará.
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