Al final se firmó la paz. El capo
del valle se inclinó ante el de la ciudad, se reabrieron las rutas y se
guardaron las armas. Pero el capo de la ciudad, el Señor, tenía sus exigencias
para que la carne tirante de la herida no se reabriese y pidió que se le enviase
al primogénito del capo del valle. Pero resultó que el primogénito era mujer, y
ésta fue igualmente a la ciudad, con el contento de su padre, que tardaría un
mes justo en darse cuenta de que había enviado a la joya de la casa y que sus
otros hijos no servían ni para sentarse a cenar.
Así pues la Primogénita llegó a
la ciudad y la recibieron con amabilidad. Era alguien importante, de su vida
dependían una guerra o una paz, así que se le dio una casa bonita y todos los
cuidados que pudiera necesitar. Era una chica activa y entendía que el mundo
actual era mucho más amplio del que
habían vivido sus padres y los demás padres, que al fin y al cabo estaban
atados a la tierra, a la ciudad y al valle, y hablaban de los caminos que van
al norte con un deje en la voz que parecía anunciar carreteras de tierra blanca
hecha de polvo y carromatos tirados por caballos, así que anunció su deseo de
viajar y no se supo cómo decirle que no. Mientras que en la ciudad ella iba
siempre acompañada de un guardaespaldas-celador-administrador al que conocían
cariñosamente como Mayordomo, cuando se iba a visitar otro país la escoltaba
medio ejército del Señor y así consiguió éste que a ella le diera apuro viajar
más por la vergüenza que por el lazo.
La Primogénita, que para más
señas se llamaba Andrea, era una chica humilde pese a ser hija de y haber
vivido donde, pues su padre había crecido en la nada, cuando al valle no se le
conocía como el valle sino como la nada o como un valle, e intentando inculcar ese espíritu robusto en sus hijos
les había hecho crecer en la carestía total. De esta forma Andrea ahora no
sabía utilizar los privilegios que otros le consideraban obvios. Un día por
ejemplo tuvo un percance con un chico en la escuela y probó a decirle llorando
a Mayordomo que aquel muchacho había sido malo con ella, pero al ver cómo él
revisaba el cargador de su pistola tuvo que aclararle que nada de sangre, y al
que él miraba sus puños resaltó el nada
de sangre. Al final intercambiaron unas palabras y el muchacho de la escuela
pasó a ser todo sonrisas y amabilidad con la Primogénita.
El Mayordomo recibía el dinero de
ella y lo administraba, pero como he dicho Andrea no era de muy gastar -seguía aguantándose
las ganas de un helado toda la semana hasta que llegaba el sábado porque a ella
le habían enseñado que aquello era algo especial-, así que el Mayordomo empezó
a quedarse con el dinero que iba sobrando porque qué iba a hacer con él, no lo
iba a tirar, así que le cogió mucho cariño a la chica, que era simpática,
educada y le estaba haciendo rico.
Pero las cosas se torcieron un
día. Un día completamente normal, eh, uno en el que los diarios estaban vagos
sin noticias, en que los pájaros no se sentaban sobre los postes eléctricos, uno
en que la gente levantaba el brazo pero no insultaba porque ya para qué. Pues
un día así se torcieron las cosas porque el Señor dijo unas malas palabras del
presidente vecino, que era su mejor cliente, y éste, en un arrebato de esos que
te permite cierto poder, lo mandó matar y efectivamente lo mataron. No vamos a
hacer comparaciones con animales descabezados porque hay muchas y cada una
lleva a un lado, que si la hidra a la que le crecen dos, que si la gallina o la
serpiente que se siguen moviendo o que si yo al que de sopetón se le quitan las
migrañas. Pero ahí estaba, el reino sin rey ni golpe de estado. La tierra que
se iba llenando de fuego mientras los capos pequeños, los capocitos, bebían del
cuento de hazte a ti mismo y salían a pegar tiros. Un caos que arrastró al
valle y la ciudad haciendo que se consumieran y pasaran a ser la Nada. Y en esto
estaba la Primogénita mirando por la ventana con los brazos muy tensos y con el
Mayordomo detrás que miraba su arma y la espalda de ella pensando Tengo que
matarla, no cabe otra, tengo que matarla, qué hago si no. Pero en el último
momento le entró pena porque la vio ahí y justamente no vio nada, ni temor, ni
miedo, ni ambición, ni sueños, ni envidia, ni odio y ya incluso ni curiosidad,
porque ella había visto el fuego demasiado cerca, a esa distancia en la que
pierde la belleza para solo cegar y quemar. De esta manera apuntó con la
pistola, cerró los ojos y movió el brazo un poco hacia la derecha, donde vació
el cargador. Cuando abrió los ojos vio que ella había estado a punto de morir,
pero por caer de la ventana con el susto que le habían dado los disparos, por
lo demás él comentó Que mala puntería, oye, uno que pierde la práctica. Ella
fue a hacer la maleta, pero no tenía, así que llenó de ropa una bolsa de basura
y cuando bajó se encontró con tres pistoleros que estos sí que no tenían
intención de fallar pues estaban recién contratados por un capo de más allá de
las montañas y querían hacer bien su primer encargo, pero antes de que pudieran
decir una frase ingeniosa que repetir después mil veces fueron sacudidos por un
aire violento y cayeron al suelo. Andrea se volvió asustada, que la pobre no
daba ya para más sobresaltos, y vio al Mayordomo bajando las escaleras, mirando
su pistola y comentando Nada, chica, que la puntería ha vuelto.
Al cabo de un rato salían de la
Nada en coche a toda velocidad, porque el soborno para la policía caducaba mañana
y había que apurar para correr ahora mientras todavía no les paraban. El
Mayordomo opinaba que ella tendría que empezar a llamarle Papi, pero ella se
negó en redondo y dijo que si acaso le llamaría Tío. Y es que iban a perderse
en algún lugar lejano, de esos que tienen un cartel en la entrada porque no
salen en los mapas, mientras el maletero estaba a reventar de los billetes que
él se había quedado a costa de ella, todo esto mientras en la radio sonaba Quizás, quizás, quizás…
Mola
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