En el desierto de más allá de las
montañas del este fue hallado un libro. El rey de los meleaos leyó el
principio, vio que hablaba de un dios y, siguiendo sus palabras, esclavizó a
las mujeres. El libro llegó entonces a manos de los zalamitas, que leyeron algo
más y por mandato divino aniquilaron a los meleaos, pero mantuvieron
esclavizadas a las mujeres. Entonces un grupo de zalamitas leyó un nuevo pasaje
y, apoyándose en aquellas palabras, asumieron el poder sobre toda la tribu, que
era ya un imperio. Pero apenas transcurridos unos meses, uno de ellos no leyó
sino un párrafo más y en consecuencia tomó el poder en solitario, mandando
cortar las cabezas de los otros dirigentes para agradar a aquel dios que se
pronunciaba desde las letras. Los años fueron pasando y a medida que los autodenominados
sabios del libro —autodenominados interpretando las palabras divinas, por
supuesto— iban leyendo más, resultó que las gentes habían vivido siempre en
unas pecaminosas conductas amorales que desde luego debían ser prohibidas, y
así fue como el gobierno, la religión, la cultura, la economía y la vida
pasaron a estar regidas por un libro que se iba desvelando poco a poco, a cada
paso contradiciéndose y ocultando la libertad, y que a pesar de regirlo todo
muy pocos tenían acceso a él. Pero hubo un muchacho que lo robó, entró por la
ventana más alta del palacio que había sido construido según el designio del
todopoderoso y saltó al vacío, sobreviviendo porque en el vacío no hay con qué
golpearse. El muchacho leyó, leyó más que donde habían decidido quedarse los
sabios, y llegó al final. Fue desmentido, aunque nadie leyó tanto como para
poder llegar a desmentirle, pero lo que nadie estaba dispuesto a creer es que
en la última hoja venía escrito: era todo
una broma.
Buenísimo
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