domingo, 7 de marzo de 2021

La Primogénita

 Al final se firmó la paz. El capo del valle se inclinó ante el de la ciudad, se reabrieron las rutas y se guardaron las armas. Pero el capo de la ciudad, el Señor, tenía sus exigencias para que la carne tirante de la herida no se reabriese y pidió que se le enviase al primogénito del capo del valle. Pero resultó que el primogénito era mujer, y ésta fue igualmente a la ciudad, con el contento de su padre, que tardaría un mes justo en darse cuenta de que había enviado a la joya de la casa y que sus otros hijos no servían ni para sentarse a cenar.
Así pues la Primogénita llegó a la ciudad y la recibieron con amabilidad. Era alguien importante, de su vida dependían una guerra o una paz, así que se le dio una casa bonita y todos los cuidados que pudiera necesitar. Era una chica activa y entendía que el mundo actual era  mucho más amplio del que habían vivido sus padres y los demás padres, que al fin y al cabo estaban atados a la tierra, a la ciudad y al valle, y hablaban de los caminos que van al norte con un deje en la voz que parecía anunciar carreteras de tierra blanca hecha de polvo y carromatos tirados por caballos, así que anunció su deseo de viajar y no se supo cómo decirle que no. Mientras que en la ciudad ella iba siempre acompañada de un guardaespaldas-celador-administrador al que conocían cariñosamente como Mayordomo, cuando se iba a visitar otro país la escoltaba medio ejército del Señor y así consiguió éste que a ella le diera apuro viajar más por la vergüenza que por el lazo.

La Primogénita, que para más señas se llamaba Andrea, era una chica humilde pese a ser hija de y haber vivido donde, pues su padre había crecido en la nada, cuando al valle no se le conocía como el valle sino como la nada o como un valle, e intentando inculcar ese espíritu robusto en sus hijos les había hecho crecer en la carestía total. De esta forma Andrea ahora no sabía utilizar los privilegios que otros le consideraban obvios. Un día por ejemplo tuvo un percance con un chico en la escuela y probó a decirle llorando a Mayordomo que aquel muchacho había sido malo con ella, pero al ver cómo él revisaba el cargador de su pistola tuvo que aclararle que nada de sangre, y al que él miraba sus puños resaltó el nada de sangre. Al final intercambiaron unas palabras y el muchacho de la escuela pasó a ser todo sonrisas y amabilidad con la Primogénita.
El Mayordomo recibía el dinero de ella y lo administraba, pero como he dicho Andrea no era de muy gastar -seguía aguantándose las ganas de un helado toda la semana hasta que llegaba el sábado porque a ella le habían enseñado que aquello era algo especial-, así que el Mayordomo empezó a quedarse con el dinero que iba sobrando porque qué iba a hacer con él, no lo iba a tirar, así que le cogió mucho cariño a la chica, que era simpática, educada y le estaba haciendo rico.

Pero las cosas se torcieron un día. Un día completamente normal, eh, uno en el que los diarios estaban vagos sin noticias, en que los pájaros no se sentaban sobre los postes eléctricos, uno en que la gente levantaba el brazo pero no insultaba porque ya para qué. Pues un día así se torcieron las cosas porque el Señor dijo unas malas palabras del presidente vecino, que era su mejor cliente, y éste, en un arrebato de esos que te permite cierto poder, lo mandó matar y efectivamente lo mataron. No vamos a hacer comparaciones con animales descabezados porque hay muchas y cada una lleva a un lado, que si la hidra a la que le crecen dos, que si la gallina o la serpiente que se siguen moviendo o que si yo al que de sopetón se le quitan las migrañas. Pero ahí estaba, el reino sin rey ni golpe de estado. La tierra que se iba llenando de fuego mientras los capos pequeños, los capocitos, bebían del cuento de hazte a ti mismo y salían a pegar tiros. Un caos que arrastró al valle y la ciudad haciendo que se consumieran y pasaran a ser la Nada. Y en esto estaba la Primogénita mirando por la ventana con los brazos muy tensos y con el Mayordomo detrás que miraba su arma y la espalda de ella pensando Tengo que matarla, no cabe otra, tengo que matarla, qué hago si no. Pero en el último momento le entró pena porque la vio ahí y justamente no vio nada, ni temor, ni miedo, ni ambición, ni sueños, ni envidia, ni odio y ya incluso ni curiosidad, porque ella había visto el fuego demasiado cerca, a esa distancia en la que pierde la belleza para solo cegar y quemar. De esta manera apuntó con la pistola, cerró los ojos y movió el brazo un poco hacia la derecha, donde vació el cargador. Cuando abrió los ojos vio que ella había estado a punto de morir, pero por caer de la ventana con el susto que le habían dado los disparos, por lo demás él comentó Que mala puntería, oye, uno que pierde la práctica. Ella fue a hacer la maleta, pero no tenía, así que llenó de ropa una bolsa de basura y cuando bajó se encontró con tres pistoleros que estos sí que no tenían intención de fallar pues estaban recién contratados por un capo de más allá de las montañas y querían hacer bien su primer encargo, pero antes de que pudieran decir una frase ingeniosa que repetir después mil veces fueron sacudidos por un aire violento y cayeron al suelo. Andrea se volvió asustada, que la pobre no daba ya para más sobresaltos, y vio al Mayordomo bajando las escaleras, mirando su pistola y comentando Nada, chica, que la puntería ha vuelto.
Al cabo de un rato salían de la Nada en coche a toda velocidad, porque el soborno para la policía caducaba mañana y había que apurar para correr ahora mientras todavía no les paraban. El Mayordomo opinaba que ella tendría que empezar a llamarle Papi, pero ella se negó en redondo y dijo que si acaso le llamaría Tío. Y es que iban a perderse en algún lugar lejano, de esos que tienen un cartel en la entrada porque no salen en los mapas, mientras el maletero estaba a reventar de los billetes que él se había quedado a costa de ella, todo esto mientras en la radio sonaba Quizás, quizás, quizás

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