lunes, 15 de marzo de 2021

Íbamos a clase juntos y él tenía una espada

 

Nos conocimos en clase, en la universidad. Todos sabían quién era él, todos conocían sus ojos algo rasgados, su piel de color café y los jerséis blancos que le gustaba vestir. Todos querían verle una vez más por los pasillos o sentarse detrás de él en clase, y ya podía ser educado, simpático, amable e incluso divertido que entre tanta mirada nadie vería esas cosas porque la curiosidad que despertaba se debía únicamente a la espada que llevaba consigo siempre. Una espada no muy grande, del largo menos que su brazo, con empuñadura y funda de madera a juego sin cruz entre ambas, que solía llevar atada a la espalda completamente vertical o un poco ladeada como quien lleva una mochila. Y es que el hecho de que fuese acompañado siempre por su espada era una cuestión cultural tan seria que quienes tuviesen un certificado como el suyo podían llevarla en público con total libertad con el beneplácito del Ministerio.

Siempre he dicho que no me fijé en él por lo mismo que la gente, que la primera vez que hablamos fue porque nos tocó hacer un trabajo en parejas, pero la verdad es que si le invité a mi casa con la excusa del mismo fue motivada por la misma fascinación de todos los demás. Es que llevaba una espada, una espada, y lo diré una vez más: una espada. Le miraba como los niños miran las pistolas en los cinturones de los policías. Y mientras esperaba en casa a que llegase me pregunté si por ser aquello más informal no la traería y casi me decepciono, pero apareció con ella en la espalda y cuando nos sentamos en la mesa de la cocina la apoyó en una pata y cuando nos trasladamos a mi cuarto la dejó apoyada en la pared, al lado de la puerta, con mucho cuidado.

Ya había hecho amago de salir con otras dos chicas de clase, o más bien ellas le habían llevado a dar vueltas que no acabaron en ningún lado. Él parecía no tener iniciativa para esas cosas, era sumamente tímido y eso me llenaba ya la copa del gozo: un chico tímido que no puede estar en un cuarto en el que no esté también su espada. Yo le fui invitando a hacer planes y él me decía que sí a todos, quizá tuvo que ver con el hecho de que yo me hubiese propuesto no hacerle ninguna pregunta, ningún comentario, ni la más leve observación sobre su espada, como si no la viera, como cuando tratas con una persona que tiene una deformidad en la cara de esas que no puedes dejar de querer mirar. Ahí fui viendo los rasgos de su personalidad que si bien no son los que más me atraen sí me resultaban simpáticos, agradables e increíblemente cómodos. Y así empezamos a salir.

Es extraño, hacíamos vida de pareja, nos sentábamos juntos en clase, íbamos al cine, salíamos a dar una vuelta, a merendar, nos besábamos, poníamos la música alta, todas esas cosas, y sin embargo yo hacía todo eso, de alguna manera, por la espada. No sé muy bien cómo explicarlo, el ejemplo más cercano que me viene a la cabeza es el de esos chicos que pasan meses atentos y serviciales con una chica solo porque esperan acostarse con ella. Invierten una cantidad de esfuerzo descomunal por algo en definitiva breve, pero es la ilusión lo que les empuja, aunque tampoco deben sufrir en el intento, imagino, quiero pensar que cederían si se encontrasen mal. Pues algo parecido me pasaba a mí, no es que buscase algo concreto, tocar la espada o algo parecido (la toqué mientras él dormía, aunque no la desenvainé por miedo de que el sonido le despertase), sino que el arma despertaba en mí una extraña fascinación, o más bien la despertaban  la suma del arma y él. No dejaba de imaginarme situaciones en las que podría tener que llegar a usarla, o en las que se podría aprovechar de portarla, pero él nunca la sacaba, claro es que tampoco tenía necesidad. Me avergüenzo ahora de reconocer que salíamos a pasear y mis pasos, en apariencia inocentes, nos llevaban a los arrabales donde secretamente yo fantaseaba con que alguien nos iba a atracar y él no tendría más remedio que desenvainar. Tampoco buscaba que hiriese a nadie, pero le quería ver esgrimiendo el arma. La verdad es que si me lo imaginaba colocándose en una postura concreta, con las piernas ligeramente flexionadas y el acero brillando sentía que me subía un calor que casi se podría llamar placer, de hecho es que lo era, sentía placer al imaginarle, y deseaba verle con ella en la mano como el chico del ejemplo deseaba ver desnuda a la chica después de tantos meses.

No sé muy bien qué pasó después. Yo lo achaco a una escena concreta que me cambió la forma de verle. Unas antiguas amigas me dijeron de volver a reunirnos y hablamos de llevar a nuestras parejas, porque coincidía que en aquel momento todas teníamos. Yo me sentía muy orgullosa imaginándome llegando con él. Sentía curiosidad por ver las caras de ellas, por imaginar qué pensarían, si quedarían también cautivadas por la escena de calma y tensión que inspiraba mi espadachín. Nos juntamos en casa de una de ellas, que se había independizado hacía poco, y en su salón, con música alta y bajo una luz rojiza y púrpura, empezamos a beber y a bailar en un intento de fiesta. Ya de primeras, antes de llegar, yo le había estado intentado inspirar seguridad y confianza, porque quería que aquella noche él fuese más duro y frío, quería que impusiese, y sin embargo estaba muy nervioso por la reunión, de hecho se encontraba al borde del ataque de nervios. Conseguí calmarle, pero al llegar estaba casi mudo. Y en la fiesta, cada vez que le miré, le fui viendo más apartado, más pequeño, con su vaso rojo congelado en la mano, y la espada apoyada en una pared lejana, donde nadie la relacionaría con él, no siendo más que un cacharro, no más que un paraguas en su paragüero. Aquella noche vino conmigo a casa como habíamos acordado y allí le grité. Le dije las cosas más feas y repugnantes que pude traer al mundo, y cómo no apelé a la espada, y por un momento, al ver que se le humedecían los ojos, esperé que fuera rabia y desenvainase contra mí, aunque parase el filo en el aire. Pero solo se fue, en mitad de la noche, a esas horas en las que solo queda caminar o coger un taxi, llevándose consigo la espada, por supuesto. Y luego ninguno quiso arreglarlo, tan solo pasó el tiempo y dejamos de hablar definitivamente. Poco más tarde acabó el curso y tuvimos una excusa para ni siquiera cruzarnos. Hace unas semanas, una amiga reciente que no conoce esta historia me llamó para contarme muy excitada que tenía un compañera nueva en el trabajo que llevaba consigo una espada porque así lo mandaba su religión, yo quise enfriar el tema y lo zanjé enviándole un reportaje que hablaba sobre la cuestión en nuestro país, imagino que ella no lo leyó y pasamos a hablar de otras cosas.

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