Con el
tiempo uno entiende algunas cosas, además de que se unen la imaginación y los
falsos recuerdos y se queda sufriendo por lo que pudo hacer y no hizo, por lo
que pudo sufrir en el momento oportuno y no ahora así todo de golpe.
Recuerdo
el verano del noventa y ocho en que el abuelo vino a vivir con nosotros. Nada
más bajarse del coche y verme, se quitó la boina y me levantó en un abrazo.
Creo, aunque cualquiera sabe ya, que en ese momento pensé que era la persona
más fuerte sobre la Tierra, la más sabia, era mi abuelo y eso tenía un status
superior al de los padres, porque mi abuelo jamás tenía una mala palabra y si
por algún motivo caía castigado, él me guiñaba el ojo y yo ya sabía que los
gritos ajenos no valían nada porque luego subiría con el abuelo a la bohardilla
y se seguiría inventando cuentos para mí. Nunca recordaba bien el anterior, así
que improvisaba, iba creando sin querer un mundo de fantasía que yo sí
recordaba y con el que fascinaba a mis amigos. Cuando quería volver a algo
común le pedía que me siguiese contando sobre una ciudad o un personaje y él
enseguida los cogía como si le acabase de quitar de la boca el próximo capítulo
que pensaba narrarme. Había una ciudad, por ejemplo, llamada Sebastiada de la
que se iba olvidando, y lo que para él era empezar de nuevo, para mí era la
imagen fascinante de una ciudad con siete niveles, en cada uno de los cuales se
vivía conforme a una civilización distinta. Pero el problema de alejarse de la
realidad es que ésta se va haciendo más fuerte. No entendía por qué mi abuelo
después de desayunar me apremiaba a hacer las camas de toda la casa y a
ventilar las habitaciones, yo pensaba que él era mayor y podía no hacer esas cosas,
además de que a mí me apetecía salir a jugar, pero siempre se empeñaba, se
agachaba, me miraba a los ojos y me decía:
—Por
favor, Sebastián, ayúdame.
—¿Pero
por qué?
—Porque
no puedo confiar en nadie más.
—¿Pero
luego seguirás con la historia?
—Sí,
sí.
—¿Con
la princesa Sebastina?
—Sí,
sí, con ella, pero vamos, ayúdame con esto antes de que vuelva tu madre.
Y así
se agotaba con las labores de la casa que podría hacer cualquier otro mientras
él descansaba en el sofá, pero lo cierto es que parecía tenerle terror al sofá:
jamás se sentaba en él, jamás encendía la televisión, prefería sentarse en la
cocina, en el butacón o en una silla plegable en la terraza, y se dedicaba a
leer aunque le costase o a tratar con papeles interminables que yo por aquella
época veía como algo tan aburrido…
Me
duele ahora recordar cuando mi abuelo se encerró conmigo en la boardilla y me
pidió —tantas historias le exigía a cambio sin dejarle apenas hablar— que la
próxima vez que mi madre le enumerase las pastillas que debía tomar yo prestase
mucha atención y me las aprendiese todas y su orden. Recuerdo que aquella misma
tarde lo había olvidado todo y decidí coger dos pastillas de cada color. No
entendía a la noche los gritos tras la puerta cerrada de la cocina de mi madre
a mi abuelo sentado y con la cabeza gacha, no entendía la escena y no entendía
cómo podía presentar ese aspecto alguien que contaba tan grandes historias.
Al
día siguiente mi abuelo estaba triste. Me sonrió y terminó una historia
pendiente, pero estaba triste. No lo veía, lo sentía. A la tarde me abrazó y se
sentó de copiloto, mi padre conducía. Mi madre me mintió y más tarde me confesó
que el abuelo estaba en una residencia, donde le cuidarían bien como no
podíamos hacerlo aquí. Yo le contesté que el abuelo no necesitaba cuidados, que
no había nadie tan fuerte como él. Mi madre me respondió que no sabía lo duro
que había sido para el abuelo aparentar que podía hacer todo lo que hacía,
después calló, ahora adivino las palabras que faltaron, quiso decir que no
sabía lo duro que había sido para el abuelo aparentar que no era un inútil.
Lo importantes y lo maravillosos que llegan a ser¿no crees?
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