domingo, 14 de febrero de 2021

Cumplir a destiempo


Se despertó animado, pese a lo que había estado rondando su cabeza toda la semana. Fue al baño y se lavó la cara. Después, preparando el desayuno, miró su teléfono móvil hasta que casi se le quema el café. La noche anterior había pensado en si apagarlo o si dejarlo encendido, y en qué significaría hacer cualquiera de las dos cosas. Finalmente optó por dejarlo encendido pero en silencio, así no le molestaría pero serviría de red para cazar todos los mensajes que pudieran llegar por la noche. Lo cogió y vio que no había ninguno, nadie le había escrito, y tampoco había llamadas. No pudo evitar que esto le afectara, un poco al menos, dentro de sí, a la altura de los riñones o del páncreas, pese al esfuerzo que había hecho toda la semana para concienciarse de algo así.

Más tarde salió a la calle. En casa no lograba dejar de mirar cada poco la pantalla y aunque ahora llevase consigo igualmente el teléfono lo había guardado en un bolsillo incómodo que le recordaba que no debía continuar cada vez que iba a por él. Tenía que comprar algunas cosas, cosas sencillas de sábado por la mañana, pero nada de regalos, no quería caer en la autocompasión, ni siquiera en el cariño a uno mismo. Si trataba de vislumbrar la soledad debía hacerlo con la franqueza del agua helada.

Cuando llegó al mercado, en plena calle, le vino a la cabeza una chica. No era nadie en especial en realidad, tan solo una compañera de clase con la que habló contadas veces y a la que tiempo después buscó en las redes y con quien habló dos veces más. No sabía qué podía tener aquella chica, no es que le gustara, o no de manera relevante, pero a veces, como en momentos como aquel, en aquel mercadillo y con esa luz, pensaba en ella. Se imaginaba que se encontraban y que empezaban a hablar, o que de pronto le escribía un día preguntándole qué tal estaba y diciendo que se había acordado de él. Aquel día se imaginó que se la encontraba en el mercadillo, que empezaban a hablar y ella alzaba mucho las cejas cuando se enteraba de que era su cumpleaños y le decía de invitarle a comer o se acercaba a un puesto y le compraba una naranja como regalo. O que de pronto recibía una llamada de un número desconocido, contestaba y era ella que le decía que no sabría si él la reconocía pero que habían sido compañeros de clase y que había encontrado su cumpleaños apuntado en una antigua agenda.

Pero esas cosas no se dieron. Tampoco otras.

Su teléfono no sonó a lo largo del sábado. Cuando llegó la tarde las luces se volvieron realmente deprimentes. Durante la semana había borrado los datos de aquel día de cualquier red y no le había recordado la fecha a nadie. Es así como debía hacerse, era como invocar la atención de las personas a las que pudiera importarles, pero como todo buen conjuro el resultado sería solo humo.

Abrió una botella de vino y empezó a beber. Bebía porque se sentía mal y quería sentirse peor. En el último momento se rindió y sí quiso haberse comprado algo, o ir a casa de un vecino y pedir algo intentando iniciar una conversación en la que dejar caer qué día era aquel. Se sintió peor, como si alguien quitase el tapón de un desagüe en el medio de sus tripas, así que se fue a dormir, o al menos se fue a la cama y se cubrió la cabeza con la sábana. Entonces sonó el teléfono. Pero no el móvil, sino el teléfono fijo del salón. Y él lo miró con lágrimas en los ojos y verdadera rabia. No, ya no, por favor que no sea nadie, que se hayan equivocado. Que el día quede cerrado y nada lo arregle, que en el agujero que quede caiga yo.

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