miércoles, 22 de marzo de 2017

El perseguidor

Venía rondándonos ya varios días. Isabel siempre que parábamos se refugiaba entre los árboles que se encontrasen más cerca atando los pañuelos y bufandas a sus ramas bajas para intentar hacer una suerte de paredes. Yo le decía que no hacía falta tanto, que no nos podía alcanzar si no salíamos del lindero del bosque o nos asomábamos a un claro. Al principio habíamos estado asustados con aquello de que hubiésemos estado siendo perseguidos, pero ahora solo estábamos exhaustos. Isabel ya no lloraba ni miraba la fotografía, y viéndola así quien tenía ganas de llorar era yo. Hacía frío, además, lo parábamos con nuestros abrigos pero como ratones de campo se las ingeniaba para entrar por los bajos de los pantalones, por las mangas o se quedaba colgando de la nariz. Un frío seco al que se sumaban la falta de sueño, el cansancio, la irritación y el estar siendo perseguidos. Cuando nos acurrucábamos, cuando Isabel me dejaba agazaparme junto a ella, lo oíamos más allá de los árboles y sobre las copas. Era violento, sobrecogedor. Isabel apretaba los ojos, yo solo los cerraba. Un día, sin embargo, al caer la tarde, cuando  ya habíamos decidido detenernos, Isabel sacó la fotografía y la volvió a mirar. No tenía los ojos iluminados, los tenía llorosos del cansancio y los labios resecos y apretados, pero al menos había vuelto a sacar la fotografía, que sujetaba con ambas manos y mantenía muy cerca del rostro. Sin embargo algo, tal vez un coletazo del perseguidor, le arrancó de las manos la fotografía, que empezó a avanzar recta, entre los árboles, a toda velocidad. Isabel corrió detrás, yo tardé en comprender que ella no lograría alcanzarla, que estaba corriendo un riesgo inmenso. Corrí detrás, no sabía qué rumbo había tomado pero seguí a la fotografía que volaba en mi imaginación. En un momento creí verla, el tono de su abrigo contra los troncos, y la seguí, seguí corriendo pese a no poder ya más. Entonces me detuve con fuerza agarrándome a una rama, más allá de mí se extendía la nada sin árboles. No había rastro de Isabel, solo el viento soplando furioso.

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