Nadie es tan loco como
para pensar realmente que lo que pasó hoy pasará mañana. Por ejemplo, un novio
puede acariciar la mejilla y la barbilla de su novia y pensar que lo mismo
podrá hacer mañana sorprendiéndola en el portal o tras llamar al telefonillo.
Sin embargo no sabe si esto pasará, si al esperarla en el portal no la verá
llegar acompañada o si después de llamar la mamá le diga que no, que Josefina
no baja, y no le quede más remedio que meter las manos en los bolsillos y
caminar por la ciudad, preferentemente mojada.
Pese a lo dicho, ese
hipotético novio no va tan desencaminado al pensar que esa caricia que da hoy
la podrá dar mañana, a ese hipotético novio no se le pueden achacar los vicios
de esas otras relaciones —o ni relaciones, tan solo encuentros— tan fugaces,
inconclusas, impredecibles e inseguras en las que otro él da esa caricia
pudiendo hasta temblar pensando con qué facilidad será una caricia aislada, la
última caricia, que a otro él le tocará continuar mientras los dedos van
perdiendo la suavidad que lograron.
Habría que ver también
cómo acaban siendo las caricias del novio, habría que ver si perduran en el
cuidado, porque el otro, el casual, el último, el primero, el perdido, puede
ser un bruto sabiéndose aislado pero más probablemente acaricie esa barbilla
por todas las veces que no lo hará, la acaricie al infinito, no manifestándolo
en una increíble lentitud, sino a través de esas cosas que no haciéndose se
dicen, a través de algo que aquella barbilla y su dueña podrían no llegar a saber,
dejando un siempre, un regalo, una barbilla marcada que solo se podrá ver a
través de unos ojos concretos, y una mano ajena, la de él, que habiendo tocado
la piel que no estará sola, ha tocado algo distinto, algo nuevo, que se
repetirá siempre cuando solo esos ojos que ven se cierren.
No hay comentarios:
Publicar un comentario