miércoles, 1 de marzo de 2017

El libro de dios

En el desierto de más allá de las montañas del este fue hallado un libro. El rey de los meleaos leyó el principio, vio que hablaba de un dios y, siguiendo sus palabras, esclavizó a las mujeres. El libro llegó entonces a manos de los zalamitas, que leyeron algo más y por mandato divino aniquilaron a los meleaos, pero mantuvieron esclavizadas a las mujeres. Entonces un grupo de zalamitas leyó un nuevo pasaje y, apoyándose en aquellas palabras, asumieron el poder sobre toda la tribu, que era ya un imperio. Pero apenas transcurridos unos meses, uno de ellos no leyó sino un párrafo más y en consecuencia tomó el poder en solitario, mandando cortar las cabezas de los otros dirigentes para agradar a aquel dios que se pronunciaba desde las letras. Los años fueron pasando y a medida que los autodenominados sabios del libro —autodenominados interpretando las palabras divinas, por supuesto— iban leyendo más, resultó que las gentes habían vivido siempre en unas pecaminosas conductas amorales que desde luego debían ser prohibidas, y así fue como el gobierno, la religión, la cultura, la economía y la vida pasaron a estar regidas por un libro que se iba desvelando poco a poco, a cada paso contradiciéndose y ocultando la libertad, y que a pesar de regirlo todo muy pocos tenían acceso a él. Pero hubo un muchacho que lo robó, entró por la ventana más alta del palacio que había sido construido según el designio del todopoderoso y saltó al vacío, sobreviviendo porque en el vacío no hay con qué golpearse. El muchacho leyó, leyó más que donde habían decidido quedarse los sabios, y llegó al final. Fue desmentido, aunque nadie leyó tanto como para poder llegar a desmentirle, pero lo que nadie estaba dispuesto a creer es que en la última hoja venía escrito: era todo una broma.

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