lunes, 15 de enero de 2018

El último cuento nocturno

La puerta se abría sin hacer ruido, pero la pequeña la oyó y corrió por todo el pasillo hasta llegar a su madre, que entraba.
—¡Mira mamá, estoy borracha!
—¡Pero Lena, cómo se te ocurre! Uy, sí es verdad que estás bebida. ¡Ven aquí granuja! Mi madre me enseñó un truco muy sencillo para quitarse la borrachera de encima.
—¡Para mamá, que me haces cosquillas! ¡No estoy borracha, no estoy borracha! —y a Lena se le saltaban las lágrimas de la risa.
—Anda y corre con tus hermanos, y que no me entere yo de que vuelves a beber.
La pequeña salió corriendo y la madre suspiró, notablemente alto, al entrar en la cocina y ver la mesa llena de trastos, trastos que pertenecían al padre, que bordaba en un bastidor.
—Buenas tardes, cariño —dijo él sin levantar la mirada pero con uno de esos reojos que parecen demostrar que no se levanta la mirada porque lo que se mira es aún más importante.
—Hola. ¿Cambiaste el pantalón?
—No, he decidido quedármelo.
—Se te pasó el plazo, ¿no?
Y entonces él ya sí levantó la vista:
—Coincidieron que se acabara el plazo con que decidiese que me gustaba así.
—Bueno, tú verás. Por cierto, los niños vieron a Katy muerta.
—¿Y quién es Katy? No me suena.
—Katy es la gata de los vecinos. Era.
—¿Y están muy disgustados?
—Justo es eso, que no lo están.
—Somos terribles.
—No, idiota, me refiero a que no entienden qué es la muerte. Me preguntaba si podrías hablarles tú del tema.
—Claro.
—¿En serio?
—Sí, pero no ahora.
—¿Esperamos a que se les muera un amigo, pues?
—Te pediría que no pusieses ese tono porque tengo una idea.

—Uno, dos y tres —dijo mientras les tocaba con el dedo en la tripa a cada uno.
—¿Solo eso?
—Sí, así de fácil.
—¿Entonces Katy consiguió las piedras? —Lena, con la sábana a la altura de la barbilla, no se sabía si no se llegaba a creer la historia o si le asustaba un poco.
—¿Katy tenía alma?
—Sí.
—Entonces debió conseguir las piedras, ¿no crees? —y con el dedo con el que le acababa de tocar la tripa hablándole de la muerte, ahora le tocó la nariz.
—¿Cuántas piedras doradas necesita el alma de un gato para que el Guardián de la Noche le deje pasar?
—Ah, yo eso no lo sé, yo nunca me he muerto.
—¿Y por qué conoces esta historia entonces?
—Porque yo estudié para muerto, pero luego dije “¡alto, yo no me puedo morir sin ser primero el padre de tres granujillas!”. Pero anda, ahora a dormir, si no os incordiáis entre vosotros mañana os contaré la historia del alma de vuestra tía abuela María, que a veces viene por aquí y me pregunta muy seriamente si os educo bien.
El padre fue hasta la puerta, apagó la luz, salió, cerró la puerta y esperó unos segundos un poco tenso por ver si todo se derrumbaba.
—Lo has hecho muy bien —y sintió que una mano cariñosa se le apoyaba en el brazo.
—Antes, un comentario así hubiera venido aderezado con un beso en la mejilla.
—Tendrás que mejorar tus historias para eso.

Su madre había bordado, y lo había hecho muy bien, y él tenía que haber ido a aprender justo cuando ella no podía enseñarle nada. Vaya forma de estropear un legado.
—Buenas tardes cariño, qué tarde llegas hoy.
—Una reunión. Por cierto, ha llamado la señora Concha, los niños están obsesionados con la muerte.
—¿Quién es la señora Concha, otra gata del vecindario?
—La señora Concha es la maestra de Lena. Me ha llamado en nombre del colegio para decirme que nuestros queridos hijos están obsesionados con el tema de la muerte y que han revolucionado sus respectivas clases.
—¿Ves? Ya te lo decía, llegarán lejos.
—¿Me quieres escuchar? Tienes que arreglar este embrollo.
—¿Embrollo? ¿Y por qué lo tengo que arreglar yo?
—Pues porque tú les has llenado la cabeza de espíritus y ahora tenemos tres hijos protosuicidas encantados con la idea del más allá.
—Bueno, pues solo tienes que ir y hablarles de que cuando uno se muere su conciencia se desvanece en la nada y su cuerpo se pudre para dar lugar a millones de nuevos tipos de vida nacidos de la putrefacción.

—¿Trampas?
—Sí, querer morirse antes de tiempo.
—¿Y uno cuándo se tiene que morir?
—Cuando le toca.
—¿Y cuándo le toca?
—¡Menos mal que no lo sé! ¿Os imagináis? Qué aburrida la vida si lo supiéramos.
—Pero Lena, no le interrumpas. Sigue, papá.
—Pues eso, el Devorador de Almas. Dos cavidades oscuras por ojos, miles de dientes afilados como astillas, un hedor frío proveniente de sus entrañas.
—¡Pero si tiene las piedras doradas!
—¡No! Hizo trampas y se quitó la vida antes de tiempo. Cuando le enseñe las piedras, éstas ya no serán doradas, de pronto se verán rojas, y el Devorador de Almas es ciego y sordo, pero sin embargo se siente repelido por el color dorado… y atraído por el rojo. Buenas noches, chicos, ale, a dormir.
Cuando salió del cuarto de los niños reinaba el silencio y se encontró solo en el pasillo, su mujer no estaba allí.

—Y mira que las revistas de costura siempre me parecieron lo más aburrido del mundo, ¿te puedes creer?
—Sí, sí, claro.
—¿Me estás escuchando?
—Cariño, ahora no tengo tiempo, me han llamado del trabajo, me tengo que ir.
—¿A estas horas?
—Sí, es una urgencia. Por cierto, tienes que hablar con los niños para que hagan los deberes, cuéntales un cuento si quieres.
—Cariño.
—¿Qué pasa?
—Llevo ya un tiempo con este bordado y no me has dicho nada sobre él.
—Ya me lo enseñarás. Buenas noches.

—Ni la espada, ni la flecha, ni la magia. Nada. A aquel dragón solo le hacía efecto un antiguo hechizo venido de lo más profundo del desierto de Udon’Don. Así que la doncella y el vagabundo tuvieron que juntar todos sus conocimientos, todo lo aprendido, que ante ellos fue creciendo como una bola de azul púrpura. Ella aportó lo que le enseñaron sus maestros; él, lo que le enseñó la vida. Y cuando le lanzaron la bola, el dragón se deshizo en hilos de fuego que volvieron al Sol, de donde había salido. Buenas noches.
A ellos dos se les olvida lavarse los dientes, y Lena aún se resiste a la ducha.
—¡Se le había empezado a caer la piel! Así que Bartín-Bartón le llevó hasta la Gran Cascada, donde el agua le limpió y le devolvió la nariz que se le había caído durante el camino. En agradecimiento, él le cubrió las encías con un mágico ungüento blanco, azul y rojo que hizo que le volvieran a nacer los dientes. Buenas noches.
Se dejan la mitad del plato. Sí, hoy también tengo reunión.
—¿Y sabéis por qué había vencido la joven Damieris a los tres colosos? Sí, porque se había comido todo el banquete que le había ofrecido el Rey Sol. Buenas noches.
Y uno de los niños les enseñó unas fotografías de un hombre con una erección.
—Y así es como nacen los niños. Buenas noches.
No le pueden levantar la voz a un profesor.
Buenas noches.

—¿Hoy también trabajas?
—Sí, es este proyecto, que nos tiene a todos hartos en la oficina.
—¿Alguna idea para la historia de hoy?
—No, hoy tema libre. O si quieres descansa, estarás cansado.
—No, tranquila, tengo algo en mente. Una lección de la vida.
—Bien, genial, yo me voy ya.
—Cariño.
—¿Sí?
—Recuerda que tienes tres hijos.
—¿Por qué lo dices?
—Ten buena noche.

La puerta se abría sin hacer ruido. La madre sacó el móvil del bolso y dejó éste sobre una silla junto a la entrada. También se quitó los tacones y pasó de puntillas a la cocina a por un vaso de agua. Sobre la mesa, terminado, estaba el bordado de su marido, era el capullo de una rosa roja en el proceso de florecer. Lo acarició, era bonito. En el pasillo vio que aún había luz bajo la puerta de la habitación de sus hijos, y al llegar a ella la empujó con los dedos. Dentro, sobre la cama, estaban tumbados sus tres hijos mirando al padre, también tumbado, que le daba la espalda a la puerta.
—Y es así cómo él ya no pudo hacer nada más. Nuestro protagonista se encontraba delante del espejo que había colocado allí el brujo, y su amada estaba detrás de él, en algún lugar extraño junto a ese mago. Nuestro protagonista atacó el espejo con todo lo que tuvo, intentó romperlo, pero sus golpes se le volvían en contra, hasta que cayó exhausto. Y al otro lado, una risa conocida, no dejaba de oírse.
—¿Y así termina?
—Así termina. Buenas noches, chicos —entonces se giró sobre la cama y la miró a ella—. Buenas noches para ti también, mi amor.

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